Margaret Weis - El templo de Istar
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Mientras estudiaba a su hermano, se confundían en su mente las imágenes del hombre y la del pequeño desamparado que fuera en sus inicios. De súbito, sin motivo aparente, le dio la espalda.
—Lo lamento pero debo partir —anunció, ajustándose los guantes—. ¿Te pondrás en contacto conmigo a tu regreso?
—Si salgo victorioso no será necesario —replicó el hechicero sin vehemencia ninguna—. Te enterarás de todos modos.
Kitiara profirió casi un comentario burlón, pero se contuvo a tiempo. Indicó a Soth con un leve ademán de cabeza que había llegado el momento y se dispuso a abandonar la estancia.
—Adiós, hermano. —Aunque conservó el control de sí misma, no logró reprimir un ribete de ira en su voz—. Es una lástima que no compartas mi deseo de disfrutar cuanto la vida puede ofrecernos de hermoso. ¡Juntos habríamos acometido grandes empresas!
—Adiós, Kitiara —se despidió a su vez el hechicero. Ordenó a las lóbregas criaturas consagradas a su servicio que mostrasen la salida a sus invitados sin despegar los labios, por vía telepática, y añadió, antes de que Kit traspasara el umbral—: Por cierto, hay algo que debo decirte. En más de una ocasión me aseguraron que me salvaste la vida poco después de nacer pero, aunque eso sea cierto, considero que saldé mi deuda al propiciar la muerte de Ariakas quien, sin lugar a dudas, habría acabado por destruirte. Así pues, estamos en paz.
Kitiara examinó el semblante del mago, sus áureos relojes de arena, en busca de una amenaza o una promesa. Nada halló, ni un atisbo de emoción susceptible de orientarla. Un instante más tarde, Raistlin había pronunciado la fórmula de un hechizo y desaparecido de su vista.
La travesía del Robledal de Shoikan fue, ahora, sencilla. Los guardianes no acosaban a quienes dejaban la Torre y Kitiara y Soth recorrieron juntos el camino. El Caballero de la Muerte caminaba con el sigilo que lo caracterizaba. Proveniente de un universo inmaterial, sus pies no imprimían la más ínfima huella sobre las hojas secas que se extendían por el suelo como un manto de perenne podredumbre. La primavera no visitaba jamás el siniestro bosque.
La Dama Oscura no habló hasta que hubieron sobrepasado el perímetro exterior de árboles y se hallaron, una vez más, sobre el sólido empedrado de las calles de Palanthas. El sol asomaba tras los recortados edificios, difuminándose el rico azul del cielo en un pálido gris teñido de rojo. En la ciudad, aquéllos cuyo quehacer reclamaba su presencia a primera hora se desperezaban en sus lechos. Los pasos aislados de los más madrugadores se mezclaron con los de los centinelas que, concluido el turno de noche, se retiraban a descansar y eran relevados en las almenas. Estos lejanos ecos, que llegaban a oídos de Kitiara desde el otro lado de las semiderruidas casas adyacentes a la torre, la recordaron que se encontraba de nuevo entre los vivos.
—Hay que detenerlo —declaró a boca de jarro la dignataria sin una vacilación, sin un suspiro.
El espectro no se pronunció en ningún sentido.
—Sé que será una tarea difícil —reconoció Kitiara al mismo tiempo que se ajustaba el yelmo y caminaba a grandes zancadas hacia Skie que, al distinguirla, había alzado la testa en actitud triunfante. Tras dar unas cariñosas palmadas en el cuello de su Dragón, la dama volvió a dirigirse a su esbirro.
—Pero no es necesario encararse con él. Todo su proyecto gira en torno a la sacerdotisa. Si eliminamos a Crysania su castillo de naipes se vendrá abajo. Y nunca averiguará nuestra participación en el asunto, ya que son muchos los que han sucumbido a las fuerzas letales del Bosque de Wayreth. ¿Me equivoco?
Soth negó con la cabeza y sus ojos destellaron, en señal de complicidad.
—Ocúpate de que se esfume sin dejar rastro. Haz que aparezca como un designio de los hados —le encomendó—, mi hermano cree en tales maldiciones. Cuando era niño le enseñé que no doblegarse a mis deseos era una falta grave, punible mediante unos azotes, y por lo que veo debe aprender de nuevo la lección.
Montó a lomos de Skie y este, obediente a su orden, se preparó para elevarse. Sus gigantescas patas traseras se hundieron en el adoquinado, requebrajando las piedras, y al fin desplegó las alas y dio un majestuoso salto hacia las alturas. Los habitantes de Palanthas sintieron como si les hubieran quitado un peso de encima, una sombra malévola que se cernía sobre sus corazones, pero casi ninguno vio partir al reptil ni a su jinete.
Soth permaneció inmóvil en el linde del Robledal.
—También yo creo en el destino, Kitiara —murmuró—. En el que uno mismo se labra.
Dirigió su mirada hacia las ventanas de la Torre de la Alta Hechicería, y percibió cómo se extinguía la luz en la estancia que ocupaban pocos minutos antes. Durante unos segundos envolvió a la mole una oscuridad que se solidificó en un escudo impenetrable a los rayos solares, en el halo de negrura que solía protegerla. Pero rompió el sombrío encantamiento un repentino centelleo.
Procedía aquel atisbo de vida de una sala situada en la cúspide de la Torre. Era el laboratorio del mago, el lugar secreto donde Raistlin perfeccionaba sus virtudes arcanas.
—Me pregunto quién va a aprender una lección —siseó Soth y, sin pérdida de tiempo, se fundió en los lóbregos vapores que disolvía ya la atmósfera diurna.
6
Un juego divertido
—¿Por qué no nos detenemos aquí? —sugirió Caramon, a la vez que se encaminaba hacia un destartalado edificio que se hallaba apartado del camino, agazapado en el bosque como el animal que acecha a su presa—. Quizás ella haya hecho un alto para reponer fuerzas.
—Lo dudo —replicó Tas, examinando con reticencia la enseña que pendía de una cadena sobre la puerta—. «La Jarra Rota» no me parece el establecimiento adecuado…
—Tonterías —rezongó el guerrero, al igual que había rezongado en más ocasiones de las que el kender podía contar—. Tiene que comer, incluso las sacerdotisas de más altas aspiraciones necesitan alimentarse con algo tangible. Además, existe la posibilidad de que algún cliente se haya cruzado en su ruta y nos dé cuenta de su paradero. Hemos perdido su rastro, hasta ahora no nos ha acompañado la suerte.
—No —repuso Tas entre dientes—, pero quizá los hados nos favorezcan más si exploramos la calzada en lugar de las tabernas.
Llevaban tres jornadas de viaje, y los peores presentimientos de Tasslehoff se habían materializado con creces.
Por regla general, los kenders eran los nómadas perfectos. Al alcanzar la veintena les asaltaba la sed de aventuras, de peregrinar por el mundo, y en esa época se lanzaban en pos de rincones ignotos con el anhelo de no prestar atención más que a las situaciones emocionantes o a cualquier objeto curioso, bello o deforme, que por azar cayera en sus siempre abultadas bolsas. Totalmente inmunes a la emoción del miedo, azuzados por un ansia inagotable de saborear la novedad de cada segundo, los integrantes de esta raza no eran muy abundantes en Krynn, para alivio y tranquilidad de sus otros pobladores.
Tasslehoff Burrfoot, a punto de cumplir los treinta —si no le engañaba su memoria— no era, en la mayor parte de sus facetas, un kender característico. Había recorrido, a lo largo y a lo ancho, el continente de Ansalon junto a sus padres antes de que éstos se establecieran en Kenderhome, y al alcanzar la mayoría de edad se había trazado sus propios itinerarios en solitario hasta que conoció a Flint Fireforge, el enano herrero y a su amigo, Tanis, el Semielfo. Más tarde se les unieron en su peregrinar Sturm Brightblade, Caballero de Solamnia, y los gemelos Caramon y Raistlin. En su compañía vivió la aventura más maravillosa de toda su existencia: la Guerra de la Lanza.
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