Margaret Weis - La Guerra de los Dioses

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Palin y Tas cruzan el Portal y entran en el Abismo, donde aguarda Raistlin para llevarlos a presenciar un acontecimiento extraordinario: la asamblea de los dioses. En ella, Paladine accede a la petición de la Reina Oscura y de Gilean, que consiste en retirar los dragones del Bien para que los Caballeros de Takhisis se alcen con la victoria y unifiquen bajo un mando único todas las fuerzas de las distintas razas. De esta manera podrán afrontar la lucha contra Caos y evitar la destrucción de Krynn y de todo lo creado.
La Torre del Sumo Sacerdote cae en manos de las fuerzas de la Oscuridad por primera vez en la historia y el dominio absoluto de Ariakan se extiende rápidamente por Ansalon. Entre tanto, Steel Brightblade va a ser ajusticiado por haber dejado escapar a su prisionero, Palin Majere. En la posada El Último Hogar, Caramon y Tika tiene la alegría de volver a ver a su hijo, a quien creían muerto. Pero el joven Palin llega acompañado de un visitante inesperado: Raistlin Majere, quien ha vuelto al plano mortal para ayudar en la batalla contra Caos.

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—¡Tío! —llamó Palin desesperadamente—. ¡Los dioses se han marchado! ¿Qué haremos ahora que nos hemos quedado solos?

Raistlin se detuvo y miró atrás. Su piel emitía un tenue brillo metálico a la luz de las nuevas estrellas; sus dorados ojos centellearon.

—No estáis solos, sobrino. Ya lo dijo Steel Brightblade: os tenéis los unos a los otros.

Palin y Usha se quedaron solos, juntos, en la campiña cercana a Solace, una campiña que, con el paso del tiempo, se consideró sagrada.

En este campo, las gentes de Ansalon se reunieron para construir una tumba de piedra traída desde Thorbardin por un ejército de enanos. Era un mausoleo sencillo, elegante, construido con mármol blanco y obsidiana negra. Alrededor de la tumba los humanos plantaron árboles traídos de Qualinesti y Silvanesti por los elfos, dirigidos por su soberano, el rey Gilthas.

Los cuerpos de los Caballeros de Solamnia fueron enterrados dentro de la cripta, al lado de los cuerpos de los Caballeros de Takhisis.

En el centro, Steel Brightblade descansaba sobre un sepulcro hecho de raro mármol negro. Sostenía la espada de su padre en las manos. En otro sepulcro, tallado en mármol blanco, yacía el cuerpo de Tanis el Semielfo, vestido con ropas verdes y coselete de cuero. A su lado estaba la Vara de Cristal Azul, colocada allí por los hijos de Riverwind y de Goldmoon.

La cripta fue cerrada y sellada con dobles puertas hechas de plata y oro. Los Caballeros de Solamnia hicieron cincelar en una de las hojas una rosa, y en la otra, un lirio. Los nombres de los caballeros fueron grabados en los bloques de piedra.

Pero sobre las puertas se puso sólo un nombre en memoria de uno de los héroes de Ansalon más famosos: Tasslehoff Burrfoot.

Debajo de su nombre, se cinceló una jupak.

La tumba de los Últimos Héroes, se la llamó, y con ella se conmemoró a todos aquellos que habían muerto en la batalla al final de aquel terrible verano.

Lejos de ser un lugar solemne, el mausoleo se convirtió en un sitio bastante alegre, con gran desagrado de los caballeros. Kenders de todos los rincones de Ansalon peregrinaban a este lugar, llevaban a sus hijos y hacían comidas campestres en los terrenos aledaños. Mientras comían, los kenders relataban historias sobre su famoso héroe.

Al cabo de un tiempo —en la siguiente generación, como mucho— resultó que todos los kenders con los que uno se encontraba te mostraban algún objeto interesante, como por ejemplo una cucharilla de plata, y juraban por su copete que poseía todo tipo de poderes maravillosos.

Y cada cual afirmaba que se la había dado su «tío Tas».

Epílogo

Flint Fireforge paseaba de un lado para otro, yendo y viniendo debajo del árbol. Tenía que moverse porque el fuego de la forja se había apagado y el viejo enano estaba helado hasta los huesos. Dio palmadas para calentarse los dedos, pateó el suelo para hacer entrar en calor los pies, y rezongó y protestó para caldearse la sangre.

—¿Dónde se habrá metido ese condenado kender? Dijo que vendría aquí. Llevo esperando ni se sabe el tiempo. Hace siglos que Tanis y Sturm se marcharon, y tampoco tengo ni idea de dónde están metidos. Probablemente sentados en alguna bonita y agradable posada tomándose uno o dos vasos de vino caliente, charlando sobre los viejos tiempos. ¿Y dónde estoy yo? —El enano resopló.

»En ninguna parte, ahí es donde estoy. Debajo de un árbol moribundo, junto a una forja fría, esperando a un kender cabeza de chorlito. ¿Y en qué anda entretenido? ¡Ah, yo te lo diré! —Flint estaba tan ofendido que se había puesto rojo como un tomate—. Seguramente metido en la cárcel. O puede que algún minotauro lo tenga colgado por el copete. O que algún mago iracundo lo haya convertido en una lagartija. O quizá se haya caído a un pozo, como le pasó aquella vez al intentar coger su propio reflejo, y luego me tocó a mí sacarlo, sólo que también me hizo caer dentro. Si no hubiera sido por Tanis...

Flint continuó refunfuñando, paseando, dando palmadas y pateando el suelo. Tan absorto estaba en sus rezongos, sus idas y venidas, sus palmoteos y patadas que no reparó en que había alguien detrás de él.

Un kender, vestido con chillonas calzas amarillas y una camisola roja y verde, al que le colgaban por todas partes saquillos llenos a reventar, se había aproximado con sigilo hasta Flint, y, conteniendo la risa, lo imitaba.

El kender paseó, dio palmadas y pateó el suelo casi pisándole los talones a Flint hasta que el enano —frenándose inesperadamente para encender su pipa— metió la mano en la bolsa de tabaco y se encontró con que ya había otra mano dentro. Un rápido recuento de manos lo llevó a la cifra de tres, y el enano lanzó un rugido y giró rápidamente sobre sí mismo.

—¡Te pillé! —Flint agarró al ladrón.

A su vez, el ladrón lo agarró a él.

—¡Flint, soy yo! —Tasslehoff echó los brazos alrededor de su amigo.

—¡Vaya, ya iba siendo hora! —resopló Flint—. ¡Cabeza hueca! ¿Has visto lo que has hecho? Me has tirado la pipa. Vamos, chico, vamos. No te lo tomes así. No tenía intención de gritarte, pero me diste un susto, eso es todo.

Tas intentaba reír y llorar al mismo tiempo, pero descubrió que la risa y el llanto se enredaban y se le hacían un nudo en la garganta, con lo que le costaba trabajo respirar. Flint le palmeó la espalda.

Tras recobrar la respiración gracias a las palmadas de Flint, Tas pudo hablar:

—Por fin estoy aquí. Apuesto a que me echabas de menos, ¿a que sí? —Haciendo caso omiso del rotundo «¡NO!» del enano, Tas siguió con su cháchara:

»También te echaba de menos, aunque he vivido una aventura de lo más maravillosa. Tengo que contártela. —El kender se despojó de los saquillos y los esparció a su alrededor, poniéndose cómodo para sentarse debajo del árbol.

»¿Por dónde empiezo? Ah, sí, ya sé. Por la Cuchara Kender de Rechazo. Me la dio mi...

—¿Se puede saber qué haces? —demandó Flint, puesto en jarras y mirando, furibundo, al kender.

—Descansar debajo de tu árbol —contestó Tas—. ¿Por qué? ¿Qué crees tú que estoy haciendo? —Parecía interesado—. ¿Es algo distinto de lo que yo creo que estoy haciendo? Porque, si es así...

—¡Maldición! —bramó Flint—. No es lo que estás haciendo o lo que crees que estás haciendo, ¡sino lo que no estás haciendo!

Tas miró al enano con expresión severa.

—Lo que dices no tiene sentido. Si crees que no estoy haciendo lo que se supone que debería estar haciendo, y si yo creo que estoy haciendo lo que se supone que no debería estar haciendo, entonces...

—¡Cierra el pico! —chilló el enano mientras se llevaba las manos a la cabeza.

—¿Pasa algo, Flint?

—¡Que me estás produciendo dolor de cabeza, eso es lo que pasa! Bueno, ¿dónde me había quedado?

—Pues, creo que en que yo no estaba haciendo...

—¡Alto! —El enano resollaba—. No quería decir eso. Y levántate, que no tenemos tiempo para vaguear. Hemos de reunimos con Tanis y los demás por allí. —Agitó la mano, vagamente.

—Quizá dentro de poco —dijo Tas mientras se acomodaba aún más—. Estoy muy cansado, y me gustaría reposar justo aquí, si no te importa, debajo de este árbol tan bonito. Bueno, quizá lo sería si no estuviera todo marchito y con un aspecto tan triste. Creo que está tiritando. La verdad es que hace frío aquí. Por lo menos yo tengo frío. ¿Y tú, Flint?

—¡Pues claro que tengo frío! Casi estoy congelado. Si hubieras llegado cuando se suponía que tenías que...

Tas no le prestaba atención, ya que estaba calibrando la situación.

—¿Sabes una cosa, Flint? Creo que la razón de que tú, yo y el árbol tengamos frío (estoy convencido de que eso es lo que le pasa), es que no hay fuego en esa forja.

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