Margaret Weis - El templo de Istar

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—Me alegro por Tika —comentó a su acompañante, un montículo de ropa con pies que caminaba tras él—. Y también por Caramon, claro está, pero ella nunca disfrutó de un hogar propio e imagino lo orgullosa que debe sentirse.

Al acercarse al edificio el kender comprobó que era uno de los más sólidos de la ciudad. Su estructura era idéntica a la de las antiguas viviendas de Solace, antes de que la guerra arrasara el valle. Los gabletes formaban delicadas molduras curvas, acopladas de tal manera que parecían prolongaciones de los miembros arbóreos, mientras que las habitaciones se extendían a partir del cuerpo principal con los muros revestidos de tallas semejantes a las rugosidades del tronco. Existía aquí una perfecta armonía entre el trabajo del hombre y la naturaleza, ofreciendo un bello conjunto. Invadió a Tas un cálido sentimiento al imaginarse a sus amigos cobijados en tan delicioso retiro.

—Es curioso —se dijo a sí mismo—, me pregunto por qué no tiene techumbre.

Cuando se halló lo bastante próximo para escudriñar la casa, advirtió que no era esta parte lo único que faltaba. Los gabletes que tanto le maravillaron al principio no formaban sino una armazón destinada a sostener un tejado inexistente, pero, además, las paredes exteriores de las estancias no cerraban el recinto del edificio y, en cuanto al suelo, era una mera plataforma desnuda.

Plantándose debajo del árbol, Tasslehoff alzó los ojos sin acertar a explicarse qué estaba ocurriendo. Vio martillos, hachas y sierras esparcidas a su alrededor en pleno proceso de oxidación, lo que evidenciaba un abandono de varios meses, e incluso la estructura exhibía las huellas de una prolongada permanencia bajo los azotes de la intemperie. El kender se acarició el copete inmerso en un mar de dudas. El edificio poseía todos los ingredientes necesarios para convertirse en el más espléndido de Solace, si alguien decidía terminarlo.

Se iluminó su rostro al comprobar que un ala sí estaba concluida. Las cristaleras se hallaban encajadas en los marcos de las ventanas, las paredes configuraban un departamento estanco y una techumbre protegía el interior de los elementos ambientales. Por lo menos Tika disponía de un aposento privado, pensó el kender deseoso de consolarse pero, al estudiar mejor la estancia, se desvaneció su sonrisa. En la dovela de la puerta distinguió con total claridad, pese al desgaste de su superficie, los símbolos que denotaban la residencia de un mago.

—Debería haberlo adivinado —se reprendió meneando la cabeza. Miró a su alrededor, y añadió—: Sea como fuere, Tika no vive aquí. ¿Por qué me mentiría el lugareño? ¿O ha sido un malentendido?

Obediente a esta repentina intuición dio un rodeo en torno al inmenso vallenwood y topó con una casita, casi oculta por los matojos silvestres, que medraban sin freno, y también por la sombra del árbol. Era obvio que había sido erigida a título provisional y se había convertido en una vivienda demasiado estable. Rezumaba infelicidad, aunque el kender no acababa de discernir el motivo. Acaso se debía a los aleros retorcidos o a los desconchados de la pintura, que ofrecían un singular contraste con los tiestos de flores de los alféizares y las cortinas de encaje que se perfilaban detrás de los cristales. Tas suspiró: de modo que éste era el hogar de Tika, construido a la sombra de un sueño.

Se detuvo frente a la puerta y aguzó el oído. Dentro, una conmoción agitaba los cimientos de piedra ribeteada por estampidos, tintineos de vidrios rotos y gritos enloquecidos.

—Creo que será mejor que esperes aquí —recomendó Tas al hatillo andante.

El amasijo de ropa emitió un gruñido y se acomodó en el fangoso camino que, jalonando la vivienda, se perdía en lontananza. El kender observó con incertidumbre a la informe figura, antes de encogerse de hombros y apoyar la mano en el picaporte. Lo accionó y dio un paso, convencido de que podría entrar sin obstáculos, pero su nariz se aplastó contra la recia madera. La puerta estaba atrancada a conciencia.

—¡Qué extraño! —susurró, retrocediendo y examinando una vez más el lugar—. ¿A qué viene eso de encerrarse? No es propio de Tika, sino de los bárbaros más ignorantes. Y además con llave y pestillo. Sin embargo, estoy seguro de que aguardan mi llegada.

Contempló el impedimento como si fuera un mal presagio, mientras las voces continuaban atronando el interior. En un arranque más violento que los otros creyó reconocer el timbre cavernoso de Caramon.

—Algo raro sucede y yo me quedo paralizado, sin hacer nada al respecto. ¡Vamos, Tas, utiliza la ventana! —se espoleó después de pasar rápida revista a las posibilidades.

Pero, al precipitarse en pos de esta nueva esperanza, el kender se llevó una gran desilusión. «Nunca habría imaginado esto de Tika», comentó entristecido al hallar el marco tan sellado como la hoja de la puerta.

Sin embargo, no se dio por vencido. Tras examinar con ojos de experto el cerrojo constató que era simple y se abriría sin esfuerzo, así que extrajo de uno de sus saquillos varias herramientas y, escogiendo la adecuada para forzar aquel tipo de pieza de seguridad, se puso manos a la obra. La colección que con tanto celo guardaba era un derecho innato de los miembros de su raza, que recibían su lote al alcanzar la mayoría de edad. Insertó la ganzúa seleccionada en la abertura y la manipuló sin titubeos, siendo enorme su satisfacción al oír el chasquido liberador del cierre. Animado su rostro por una sonrisa, empujó el batiente y se deslizó en silencio hasta el interior. Se asomó de nuevo por la ventana y reparó en su acompañante, que cabeceaba ¡en medio de una acequia!

Aliviado ante la escena, seguro que el singular fardo no había de causarle complicaciones, Tasslehoff desvió la mirada hacia la sala donde se hallaba y curioseó con su vista de lince todos cuantos objetos se ofrecían a su observación, palpando algunos de ellos aunque sin detenerse demasiado.

«¡Es fantástico! —fue el comentario que más veces repitió en su recorrido por el habitáculo en dirección a la alcoba, ahora cerrada, de donde provenía el alboroto—. A Tika no le importará si lo retengo a fin de estudiarlo, lo restituiré a su lugar en cuanto lo haya hecho. —Y el objeto caía, por iniciativa propia, en su saquillo—. ¡Fíjate en eso! Caramba, tiene un resquebrajadura. Seguro que me agradecerá que lo ponga en su conocimiento. —Y abría otra bolsa para recoger el nuevo tesoro—. ¿Qué hace el plato de la mantequilla en un sitio tan absurdo? Tika debe guardarlo en la despensa, lo llevaré.— Pero la primorosa bandeja se acomodaba mejor en los recovecos de su hatillo, así que la instaló en ellos—. Lo ordenaré más tarde».

En su deambular, el kender había alcanzado el dormitorio. Hizo girar el picaporte, que por suerte no estaba cerrado, y entró.

—Hola —saludó jovial a sus ocupantes—. ¿Os acordáis de mí? Parece que os divertís, ¿Me dejáis jugar con vosotros? Dame algo para arrojárselo a su dura cabezota, Tika. ¿Preparado, Caramon? —Se había acercado a la parte de la alcoba donde la muchacha, sosteniendo un pectoral, lo contemplaba con ojos desorbitados por la sorpresa—. ¿Puede saberse qué os pasa? ¡Tienes un aspecto horrible Tika, armada con esas piezas metálicas y dispuesta a descalabrar a tu marido! —la recriminó, a la vez que asía unas cadenas entrelazadas en un jubón y se enfrentaba al colosal guerrero—. ¿Se trata de una actividad frecuente? —preguntó al hombretón, parapetado detrás de la cama—. He oído comentar que los casados tienen sus trifulcas, pero ésta se me antoja un tanto violenta.

—¡Tasslehoff Burrfoot! —Tika recuperó al fin el habla—. En nombre de los dioses, ¿qué haces aquí?

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