Margaret Weis - El templo de Istar

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Otras dos edificaciones capturaron su interés. La primera era un templo dedicado a Paladine, que estaba en proceso de construcción. En cuanto a la otra, era su punto de destino y no pudo por menos que posar en ella una meditabunda mirada.

Tan vivo era el contraste que ofrecía respecto a las feéricas estructuras que la rodeaban, que incluso la fría Kitiara sufrió una leve perturbación. Emergiendo de entre las sombras circundantes como una falange deforme, objeto de negrura y torturada fealdad, parecía aún más espeluznante por haber sido en un tiempo el orgullo de Palanthas, su más esplendorosa gema: la Torre de la Alta Hechicería.

Estaba sumida en la penumbra de día y de noche ya que la guardaba un bosque de enormes robles, los árboles más altos de Krynn al decir de los sobrecogidos viajeros que tenían ocasión de verlos. En cualquier caso, nadie podía aseverarlo con absoluta certeza dado que no había en todo el continente un solo mortal, ni aun los temerarios kenders, capaz de aventurarse en su portentosa espesura.

—El Robledal de Shoikan —murmuró Kitiara a un compañero invisible—. Nadie se atrevía a internarse en él hasta que llegó el Amo del Pasado y del Presente.

Si pronució estas últimas palabras con una mueca burlona, un ligero temblor la diluyó de sus labios cuando Skie comenzó a trazar círculos en torno a la mancha de tinieblas para buscar un buen lugar de aterrizaje.

El Dragón Azul se posó en una de las calles abandonadas que desembocaban en el Robledal de Shoikan. Kit le había instado por todos los medios imaginables, desde el incentivo hasta la amenaza, a sobrevolar el bosque y detenerse en la misma Torre pero, aunque habría derramado su sangre por defender a la dama sin un instante de vacilación, Skie rehusó complacerla. No podía ser de otro modo, también los dragones recibían el influjo de aquel cerco diabólico de guardianes arbóreos.

El reptil lanzó una mirada furibunda, preñada de odio, a la espesura, a la vez que sus nerviosas garras arañaban el empedrado. Le habría gustado impedir que su dueña entrase en el recinto, mas la conocía bien y sabía que, una vez tomada la decisión, no renunciaría por nada del mundo a ponerla en práctica. Tuvo pues que resignarse a doblar las correosas alas sobre su cuerpo y permanecer inmóvil en medio de aquella ciudad singular, ensimismado en antiguos recuerdos que le traían imágenes de llamas, humo y muerte.

Kitiara desmontó despacio de su silla. Solinari, la luna plateada, se asemejaba a la cabeza blanquecina de un decapitado que flotara en el firmamento y Lunitari, el astro rojo, apenas había iniciado su ronda celeste y oscilaba en el horizonte como el pabilo de una vela a punto de extinguirse. La débil luz de ambos satélites se reflejaba en la armadura de escamas de dragón de la dignataria, tornándola de un fantasmal color azulado.

La recién llegada estudió el Robledal, dio un paso en su dirección y se detuvo de repente. Oía a su espalda el crujido de las alas de Skie, que le transmitían un consejo inarticulado: «Huyamos de este lugar siniestro, mi dueña. ¡Vayámonos ahora que aún nos quedan energías para hacerlo!». Ella, atenta a la advertencia, tragó saliva. Sentía la lengua reseca e hinchada, los músculos de su abdomen se habían agarrotado dolorosamente. Poblaron su mente las escenas casi olvidadas de su primera batalla, de un día ya remoto en que se enfrentó a un enemigo y comprendió que, si no le mataba, sucumbiría sin remedio. Venció entonces gracias a un hábil sesgo de su espada. ¿Qué ocurriría ahora?

—He recorrido numerosos parajes lóbregos en este mundo —susurró a su espectral acompañante— y nunca conocí el miedo. Pero, por mucho que razone, no logro hacer acopio de valor para internarme en éste.

—Limítate a blandir en tu palma la joya que él te dio —ordenó el interpelado, materializándose al fin en la noche—. Los guardianes del bosque quedarán inermes frente a su poder.

Kitiara espió el denso cerco de árboles. Sus vastas ramas se proyectaban en todos los sentidos y, al entrelazarse, obstaculizaban el paso de los haces lunares por la noche y los rayos del sol durante el día. Alrededor de sus raíces se desplegaba un manto de negrura que cubría, como una aureola, todo el Robledal, tan herméticamente que ni la más suave brisa ni una tormenta desencadenada agitarían las hojas de esos árboles. Afirmaba la leyenda que en los terribles días anteriores al Cataclismo, cuando vendavales y aguaceros sin parangón en la historia de Krynn azotaron el territorio, los inanimados pobladores del bosque de Shoikan fueron los únicos que no se doblegaron a la cólera de los dioses.

Pero, más estremecedor todavía que su perenne oscuridad, era el eco de vida imperecedera que palpitaba en sus entrañas. Vida eterna, tormento y penurias sin fin.

—Mi inteligencia quiere acatar tus sabias instrucciones —respondió Kit temblorosa—, mas mi corazón no puede seguirlas, Soth.

—En tal caso debes regresar —le indicó el Caballero de la Muerte, encogiéndose de hombros—. Demuestra a esa criatura que la más poderosa Señora del Dragón de este continente es una cobarde.

La dignataria miró a Soth a través de las rendijas de su yelmo y, al hacerlo, sus ojos castaños destellaron a la vez que su mano se cerraba, en un espasmo incontenible, sobre la empuñadura de la espada. El ente del más allá mantuvo erguido el rostro, donde las llamas anaranjadas que solían oscilar en las vacías cuencas oculares ardían ahora con toda la intensidad del desdén. Y si él la menospreciaba, ¿cuál no había de ser el sentimiento que leería en los dorados relojes de arena del mago? Sus pupilas no denotarían tan sólo burla, sino la altivez exultante del triunfo.

Comprimiendo los labios, Kitiara tanteó una cadena ceñida a su cuello de la que pendía el Talismán enviado por Raistlin. La sujetó con fuerza, dio un tirón y la partió en dos. Acto seguido, enarboló la alhaja en su mano enguantada.

Negra como la sangre de un dragón, fría al tacto, la piedra irradiaba además un helor paralizante susceptible de traspasar cualquier prenda de abrigo. Opaca, carente de vistosidad, yacía semioculta en la palma de quien tenía el privilegio de portarla.

—¿Cómo van a percibirla los guardianes? —inquirió la humana tras varios intentos infructuosos de exponerla a la luz de las lunas—. No brilla, no centellean sus cantos. Se diría que transporto un carbón apagado.

—El astro que se refleja en este objeto mágico permanece inmune a tu observación y a la de todos los seres vivientes, salvo a la de aquellos que le rinden culto —explicó Soth—. A ellos y a los muertos que, como yo, han sido condenados a errar eternamente. Te aseguro que para nosotros refulge más aún que la luz diurna en el cielo. Sostenla en lo alto, mi bella dama, y camina. Los custodios del bosque no te detendrán. Quítate el yelmo, de tal manera que puedan contemplar tu cara y distinguir en tus ojos el reverberar de su resplandor.

Kit titubeó unos momentos antes de desprenderse de su peculiar casco, rematado por un par de cuernos en la parte superior, mientras la humillante risa de Raistlin resonaba en su cerebro. Irguió la espalda, al acecho de cualquier imprevisto. Ni una brizna de viento acariciaba sus rizos azabache, y reinaba una calma mortífera que hizo brotar de sus sienes heladas gotas de sudor. Oyó tras ella, mientras se secaba con el guante el molesto chorreo, los gemidos de su Dragón, unos gorgoteos de angustia que nunca había detectado antes en Skie. No lograba decidirse, la mano de la alhaja acusaba de manera ostensible las alteraciones de su pulso.

—Se alimentan del miedo, Kitiara —la reprendió el espectro—. Levanta la piedra para que vean su luz reflejada en tus pupilas, y procura sosegarte.

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