Margaret Weis - El templo de Istar
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—No sólo eso, yo mismo la invité a visitarme —contestó el mago imperturbable—. Uní a mi ofrecimiento un talismán, por supuesto, ya que de lo contrario nunca habría tenido éxito en el empeño.
—Y ella aceptó —afirmó Kitiara, navegando en un mar de incertidumbre.
—Estuvo encantada.
Ahora fue él quien cesó de andar. Se hallaban frente a la entrada de la Torre de la Alta Hechicería y, gracias a la luz que brotaba de las antorchas encendidas junto a las ventanas, Kit vio con absoluta claridad el rostro de su acompañante. Tenía los labios retorcidos en una mueca y sus doradas pupilas brillaban frías, mortecinas, igual que el sol en invierno.
—Encantada —insistió Raistlin, y la dama prorrumpió en carcajadas.
Unas horas más tarde, después de que se pusieran las dos lunas tras el horizonte y cuando el alba se anunciaba tímida en la lejanía, Kitiara, con el ceño fruncido, estaba aún sentada en el estudio de su hermano con una copa de vino tinto en la mano.
La sala era confortable, o así lo parecía al contemplarla. Varias butacas afelpadas, de la mejor textura y construcción que cabe imaginar, se alzaban sobre unas alfombras de fina artesanía que sólo las personalidades más adineradas de Krynn se podían permitir el lujo de adquirir. Sus urdimbres, realizadas a partir de diseños de animales quiméricos y flores multicolores distribuidos con gusto exquisito, eran capaces de capturar la atención de quien las mirara y lo inducían a perderse durante horas en su belleza. Las mesas de madera tallada, no menos tentadoras, contribuían también a enriquecer el ambiente al igual que los adornos, singulares y hermosos o, acaso, singulares y fantasmagóricos.
Pero el elemento predominante era la inmensa colección de libros. Jalonaban los muros hondas hileras de estantes, de la misma madera que las mesas, repletos de centenares, quizá miles de volúmenes. En su mayoría presentaban una apariencia uniforme, por estar encuadernados en tela azul marino y decorados a base de runas argénteas. La estancia era cómoda mas, a pesar del fuego que chisporroteaba en la descomunal chimenea abierta en una de las paredes, flotaba en el aire un frío sobrenatural. Kitiara creyó advertir que procedía precisamente de los libros, si bien no tenía una certeza absoluta.
Soth se instaló lejos de las llamas, oculto en la penumbra. Kit no distinguía su contorno pero era tan consciente de su presencia como Raistlin, sentado frente a su hermanastra. El hechicero había elegido una silla de alto respaldo situada detrás de un gigantesco escritorio de madera negra, tallado con tal astucia que las criaturas que intervenían en su ornamentación parecían espiar a la dama.
Asaltada por leves pero molestos temblores, Kitiara apuró demasiado deprisa el contenido de su copa. Pese a estar acostumbrada al alcohol comenzaba a marearse y tal sensación la horrorizaba, ya que de sobra conocía su significado: estaba perdiendo el control. Irritada posó el cristalino recipiente en la bandeja, resuelta a no beber más.
—¡Tu plan es una locura! —reprochó a Raistlin. Disgustada por la inefable mirada que el hechicero había clavado en su persona, se levantó y continuó mientras recorría la amplia sala de uno a otro extremo—: Es una insensatez y una pérdida de tiempo. Con tu ayuda podríamos reinar en todo el continente de Ansalon. Y aún iré más lejos: si tú quisieras —se volvió de manera repentina, iluminado su rostro por un siniestro anhelo— dominaríamos el mundo entero. No necesitas el apoyo de Crysania ni el de nuestro tosco hermano.
—Dominar el mundo —repitió Raistlin en un quedo murmullo que contrastaba con sus ardorosas pupilas—. Me temo que no has comprendido una palabra, querida Kitiara, por eso me dispongo a explicártelo del modo más sencillo que sé.
También él se incorporó para, apoyando ambos puños en el escritorio, inclinarse hacia su hermanastra más sinuoso que una serpiente. La Dama Oscura, que se había detenido atenta a su reacción, sintió un escalofrío.
—¡El mundo nada me importa! —exclamó el hechicero—. Podría someterlo a mi yugo mañana mismo si me apeteciera, pero no es eso lo que ambiciono.
—No te interesa gobernar Krynn —farfulló ella a guisa de constatación, con acento sarcástico y encogiéndose de hombros—. En ese caso, sólo queda…
No concluyó. Casi se mordió la lengua cuando sus ojos se cruzaron con los de Raistlin, reveladores al fin de sus más secretos deseos. En las sombras de la habitación, las llamas anaranjadas que danzaban en las cuencas oculares del caballero espectral lanzaron destellos más vivos que el fuego.
—Se ha hecho la luz en tu mente —comentó el mago y, satisfecho, se sentó de nuevo—. La Hija Venerable de Paladine reviste una importancia capital en mis planes, como sin duda entenderás. Es el destino quien la trajo hasta mí en el momento en que mi viaje empezaba a tomar cuerpo en mi imaginación.
Kitiara no atinaba sino a contemplarlo aturdida, muda. Al cabo de un rato, no obstante, recobró el habla e indagó:
—¿Cómo sabes que te seguirá? ¡No le habrás contado la verdad!
—Tan sólo lo suficiente para plantar la semilla en su pecho. —Raistlin sonrió al evocar su encuentro, a la vez que se reclinaba en el asiento y se llevaba dos dedos a los labios—. No pecaré de inmodestia si digo que mi representación fue una de las más espléndidas de mi vida. Hablé a regañadientes, impelido por su bondad y pureza y, al surgir las sílabas entre titubeos y esputos sanguinolentos, ella pasó a pertenecerme. Sus sentimientos caritativos la arrastraron hasta perderla. Vendrá —aseveró, regresando con sobresalto al presente—. Y también aparecerá ese bufón que tenemos por hermano. Me servirá de manera irracional, atolondrada, pero así es como actúa siempre.
Kitiara extendió la mano sobre sus sienes, donde la sangre latía con violencia. El responsable no era ya el vino —había recobrado la sobriedad—, sino un sentimiento de furia y desánimo.
«¡Podría ayudarme! Es tan poderoso como se rumorea, o incluso más. ¿Por qué se habrá vuelto loco?», pensó fuera de sí.
De pronto, una voz que no había invitado resonó en los pliegues de su cerebro: «¿Y si su juicio se mantuviera intacto? ¿Y si su resolución de seguir hasta el final fuera lúcida e irrevocable?».
La dama pasó revista al plan del mago fríamente, enfocándolo desde todos los ángulos. Sus conclusiones la espantaron. Nunca saldría victorioso y, lo que era peor, existía la posibilidad de que la precipitase a ella al abismo.
Estas ideas se sucedieron en fugaces secuencias, sin que ninguna se reflejara en el rostro de la dignataria. Por el contrario, su sonrisa asumió un raro embrujo, un ambiguo encanto que en su día hizo que muchos de sus enamorados muriesen invocándola.
Quizás era éste el objeto de las meditaciones de Raistlin cuando le propuso, con ojos escrutadores:
—Vamos, hermana, únete por una vez al vencedor.
La convicción de Kitiara se agitó, a punto de desmoronarse. ¡Si se cumplían los designios de Raistlin sería glorioso! Krynn caería en sus manos, y tan halagüeña perspectiva la obligó casi a ceder.
Miró al mago. Veintiocho años atrás era un recién nacido débil y enfermizo, la triste contrafigura de su robusto gemelo.
—Dejadle morir o su existencia será un infierno —les recomendó la comadrona. Kit era entonces una adolescente, y se horrorizó al ver que su madre consentía entre sollozos.
Rehusó acatar tan cruel consejo. Algo que bullía en su interior la impulsó a enfrentarse a todos. ¡El niño viviría! Viviría porque ella así lo quería, y no aceptaría una negativa.
—La primera batalla que libré —solía contar orgullosa a los otros lugareños— fue una guerra encarnizada contra los dioses. ¡Y vencí!
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