Margaret Weis - El templo de Istar
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«¡No quiero asumir esa responsabilidad!», protestó Tasslehoff para sus adentros, y aguardó unos instantes la respuesta de su enigmático consejero. No recibió sino un sepulcral silencio, de modo que optó por dirigirse de nuevo al guerrero con un timbre forzado, que pretendía asemejarse al de Tanis:
—Caramon, te ruego que nos acompañes hasta los lindes del Bosque de Wayreth. Luego podrás regresar junto a Tika, lo peor ya habrá pasado y nos enfrentaremos a lo que surja sin tu intervención.
Pero el hombretón no lo escuchaba. Embriagado de licores y autocompasión, se derrumbó sobre el suelo y se arrastró hacia un árbol para, reclinado en su tronco, enumerar una retahila incoherente de indecibles horrores y suplicar a su mujer que lo admitiera.
Bupu, que había contemplado sus evoluciones sin despegar los labios, se plantó frente al flácido amasijo del guerrero y anunció con ostensible repugnancia:
—Me voy. Para ver borrachínes gordos estoy bien en mi ciudad, allí los hay en abundancia. —Meneó la cabeza y echó a andar por la senda antes de que Tas saliera en su persecución, la atrapara y la forzara a retroceder.
—¡Bupu, no puedes dejarme! Casi hemos llegado —intentó persuadirla.
De pronto, el kender perdió la paciencia. Tanis no podía prestarle su concurso ni tampoco otra criatura, imaginaria o auténtica, y se sentía como cuando rompió el Orbe de los Dragones. Quizá su manera de actuar no fue la más acertada, pero no se le ocurrió otra dado el breve lapso de tiempo del que disponía.
Dio un paso al frente y propinó a Caramon un contundente puntapié en la espinilla.
—¡Ay! —gimió el agredido y, sobresaltado, levantó hacia Tas unos ojos rebosantes de pena por su infortunio—. ¿Por qué me haces esto?
En respuesta Tas volvió a atacarlo, ahora con mayor severidad. Quejumbroso, el hombretón se sujetó la pierna.
—Al fin un poco de diversión —se animó Bupu. No dudó en correr hasta donde yacía el guerrero y castigarlo como acababa de hacerlo Tas, pero en la otra pierna—. Me quedaré.
Un rugido brotó de la garganta de Caramon quien, incorporándose vacilante, clavó en el kender una mirada de cólera.
—Maldita sea, Burrfoot, si éste es uno de tus juegos…
—De eso nada, asno ridículo —lo espetó el otro—. Ya que las palabras no te infunden sentido común, quiero probar suerte con los golpes. ¡Estoy harto de tus lamentaciones y lloriqueos! En todos estos años no has hecho sino abandonarte a una absurda autocomplacencia. ¡Vaya con el noble Caramon, que todo lo sacrificó a su desagradecido hermano, con el bondadoso muchacho que siempre puso a Raistlin en primer lugar! Quizá fue así y quizá no, estoy empezando a pensar que bajo esa capa de amor fraterno es a tu persona a quien has dado preponderancia. Acaso tu gemelo adivinó, gracias a su aguda intuición, lo que yo sólo atisbo más allá de tu grotesca máscara. En ocasiones los que más dan son los más egoístas, ya que no buscan sino recrearse en su propia rectitud. Raist no te necesitaba, eras tú quien le necesitabas a él. Te amparabas en su vida porque te horrorizaba la idea de afrontar la tuya.
Las pupilas del guerrero se tornaron febriles, se desencajó su faz en una mueca iracunda mientras apretaba los puños y amenazaba a Tas.
—Esta vez has ido demasiado lejos, bribón insolente.
—¿De verdad? —El kender seguía encarándose a tan desigual adversario, no había fuerza capaz de detenerlo—. Pues todavía no he terminado, debes oír lo más importante. De unos meses a esta parte repites hasta la saciedad, o así lo afirma Tika, que nadie precisa de tu auxilio desde que el hechicero te apartara desabridamente de su lado. ¿No has pensado que en la actualidad tu gemelo te necesita más que nunca? Reflexiona, descubrirás que tengo razón. Y en cuanto a la sacerdotisa, su salvación depende de ti. Pero claro, es más cómodo permanecer inactivo y permitir que tu cuerpo se convierta en una jalea temblorosa, por no hablar de tu cerebro, empapado y blando cual una esponja.
Tasslehoff tuvo la sensación de haberse excedido en sus reproches cuando Caramon avanzó unos pasos tambaleante, con la cara deformada a causa de unas irregulares manchas purpúreas. Bupu, en un impulso de pánico, se parapetó detrás del kender si bien éste no se inmutó y resistió firme, como aquella vez en que los dignatarios elfos estuvieron a punto de abrirle en canal por haber roto el Orbe de los Dragones. El guerrero se alzaba imponente frente a él, tan bañado su aliento en alcohol que Tas sintió náuseas al olfatearlo. Cerró los ojos de forma involuntaria, no a consecuencia del miedo sino a causa de la angustia, y de la rabia que leyó en las facciones de su oponente.
Con los brazos en jarras, aguardó la descarga que había de incrustar su nariz en el cráneo y hacerla salir por la nuca. Transcurridos unos segundos, levantó los párpados al no recibir ningún impacto. Había percibido, sin embargo, crujidos de ramas de árbol y un estampido de pasos en la densa maleza.
El fornido humano había desaparecido para internarse en el sendero del bosque. Tas exhaló un largo suspiro y lo siguió, con Bupu pegada a sus talones.
—Lo he pasado muy bien —afirmó la enana—. Iré con vosotros. Me ha gustado el juego. ¿Lo repetiremos?
—No lo creo, Bupu —contestó Tas apesadumbrado—. Apresurémonos, no debemos quedar rezagados.
—De acuerdo —accedió ella, acelerando el paso. Tras unos momentos de meditación filosófica añadió—: Me conformaré con cualquier otro, todos son divertidos.
Pero Tas, abstraído en sus propios pensamientos, no contestó. Interrumpió la marcha para mirar atrás, temeroso de que alguien hubiera oído su discusión desde la destartalada taberna y les creara complicaciones.
Los ojos casi se le salieron de las órbitas: «La Jarra Rota» se había esfumado. El mugriento edificio, la enseña que pendía de su cadena, los enanos, los guerreros, el propietario e incluso la copa que Caramon se llevara a los labios se habían disuelto en la nada, engullidos por el aire vespertino al igual que un sueño inquietante en cuanto abrimos los ojos. La taberna había sido un mágico instrumento de la hechicería para encaminar al beodo Caramon y sus amigos.
7
Doble personalidad
Canta aquello que el licor te inspira,
canta lo que tus ojos desdoblados ven.
La fea Keo se transforma en dos bellas Siras,
seis lunas en el cielo giran, en alegre vaivén.
Canta al valor del navegante,
canta cuando quieras el codo empinar,
y un puerto de rubíes será el fondeadero,
donde al viento tres baladas podrás lanzar.
Canta, buen tónico es para el corazón,
canta a la absenta de las despreocupaciones,
canta al que sigue el camino ondulante,
y al perro, y al que no escucha oraciones.
Todas las posaderas de ti están prendadas,
tienes cien amigos en cada
lugar, al viento dices lo que sientes,
al viento tres baladas podrás lanzar.
Al caer la tarde, Caramon estaba en un lamentable estado de ebriedad.
Aunque al principio sus enormes zancadas lo distanciaron de Tas y Bupu, ambos lograron darle alcance debido a las frecuentes pausas que hacía para rociar su gaznate con el perjudicial elixir. Lo hallaron en medio de la vereda, apurando las últimas gotas con la cabeza inclinada hacia atrás. Cuando, al fin, bajó su odre, espió decepcionado su interior y lo agitó violentamente, con un peligroso bamboleo, resuelto a aprovechar el postrer efluvio.
«Está vacío», le oyó rezongar el kender.
«No puedo hablarle de la desaparición de la taberna —se dijo Tas, preso de un hondo desánimo—. No en estas condiciones, lo único que conseguiría sería agravar su locura y poner en peligro nuestra seguridad».
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