Margaret Weis - La Guerra de los Dioses

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Palin y Tas cruzan el Portal y entran en el Abismo, donde aguarda Raistlin para llevarlos a presenciar un acontecimiento extraordinario: la asamblea de los dioses. En ella, Paladine accede a la petición de la Reina Oscura y de Gilean, que consiste en retirar los dragones del Bien para que los Caballeros de Takhisis se alcen con la victoria y unifiquen bajo un mando único todas las fuerzas de las distintas razas. De esta manera podrán afrontar la lucha contra Caos y evitar la destrucción de Krynn y de todo lo creado.
La Torre del Sumo Sacerdote cae en manos de las fuerzas de la Oscuridad por primera vez en la historia y el dominio absoluto de Ariakan se extiende rápidamente por Ansalon. Entre tanto, Steel Brightblade va a ser ajusticiado por haber dejado escapar a su prisionero, Palin Majere. En la posada El Último Hogar, Caramon y Tika tiene la alegría de volver a ver a su hijo, a quien creían muerto. Pero el joven Palin llega acompañado de un visitante inesperado: Raistlin Majere, quien ha vuelto al plano mortal para ayudar en la batalla contra Caos.

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Tas inhaló hondo otra vez, pero el aire y el resto de sus insultos salieron expelidos con un gran ruido, como si hubiera recibido un golpe en el estómago.

Caos sostenía en su gigantesca mano el sol: una enorme bola de roca flameante, fundida. Los tres sintieron el calor cayendo sobre ellos, chamuscándoles la carne.

—¿Una gota de mi sangre? ¿Es eso lo que queréis? —dijo Caos con una voz tan fría y vacía como el cielo nocturno—. ¿Creéis que así tendréis control sobre mí? —El Padre de Todo y de Nada soltó otra risa rugiente. Empezó a jugar con el sol, lanzándolo al aire despreocupadamente y volviéndolo a coger.

»Jamás me controlaréis. Nunca lo habéis hecho y nunca lo haréis. Construid vuestras fortalezas, vuestras ciudades amuralladas, vuestras casas de piedra. Llenadlas de luz, de música y de risas. Soy el accidente, la plaga y la epidemia. Soy la muerte, la intolerancia, la sequía y la hambruna, la inundación y la glotonería. Y vosotros... —Caos levantó la ardiente esfera, a punto de arrojarla sobre ellos—. ¡Vosotros sois nada!

—¡Te equivocas! —sonó una voz clara y fuerte—. Lo somos todo. ¡Somos la esperanza!

Una Dragonlance, reluciente y plateada, voló por el aire, golpeó en el sol y se quebró. El astro estalló en miles de trozos de roca ardiente, que cayeron al suelo como una lluvia de fuego y se enfriaron al llegar a él.

Caos se volvió.

Los caballeros se enfrentaban a él, colocados en formación de combate, con las Dragonlances equilibradas y listas, las espadas enarboladas; el metal de las armas relucía plateado y rojo. Entre los caballeros había un Túnica Blanca que no llevaba coraza ni manejaba armas.

—¿La esperanza? —Caos soltó otra risotada—. ¡No veo esperanza alguna, sólo desesperación!

Los fragmentos de roca se convirtieron en demonios guerreros, diablos de Caos que estaban formados por los terrores de todos los seres humanos que habían existido. Sin color y moviéndose como pesadillas, los demonios guerreros ofrecían una apariencia distinta a cada persona que los combatía, adoptando aquella que más temía cada cual.

De la fisura salieron dragones de fuego. Creados como escarnecedoras parodias de los verdaderos reptiles, los dragones de fuego estaban hechos de magma; sus escamas, de obsidiana; sus alas y crestas, de llamas; sus ojos, de ascuas ardientes. Exhalaban gases venenosos de las entrañas del mundo, y sus alas soltaban chispas, de manera que prendían fuego a todo aquello sobre lo que volaban.

Los caballeros contemplaron a estos monstruos con desesperación; sus semblantes palidecieron de miedo y consternación cuando las terribles criaturas se lanzaron al ataque. Los estandartes se aflojaron en las manos temblorosas y se inclinaron hacia el suelo.

Caos señaló a los Caballeros de Solamnia.

—¡Paladine está muerto! Lucháis solos. —Se volvió hacia los caballeros negros.

»Takhisis ha huido. También vosotros lucháis solos. —Caos extendió sus inmensos brazos, que parecieron abarcar el universo.

»No hay esperanza. No tenéis dioses. ¿Qué os queda?

Steel desenvainó su espada y la levantó en el aire. El metal no reflejó el fuego, sino que brilló blanco, argénteo, como luz de luna sobre hielo.

—Nos tenemos los unos a los otros —respondió.

42

La luz. La espina. Una daga llamada Mataconejos

—Tengo que dejarte en tierra, Majere —le dijo Steel a Palin—. No puedo luchar contigo detrás.

—Y yo tampoco puedo hacerlo a lomos de un dragón —convino Palin.

Llamarada aterrizó; Steel agarró del brazo a Palin y lo ayudó a desmontar de la silla. El caballero empezó a aflojar los dedos, pero el joven mago sujetó su mano.

—¿Sabes lo que tienes que hacer? —preguntó con ansiedad.

—Tú ejecuta el conjuro, señor hechicero —dijo Steel fríamente—, que yo estoy preparado.

Palin asintió en silencio y estrechó la mano del caballero con fuerza.

—Adiós, primo —dijo.

Steel sonrió. Por un instante, en los oscuros ojos hubo un brillo de afecto.

—Adiós... —Hizo una pausa, y después añadió quedamente:— Primo.

Llamarada remontó el vuelo al tiempo que lanzaba un grito de desafío.

Encendido su propio coraje por las palabras y el ejemplo de Steel, los caballeros de la oscuridad y de la luz alzaron sus estandartes y se lanzaron al ataque.

Caos los esperaba preparado con confusión, locura, terror y dolor. El fuego ardió, y las criaturas de pesadilla farfullaron. Blandiendo las Dragonlances, los Caballeros de Solamnia atacaron a los dragones de fuego. Los reptiles plateados arrostraron las mortíferas llamas para acercar más a sus jinetes. Los caballeros, sudando por el terrible calor, entrecerraron los ojos para resguardarlos del fuerte brillo y arrojaron las lanzas. Su fe y sus fuertes brazos las hicieron volar directas y certeras. Varios de los reptiles de fuego cayeron, desplomándose hacia el suelo, donde explotaron en llamaradas. Muchos de los dragones plateados también cayeron con las caras abrasadas, los ojos ciegos, las alas quemadas, consumidas.

Los caballeros negros combatieron a los demonios guerreros golpeándolos con espadas maldecidas, mientras que los dragones azules luchaban lanzando rayos y con las garras. Pero, cada vez que un arma atravesaba el corazón de un demonio guerrero, el frío del oscuro vacío que había existido antes del principio del tiempo hacía que el metal se quebrara y que la mano que lo blandía se congelara. Los caballeros soportaban el dolor, cambiaban el arma rota de la mano inutilizada a la otra, y continuaban luchando.

Palin estaba bastante detrás de la línea de caballeros y, de momento, no tomaba parte en la batalla. La ferocidad del ataque de los caballeros hizo retroceder a los dragones de fuego y a los demonios guerreros, poniéndolos a la defensiva. Pero no estuvieron mucho tiempo en esa posición. Caos, con un gesto de su gigantesca mano, traía nuevos refuerzos, no de la retaguardia, sino creándolos de los cuerpos de los caídos.

Palin tenía que lanzar su conjuro enseguida. Abrió el libro de hechizos de Magius por la página correcta. Sosteniendo el libro en la mano izquierda y sujetando el Bastón de Mago con la derecha, repasó las palabras del conjuro una última vez. Inhaló, preparándose para pronunciarlas, alzó la vista, y, entonces, vio a Usha.

No había reparado en ella hasta entonces, pues la muchacha había permanecido escondida detrás del altar roto. Pero en este momento se había puesto de pie y contemplaba la batalla con temor, sosteniendo la Gema Gris en las manos. ¿Qué estaba haciendo allí?

Quiso llamarla, pero le dio miedo hacerlo por si atraía la atención del dios sobre ella. Palin deseaba ir a su lado, protegerla, pero tenía que quedarse donde estaba, lanzar el conjuro, proteger a los caballeros.

La magia empezó a bullir y a agitarse en su cabeza; las palabras del conjuro comenzaron a escabullirse, a ocultarse entre las fisuras de su concentración desmoronada. Podía ver las palabras en la página, pero no conseguía recordar cómo pronunciarlas, como darles la entonación que era de trascendental importancia. Se estaban convirtiendo rápidamente en un incomprensible galimatías.

¡El amor es mi fuerza!

De nuevo se vio en aquella horrible playa, presa del pánico, paralizado de miedo por la vida de sus hermanos, deseando ayudarlos tan desesperadamente que había sido un completo fracaso. No servía de nada decirse que la superioridad del enemigo era abrumadora, que estaba herido, que no tenían la menor oportunidad...

Sabía que había fallado. Y ahora estaba destinado a fallar otra vez.

Aprendemos de nuestros errores, sobrino, escuchó decir a una voz suave, susurrante.

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