Usha acercó las manos y unió las dos mitades de la Gema Gris con la sangre de Caos atrapada en su interior, y entonces...
Silencio.
Silencio y oscuridad.
Usha no podía ver nada, no oía nada, no sentía nada, ni siquiera el suelo bajo sus pies. El único objeto sólido que percibía era la Gema Gris, sus facetas frías, agudas.
La joya empezó a brillar con una suave luz gris.
Usha la soltó, pero la joya no cayó.
La Gema Gris empezó a flotar, elevándose más y más hacia la oscuridad, y entonces, de repente, explotó.
Millones de esquirlas de reluciente cristal estallaron hacia fuera, extendiéndose, perforando la oscuridad con puntitos luminosos.
Eran estrellas. Estrellas nuevas, desconocidas.
Salió una luna; una única y pálida luna. Su cara era benigna, aunque indiferente.
A su luz, Usha pudo ver.
Caos había desaparecido. Dougan había desaparecido. Alrededor de Usha, por todas partes, estaban los cuerpos de los muertos. Buscó entre los cadáveres hasta encontrar a Palin.
Rodeándolo con los brazos, Usha se tendió junto a él, apoyó la cabeza en su pecho, cerró los ojos para no ver las extrañas estrellas, la fría luna, y buscó reunirse con Palin en la oscuridad.
43
Lluvia. Otoño. Despedida
Una gota de agua fría cayó sobre su frente.
Estaba lloviendo; era una lluvia mansa, fresca, suave. Palin yacía sobre la hierba húmeda, con los ojos cerrados, pensando que sería un día tedioso, gris y encapotado para cabalgar; que su hermano mayor protestaría ásperamente por la lluvia, pronosticando que oxidaría su armadura y estropearía su espada; que su otro hermano se echaría a reír y sacudiría las gotas de su cabello, comentando que todos ellos olían a caballo mojado.
Y él íes recordaría que la lluvia era necesaria, que deberían estar agradecidos de que la sequía hubiera terminado...
La sequía.
El sol.
El ardiente, abrasador sol.
«Mis hermanos están muertos. El sol no se pondrá.»
El recuerdo volvió a él, horrendo y doloroso. El líquido que le caía no era lluvia, sino sangre, y las nubes eran las sombras del coloso que se alzaba, inmenso, sobre él. Palin abrió los ojos con temor, y contempló las hojas de un vallenwood; unas hojas que goteaban lluvia, que empezaban a cambiar de color, adquiriendo las cálidas tonalidades rojas y doradas del otoño.
El joven se sentó y miró a su alrededor completamente desconcertado. Estaba tendido en un campo que debía de encontrarse cerca de su casa, ya que los vallenwoods sólo crecían en un lugar de Ansalon, y ése era Solace. Sin embargo, ¿qué estaba haciendo aquí? Sólo unos instantes antes se encontraba en el Abismo, moribundo.
En la distancia divisó la posada El Último Hogar, su casa, a salvo, intacta. Una fina espiral de humo se alzaba del fuego del hogar, flotando a la deriva, fragante, entre la lluvia.
Oyó un sollozo cerca de él, y bajó la vista.
Usha yacía a su lado, acurrucada como una niña, con un brazo echado sobre la cabeza, protectoramente. Estaba soñando, y, al parecer, eran sueños terribles.
Le tocó el hombro con suavidad, y ella rebulló y lo llamó:
—¡Palin! ¿Dónde estás?
—Usha, soy yo. Estoy aquí —musitó quedamente.
La muchacha abrió los ojos y lo vio. Extendió los brazos y lo atrajo hacia sí, estrechándolo con fuerza.
—Creí que habías muerto. Estaba sola, completamente sola, y las estrellas eran diferentes, y todos habíais muerto...
—Me encuentro bien —dijo Palin, que comprendió, atónito, que realmente era así, cuando lo último que recordaba era un torturante dolor.
Retiró suavemente el hermoso cabello plateado, se miró en los dorados ojos que estaban enrojecidos por las lágrimas.
—¿Estás bien? —preguntó.
—Sí. No... estaba herida. El coloso... Tas... ¡Oh, dioses benditos! —Usha apartó las manos de Palin y se incorporó, tambaleándose—. ¡Tas! ¡El coloso!
Se giró, y empezó a sollozar.
Palin miró detrás de la muchacha, y entonces vio a los muertos.
Los cadáveres de los Caballeros de Solamnia yacían junto a los de los oscuros Caballeros de Takhisis. De todos los que habían volado hacia el Abismo para combatir a Caos y sus horribles legiones no había sobrevivido ninguno. Estaban tumbados, como si descansaran en un plácido sueño, cada hombre con las manos cruzadas sobre el pecho, el semblante relajado y en paz, todo rastro de sangre, miedo y dolor borrado por la mansa lluvia que caía sobre todos por igual.
Atisbando a través de la lluvia, Palin vio que algo se movía. Se había equivocado. Uno de los caballeros aún vivía. El joven pasó deprisa entre las filas de muertos. Al acercarse, reconoció a Steel.
El caballero tenía el rostro cubierto de sangre; estaba de rodillas, tan débil que apenas podía sostenerse. Puso las frías manos de un joven Caballero de Solamnia sobre su pecho, y después, fallándole las fuerzas, Steel cayó sobre la húmeda y agostada hierba.
Palin se agachó junto a él. De una sola mirada abarcó la armadura rota, quemada, manchada de sangre, el pálido semblante, la trabajosa respiración.
—Steel —llamó suavemente—. Primo.
El caballero abrió los ojos, que estaban velados.
—Majere... —Esbozó una fugaz sonrisa—. Luchaste bien.
Palin le cogió la mano. Estaba helada.
—¿Puedo hacer algo por ti para aliviarte?
—Mi espada. —Steel giró la cabeza y miró hacia un lado.
Palin vio el arma, tirada cerca del caballero. La cogió y se la puso a Steel en la mano. El caballero cerró los ojos.
—Ponme junto a los demás.
—Lo haré, primo. —Palin estaba llorando—. Lo haré.
Los dedos de Steel se cerraron sobre la empuñadura de la espada. Intentó, una vez más, levantarla.
— Est Sularis... —apenas sin fuerza musitó las palabras solámnicas, «Mi honor», y con su último aliento finalizó la frase:— oth Mithas —«es mi vida».
—Palin. —Usha estaba a su lado.
El joven alzó los ojos y se limpió la lluvia y las lágrimas.
—¿Qué? ¿Has encontrado a Tas?
—Ven y verás —contestó la muchacha en tono quedo.
Se incorporó. Tenía la túnica empapada con la lluvia, pero el aire era cálido para principios de otoño. Pasó entre los cadáveres de los caballeros, preguntándose, ahora que lo pensaba, qué había ocurrido con los dragones.
Y entonces, con una punzada de miedo, recordó su bastón y el libro de hechizos.
Pero los dos estaban allí; el Bastón de Mago tirado en la hierba, y cerca de él, el libro de hechizos. La encuademación de cuero rojo estaba ennegrecida y chamuscada. Palin la tocó con reparo y levantó la cubierta. No quedaba ninguna página; todas se habían consumido, destruidas con el último conjuro.
El joven suspiró al pensar en la gran pérdida. Sin embargo, estaba seguro de que a Magius lo habría complacido saber que su magia había ayudado a derrotar a Caos. Palin recogió el bastón y se sintió sorprendido y algo alarmado al notar en él algo distinto. La madera, que siempre había sido cálida y grata al tacto, estaba fría, y la superficie era áspera e irregular. Le resultaba incómodo sostenerlo, como si no encajara en su mano. Lo dejó de nuevo en el suelo, aliviado de soltarlo, y se preguntó qué iba mal.
Se dirigió hacia donde Usha estaba parada, con la mirada prendida en un montón de saquillos desperdigados. Palin se olvidó del bastón y se inclinó sobre las posesiones más preciadas del kender.
Repasó los diversos objetos. No reconocía ninguno de ellos; no era de sorprender, tratándose de las bolsas de un kender, y casi había llegado a convencerse de que los bultos pertenecían a algún otro kender que los había abandonado probablemente para huir más rápido, cuando encontró un saquillo del que cayó un envoltorio de mapas.
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