Margaret Weis - El templo de Istar

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—¡Yo soy el culpable de que se invistiera de poderes malignos al asumir la Túnica Negra! —vociferó el guerrero, convulsionado por el llanto—. ¡Yo lo impulsé a hacerlo! Eso era lo que Par-Salian intentaba darme a entender.

Tika se mordió el labio y, aunque la furia afloraba a sus contraídas facciones, Tas observó cómo la dominaba y se limitaba a admitir:

—Quizá sea verdad. —Un segundo más tarde, sin embargo, persistió en su resolución inicial—. Pero no he de aceptarte ni como esposo ni como amigo hasta que acudas a mi lado en paz contigo mismo.

Caramon la escudriñó en la actitud de quien se tropieza con un desconocido y desea averiguar sus intenciones. El rostro de la posadera irradiaba firmeza, sus ojos verdes exhibían una serenidad inconmovible. De pronto, Tas recordó aquella última noche durante la Guerra de la Lanza en que se habían enfrentado a numerosos draconianos, en los subterráneos del Templo de Neraka. Su expresión era la misma.

—Acaso no llegue nunca ese momento, mi bella dama —la desafió Caramon—. ¿Lo has pensado?

—He considerado esa posibilidad. Adiós —fue la escueta respuesta.

Tras volver la espalda a su marido, la joven cruzó el umbral de su hogar y cerró con llave y pestillo. Al oír cómo se deslizaba este último en su abertura Caramon se estremeció, apretó sus enormes puños y, por un momento, Tasslehoff temió que forzara la puerta. Pero no fue así. El guerrero abrió sus palmas y altivo, disfrazando su maltrecho orgullo, se alejó del porche.

—Le demostraré que conmigo no se juega —gruñó mientras caminaba a torpes zancadas, envuelto en el ruidoso tintineo de su metálico atuendo—. Dentro de tres o cuatro días regresaré con Crysle… es igual, no recuerdo su nombre. Hablaremos de todo esto y ella me suplicará de rodillas que me quede, pero quizá rehuse. ¡Por los dioses, no puede expulsarme a su antojo!

Tas estaba indeciso. Detrás de él, en el interior de la casa, su agudo oído de kender percibía los lastimeros sollozos de Tika. Sabía que Caramon no los detectaría, absorto en sus arranques de autocompasión y aislado por el repiqueteo de la cota de malla, pero ¿qué podía hacer el hombrecillo?

—¡Cuidaré de él, Tika! —prometió y, asiendo a Bupu por el brazo, echó a correr en pos de la descomunal masa del compañero. De todas las andanzas vividas era ésta la que comenzaba bajo peores augurios.

5

La reconstrucción de Palanthas

«Palanthas, ciudad legendaria por su belleza. Una ciudad que ha vuelto la espalda al mundo y se contempla, admirada, en su propio espejo».

¿Quién la había descrito en estos términos? Kitiara, sentada a lomos de su reptil azul, volaba por los alrededores de las murallas zambullida en estas meditaciones. Quizá fue Ariakas, el fallecido y apenas llorado Señor del Dragón. El tono pretencioso de la frase concordaba con su personalidad, si bien Kit debía admitir que no se equivocó en su juicio sobre los palanthianos. Tanto les espantó la inminente destrucción de su amada urbe que negociaron una paz independiente con los dignatarios enemigos y, hasta poco antes del fin de la guerra —cuando quedó patente que no tenían nada que perder—, no se unieron a los otros grupos a fin de combatir el enorme poder de la Reina Oscura. Y aun entonces su pacto estuvo presidido por la reticencia.

Merced al heroico sacrificio de los Caballeros de Solamnia, la ciudad de Palanthas se libró de la devastación a la que habían sucumbido otros núcleos tales como Solace y Tarsis. Kit, que surcaba el aire tan cerca de los muros que una flecha hostil habría podido alcanzarla, esbozó una mueca burlona. Una vez más la hermosa urbe se había complacido en sí misma, aprovechando la ola de prosperidad para realzar su legendario embrujo.

Mientras continuaba pensando en el mágico lugar y sus habitantes, Kitiara estalló en una sonora carcajada al ver el ajetreo que su proximidad provocaba en parapetos y almenas. Habían transcurrido dos años desde que el último Dragón Azul sobrevolara las altas torres y Kit todavía podía describir el caos y el pánico de entonces. En el sereno ambiente nocturno oyó un vago redoble de tambores y la inequívoca llamada de los clarines.

También en los tímpanos de Skie, su Dragón, retumbó el reclamo. La sangre se agolpó en su cerebro frente a aquellos heraldos de guerra, inyectando sus ojos, y giró la cabeza hacia Kitiara para rogarle que entrase en acción.

—No, mi leal compañero —dijo la dignataria mientras lo apaciguaba mediante suaves palmadas en la testuz—. Aún no es el momento pero si tenemos suerte no tardará en llegar. ¡Te prometo que muy pronto dominaremos Krynn!

No le quedó al reptil otra alternativa que conformarse con tan esperanzadoras palabras. No obstante, obtuvo cierta satisfacción al lanzar un relámpago ígneo por sus ominosas mandíbulas y ennegrecer la pétrea muralla, antes de levantar el vuelo a toda velocidad para colocarse fuera del radio de alcance de un posible proyectil. Cuando lo vieron planear, las tropas allí apostadas se diseminaron como hormigas indefensas, abrumadas por las oleadas de pánico que siempre destilaban las figuras de los dragones.

Kitiara no se inmutó, y continuó acomodada en su montura. Nadie osaría tocarla; existía una tregua de paz entre sus huestes de Sanction y los palanthianos, si bien algunos Caballeros de Solamnia trataban de persuadir a los pueblos libres de Ansalon para que se unieran y atacaran aquella ciudad, donde la cabecilla de los ejércitos del Mal se había retirado después de la guerra. Poco le importaban estos instigadores a la Señora del Dragón, ya que los palanthianos no se dejarían arrastrar y ella lo sabía. El conflicto había terminado, la amenaza no pesaba ya sobre sus cabezas.

—Cada día que pasa crecen mi fuerza y mi poder —advirtió Kit a quienes pudieran escucharla, aunque en realidad lo que pretendía era reconocer la urbe y almacenar datos para utilizarlos en un futuro no muy lejano.

Palanthas estaba configurada como una rueda. Los edificios importantes —el palacio del primer mandatario, las dependencias gubernamentales y las antiguas mansiones de los nobles— se erguían en su centro, y la ciudad entera giraba en torno a este eje en círculos que se ampliaban de manera progresiva. En segundo plano se hallaban las casas de los más acaudalados miembros de las asociaciones gremiales —los nuevos ricos— y las residencias estivales de los habitantes que vivían al otro lado de las murallas. También se distinguía en esta zona algunos centros culturales, incluida la Gran Biblioteca, mientras que la sección lindante con la parte moderna estaba formada por el mercado y los comercios de todo tipo.

Ocho avenidas partían del núcleo de la ciudad vieja, a guisa de radios de la rueda. Las jalonaban hileras de árboles, vetustos ejemplares cuyas hojas exhibían durante todo el año los tintes del oro. Estas ramblas conducían a las puertas de la antigua muralla. La octava avenida, la septentrional, moría en el puerto.

En torno al pétreo recinto que en otro tiempo cercara el burgo, protegiéndolo de los embates enemigos, Kitiara vio la ciudad nueva y comprobó que, al elevarla, se había respetado el diseño circular de la primitiva. La única diferencia ostensible consistía en que aquí no había muralla, tras acordar los gobernantes que un nuevo perímetro de roca desequilibraría la armonía general.

La Señora del Dragón sonrió, insensible a la belleza de la ciudad. Los árboles y su colorido nada significaban para ella, y al contemplar las cegadoras refulgencias de las siete puertas no se le hizo ningún nudo en la garganta. O quizás uno muy pequeño, que deshicieron sus propios suspiros mientras recapacitaba sobre lo fácil que resultaría asaltarlas.

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