Margaret Weis - El templo de Istar

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Demuéstrale que eres una cobarde . Con esta frase atronando en todos los pliegues de su mente aferró la gema, aunque sin esconderla a las miradas de los enigmáticos guardianes, y se internó en el Robledal de Shoikan.

Descendió la oscuridad, envolviendo tan repentinamente a la dignataria que, durante unos espantosos segundos, tuvo la impresión de haberse quedado ciega. Sólo los flamígeros ojos de Soth, que persistían en danzar incandecentes en su faz translúcida, le proporcionaban un mínimo alivio en su zozobra. Hizo un esfuerzo de voluntad para no perder la calma, para neutralizar la debilidad azuzada por el pánico, y fue entonces cuando vislumbró por vez primera un fulgor en la joya. En nada se asemejaba a las luces que solía ver en su vida cotidiana, ni siquiera iluminaba su entorno de tal suerte que, bajo su halo, pudiera distinguir a los entes que anidaban en la noche de las tinieblas mismas.

Fortalecida por las virtudes del Talismán, Kitiara comenzó a serenarse. Los troncos de los árboles se perfilaban frente a ella, y a sus pies se formó una senda. Discurría ésta, similar a un río nocturno, hacia el interior del bosque, y por un instante creyó deslizarse en su etérea corriente sin necesidad de utilizar las piernas.

Fascinada, contempló como toda ella era arrastrada a merced de la acuática senda. El Robledal había tratado de impedirle el acceso a aquel mundo fantasmal pero, una vez traspasados sus límites, se diría que pretendía succionar su ser.

Semejante perspectiva le produjo un escalofrío, y luchó a la desesperada para recuperar el control de su cuerpo. Venció o, al menos, así lo creyó. Cesó todo movimiento pero, ahora, no atinaba sino a temblar indefensa en la negrura, convulsionada por espasmos de miedo. Las ramas crujían sobre su cabeza con unos chasquidos que más parecían risas aviesas, y las hojas fustigaban su faz. Su reacción instintiva fue rechazarlas pero, cuando se disponía a hacerlo, se interrumpió. El contacto de su superficie, aunque gélido, no resultaba desagradable. Se le antojó una suave caricia, casi un saludo respetuoso. Los habitantes de la espesura la habían reconocido, intuían que luchaban en una causa común. Al comprenderlo así, Kit recobró el dominio de sí misma y alzó la cabeza a fin de estudiar el camino.

No fluía hacia las entrañas del Robledal, aquello fue una alucinación nacida de su propio terror. ¡Eran los árboles los que se desplazaban, apartándose para franquearle el paso! Recuperada la confianza, echó a andar por la senda y hasta dirigió una mirada de triunfo al caballero espectral, que avanzaba tras ella. Sin embargo, Soth no le prestó atención.

—Debe estar comunicándose con los espíritus hermanos —se dijo para sus adentros con una risa que, de pronto, se difuminó en un desgarrado grito.

Algo o alquien le atenazaba el tobillo. Un frío que congelaba los huesos se extendía por todo su ser y le paralizaba nervios y músculos, solidificando su sangre. El dolor era insoportable, profería alaridos agónicos que no la permitían pensar con cordura. En un gesto instintivo bajó los ojos hacia su enemigo y descubrió qué era… ¡una mano cenicienta! Surgida de la tierra, había cerrado sus huesudos dedos en torno a su pierna y absorbía su energía, el calor que alimenta cualquier manifestación de vida. Aterrorizada, vio que su pie empezaba a hundirse en el rezumante suelo.

De nuevo el pánico hizo presa en la Señora del Dragón. Propinaba frenéticos puntapiés a la garra, destinados a obligarla a soltar su maltrecho tobillo, pero el fantasmal atacante no cedía. Y, lo que aún le causó mayor espanto, otra mano brotó del camino y estrujó su píe libre en idéntico punto. Entre enloquecidas voces, Kitiara perdió el equilibrio y cayó en una postura forzada.

—¡Sostén la joya! —le urgió Soth con su tono de ultratumba—. Sin su protección serás arrastrada a las profundidades.

Kitiara, obediente al mandato del caballero, apretó los dedos en torno a la gema mientras se debatía y retorcía en un desordenado intento de escapar a los macilentos garfios que, poco a poco, la atraían hacia la tumba.

—¡Ayúdame! —suplicó, buscando a su fantasmal amigo con ojos desorbitados.

—No puedo —respondió él desolado—. Mi magia no surtiría efecto, Kitiara, sólo tu propia fuerza de voluntad es capaz de salvarte. Recuerda la alhaja.

La Dama Oscura, como la llamaron en otro tiempo, enmudeció. Durante unos minutos se agitó a merced de unos terribles escalofríos, como si sus adversarios la hubieran vencido, mas no tardó en flagelarla el azote de la ira. «¿Cómo se atreve a hacerme esto a mí?», pensó al percibir, de nuevo, un par de iris dorados que se deleitaban en la contemplación de su tortura. Este acceso de cólera tuvo la virtud de derretir el hielo, de sofocar el pánico en su flamígero ardor. La invadió la calma, y comprendió lo que debía hacer. Se sacudió sin prisa el polvo de los ropajes y, con gesto frío y deliberado, acercó la joya a una de las esqueléticas manos rozando su putrefacta carne. Aún temblaba, pero la serenidad se impuso y ni siquiera se alteró cuando una maldición resonó en las simas del abismo. La repugnante mano se encogió, abrasada por un fuego invisible, y aflojó su presión sobre el tobillo de Kitiara para zambullirse en su subterránea morada.

Una vez hubieron desaparecido las rugosas yemas entre las hojas secas del borde de la senda, Kitiara aplicó el Talismán a la otra mano que la aprisionaba. También ésta se desvaneció, absorbida por la negrura. Al sentirse libre, la Señora del Dragón se levantó y estudió su entorno con la gema enarbolada a modo de estandarte.

—¿Veis este objeto, criaturas condenadas a vivir después de la muerte? —las desafió con un timbre agudo, casi chillón—. No me detendréis. ¡Pasaré sin que me toquéis! ¿Me habéis oído bien? Franquearé cualquier obstáculo que oséis oponerme.

No hubo respuesta. Las ramas dejaron de crujir, las hojas ocuparon su lánguida posición sujetas a sus tallos. Tras guardar unos minutos más de silencio Kit echó a andar por el sendero, reanudando así su azarosa marcha nocturna. No se desprendió de la alhaja, que le confería cierta seguridad, si bien no pudo sustraerse a imprecar entre dientes a quien se la había enviado. Era consciente de la proximidad de Soth, que se hizo aún más patente cuando él declaró en un siseo:

—Como en tantas otras ocasiones, Kitiara, has despertado mi admiración.

Ella no contestó, atenta al vacío que había dejado la ira en su estómago y que, de manera casi insensible, volvía a colmarse de horror. No quería correr el riesgo de hablar y delatar su creciente aprensión, así que siguió adelante con la mirada puesta en aquel camino que discurría en pos de la nada. A su alrededor se dibujaban decenas de dedos que se abrían paso en el subsuelo en busca de carne viva, aborrecible y deseada al mismo tiempo. Unos rostros pálidos, nebulosos, la espiaban desde los árboles, flanqueados por entes informes que revoloteaban en el frío ambiente y lo infestaban de un hedor rebosante de muerte y podredumbre.

Pero, aunque el guante que portaba la gema sufría leves vibraciones, no flaqueó en su amenazadora postura. Los dedos descarnados nada pudieron para ahuyentar a su dueña, las máscaras del más allá reclamaron en vano la tibia sangre. Los robles, en lugar de obligarla a desistir de su propósito, se inclinaban uno tras otro ante ella en señal de respeto.

Al fin, donde moría el sendero, Kitiara distinguió la figura de Raistlin.

—¡Debería acabar contigo aquí mismo! —le espetó la dama al alcanzarlo, entumecidos los labios y con la mano apoyada en la empuñadura de su espada.

—No sabría describir el placer que me produce verte de nuevo —repuso el hechicero con una sonrisa beatífica que sus facciones desmentían.

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