—Pero tiene que haber algún modo de que podamos derrotar a Caos —comentó Tasslehoff—. Ahora hemos recuperado la Gema Gris. Supongo que no podría sostenerla un momentito, ¿eh? Te la devolvería enseguida...
—¡Apártate! —ordenó Dougan ferozmente mientras apretaba la joya contra su pecho y lanzaba al kender una mirada furibunda—. ¡Vamos, vete allí! No, más atrás. Más...
—Si me alejo más, caeré por el borde de la isla —protestó Tas.
—¡Vete con viento fresco! —rezongó el enano.
—Quédate donde estás —dijo Palin al kender—. Mira, Dougan o Reorx o quienquiera que seas, ¡tenemos que hacer algo!
—La joya destruyó a los seres de sombras —señaló Usha con tono esperanzado.
—No a todos —la corrigió Dougan—. No creo que diera resultado. Los seres de sombras se extenderán sobre el mundo como la más oscura noche, empezando por la Torre del Sumo Sacerdote. Es allí donde Caos imagina que puede golpear con mayor fuerza a sus dos hijos más poderosos, Paladine y Takhisis, ¿comprendéis? Una vez que estén destruidos ambos, y eso ocurrirá si la Torre del Sumo Sacerdote cae, entonces enviará a sus legiones de demonios por el resto del mundo.
—Entonces deberíamos ir a la torre —dijo Palin, frustrado—. Podemos utilizar la Gema Gris para ayudar a los caballeros a derrotar a Caos...
—Los caballeros ya tienen ayuda, chico, aunque quizá no lo sepan. Los otros dioses no se han quedado de brazos cruzados, y sus fuerzas están actuando por todo Ansalon. Pero ésta —Dougan acarició la Gema Gris—, ésta es la clave de todo. Si mi idea funciona, podremos detenerlo y mandarlos a Él y a sus huestes bien lejos.
—Tienes un plan, entonces —dijo Palin.
—¿Dices que queréis hacer algo? —preguntó el enano, mirándolo con expresión astuta.
—Por supuesto —repuso el joven, impaciente—. Queremos hacer cuanto sea posible.
—¿Incluso si es algo tan peligroso que lo más probable es que no salgáis con vida? ¿O que incluso si sobrevivís habréis cambiado para siempre?
—¡Yo voy también! —intervino Tasslehoff, levantando la mano—. ¡Raistlin dijo que podía ir!
—Correré el riesgo. —Usha miró hacia atrás, a los pinos muertos, donde habían estado los seres de sombras—. Nada puede ser peor que eso.
—¿Qué te apuestas? —gruñó el enano.
—Por lo que dices, todo el mundo en Ansalon se enfrentará al peligro. Queremos correr su misma suerte. ¿Qué tenemos que hacer?
Dougan levantó las dos mitades de la Gema Gris, una en cada mano.
—Tenéis que capturar a Caos, volver a meterlo dentro.
—¡Estás loco! —exclamó Palin con voz ahogada—. ¡Eso es algo imposible para nosotros! ¡No somos dioses!
— Es posible, muchacho. Lo he planeado todo. He hablado con los demás y creen que puede funcionar. En cuanto a nosotros, los dioses, tenemos nuestros propios problemas. Paladine ha accedido a ayudarnos si sobrevive. En cuanto a Takhisis, a pesar de su situación desesperada, sigue luchando para dominar el mundo. Haría mucho mejor si luchara por su propia supervivencia, pero está tan ciega de ambición que no lo ve. Se está combatiendo en la Torre del Sumo Sacerdote. —Dougan soltó un suspiro borrascoso.
»Tal vez Takhisis aún pueda ganar. Si lo hace, por fin estará en la cima. Pero tal vez se encuentre a sí misma en la cima de un gran montón de cenizas.
35
El Guerrero Oscuro. Conspiración. La naturaleza del enemigo
Los caballeros combatían bajo el rojo ardiente del sol que no se ponía. La chillona luz teñía las hojas de sus espadas y las puntas de sus lanzas como si llamearan. Los Caballeros de Takhisis se habían concentrado para defender la Torre del Sumo Sacerdote contra un enemigo espantoso, letal.
Los rayos caían desde un cielo despejado; los truenos retumbaban de manera constante. Cada vez que un rayo alcanzaba la falda de la montaña, los árboles, secos como yesca, estallaban en llamas. El humo flotaba como un manto sobre el valle, y, fluyendo debajo del humo, la antinatural oscuridad descendía en oleadas desde las montañas septentrionales, dirigiéndose hacia la muralla norte de la Torre del Sumo Sacerdote. Los caballeros estaban preparados para hacer frente a lo que quiera que fuera, ya que los dragones los habían puesto sobre aviso de que esta oscuridad no era aliada de quienes servían a su Oscura Majestad.
Los dragones, dorados, rojos, azules, plateados y de todos los colores existentes en su especie, informaron que una inmensa fisura se había abierto en el océano Turbulento, y que vomitaba fuego y materia incandescente que hacía que el agua hirviera y se evaporara. De esa fisura procedía la oscuridad.
—Es un vasto río de negrura que fluye sobre las montañas. La devastación que siembra a su paso es peor que la de los incendios —informó un viejo dragón dorado, un líder entre los de su especie—. Toda criatura viviente a la que toca la oscuridad desaparece, se desvanece sin dejar rastro, sin dejar nada tras de sí, ni siquiera un recuerdo.
Ariakan escuchaba, escéptico, sobre todo lo que contaban los dragones dorados.
—¿Qué es esa oscuridad? —quiso saber.
—No lo sabemos, señor —respondió un dragón rojo, joven, recién ascendido al liderato, con las cicatrices de la batalla frescas en su cuerpo—. Jamás habíamos visto nada igual. Sin embargo, puedes juzgarlo por ti mismo, ya que la tenemos encima.
Lord Ariakan se dirigió a su puesto de mando, una posición en las almenas de la Espuela de Caballeros. Como el dragón rojo había dicho, el ataque ya había sido lanzado. Los arqueros situados a lo largo de las murallas disparaban flechas a la oscuridad, que fluía como agua hasta la base de la estructura. Las flechas desaparecían sin dejar rastro y sin causar daño alguno que pudiera apreciarse. La oscuridad subió y empezó a desbordarse por encima de las murallas.
Una compañía de cafres dirigidos por caballeros se situó en formación de defensa y se preparó para atacar a la oscuridad con espada y lanza. Entre sus filas había Caballeros de la Espina y Caballeros de la Calavera, listos para combatir a este nuevo enemigo con magia y plegarias.
—¿Qué demonios...? —juró Ariakan—. ¿Qué ocurre? ¡No puedo ver!
El sol brillaba con fuerza en el horizonte, pero la noche había caído sobre la muralla norte de la Torre del Sumo Sacerdote. Ariakan oyó gritos roncos de terror, chillidos pavorosos que salían de la oscuridad. Pero lo que lo preocupó más era lo que no oía. Ningún sonido de lucha, ningún entrechocar de espada contra escudo, de espada contra armadura, ninguna orden de los oficiales. Escuchó las voces de los hechiceros que empezaban a entonar las palabras de conjuros, pero no oyó que ninguno de ellos lo terminara de pronunciar. Las plegarias de los clérigos, alzándose a su Oscura Majestad, se cortaron de forma repentina.
Finalmente, Ariakan no pudo soportarlo más.
—Voy a bajar —anunció, desestimando las protestas de sus oficiales.
Pero, antes de que pudiera dar un paso, la oscuridad se retiró de manera tan repentina como había llegado. Fluyó hacia atrás por encima de la muralla, descendió al suelo y se deslizó entre los árboles, mezclándose con el humo.
Los caballeros lanzaron vítores al principio, creyendo que sus fuerzas habían hecho retroceder al enemigo. El clamor cesó cuando la fiera luz del sol reemplazó la oscuridad. Entonces se hizo patente que no se trataba de una victoria, que la oscuridad se había retirado por alguna razón.
—¡Por nuestra bendita soberana! —musitó Ariakan, estupefacto, horrorizado.
De los cientos de soldados que habían montado la defensa de la torre en la muralla septentrional, no quedaba ninguno. La única indicación de que había habido alguien allí eran los objetos que habían llevado encima. Petos, yelmos, brazales, camisas, cotas, botas, túnicas grises y negras aparecían esparcidos por las almenas. Encima de un peto había una espada. Cerca de un tocado de plumas, una lanza adornada también con plumas. Sobre una túnica gris yacía un saquillo con pétalos de rosa. Junto a una túnica negra se veía una maza.
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