Margaret Weis - La Guerra de los Dioses

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Palin y Tas cruzan el Portal y entran en el Abismo, donde aguarda Raistlin para llevarlos a presenciar un acontecimiento extraordinario: la asamblea de los dioses. En ella, Paladine accede a la petición de la Reina Oscura y de Gilean, que consiste en retirar los dragones del Bien para que los Caballeros de Takhisis se alcen con la victoria y unifiquen bajo un mando único todas las fuerzas de las distintas razas. De esta manera podrán afrontar la lucha contra Caos y evitar la destrucción de Krynn y de todo lo creado.
La Torre del Sumo Sacerdote cae en manos de las fuerzas de la Oscuridad por primera vez en la historia y el dominio absoluto de Ariakan se extiende rápidamente por Ansalon. Entre tanto, Steel Brightblade va a ser ajusticiado por haber dejado escapar a su prisionero, Palin Majere. En la posada El Último Hogar, Caramon y Tika tiene la alegría de volver a ver a su hijo, a quien creían muerto. Pero el joven Palin llega acompañado de un visitante inesperado: Raistlin Majere, quien ha vuelto al plano mortal para ayudar en la batalla contra Caos.

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—Porque debemos obedecer órdenes sin opinar en un sentido o en otro sobre ellas. Y lo que te he dicho son chismorreos, nada más —replicó Trevalin malhumorado. Después se relajó y sonrió—. En otras palabras, yo no puedo decir nada oficialmente, pero tú podrías hacer correr la voz, Brightblade.

—¡Nuestra soberana nos eligió! —se dijo Steel con júbilo mientras cruzaba las puertas de bronce que conducían a la Trampa de Dragones.

Pero resultó difícil mantener la sensación de orgullo, el regocijo de saber que habían sido seleccionados, elegidos especialmente, cuando la oscuridad de la Trampa de Dragones se cerró sobre ellos, los aisló del resto de sus compañeros, los envolvió en su sudario.

Se sentaron o permanecieron de pie, sumidos en un silencio roto sólo por el toque de trompeta llamando a la batalla, una llamada que tenían prohibido responder.

Steel se obligó a sentarse tranquilamente, a la espera de órdenes. Miró con desaprobación a los caballeros que recurrían a pasear con nerviosismo por la cámara, y les ordenó que se calmaran, se pusieran cómodos, y conservaran las energías. Pasó la primera hora limpiando y puliendo su espada, la espada de su padre, admirando de nuevo la maestría de su elaboración que ni siquiera igualaban los maestros espaderos contratados por su señoría. El propio Ariakan había dicho que era una de las mejores armas que había visto nunca.

En realidad la espada no necesitaba que la limpiara, ya que Steel daba un excelente cuidado a sus armas, pero pulir el magnífico metal le proporcionaba algo constructivo que hacer y que era, al mismo tiempo, relajante. Empezó a pensar en su padre y en los relatos que había oído contar sobre su valor. Sus pensamientos viajaron más atrás en el tiempo, y Steel se preguntó cómo habrían sido los otros caballeros que habían llevado esa espada con honor y gloria. ¿Estarían reunidos ahora todos los Brightblade? ¿Se encontrarían alineados detrás de su líder, Paladine, preparándose para entrar en batalla? Los antepasados Brightblade habían combatido en nombre de Paladine; su representante vivo, Steel, lo hacía por Takhisis. Pero el joven caballero no veía gran diferencia; era la otra cara de una misma moneda.

Imaginó el fragor de la batalla que debía de estar sosteniéndose en el Abismo, los dioses agrupándose para combatir a Caos, y su reina al frente de sus temibles legiones, conduciéndolas a la victoria. Su corazón se inflamó de orgullo y veneración; musitó una plegaria a Takhisis mientras trabajaba, pidiéndole que le concediera una pequeña fracción de su inmenso coraje. Casi envidiaba a los muertos, que tendrían el privilegio de combatir al lado de su Oscura Majestad.

La primera hora de espera transcurrió bastante deprisa con sus ensoñaciones y su trabajo. La segunda la pasó sentado en el suelo de piedra, sudando con el calor que había logrado filtrarse incluso hasta la zona más profunda de la torre, y escuchando los sonidos de la batalla que llegaban desde arriba. Los otros caballeros también escuchaban, especulando sobre lo que estaría ocurriendo. Los sonidos eran imprecisos, apagados y distorsionados, ahogados por el retumbar de los truenos que sacudían la torre hasta sus cimientos, el salvaje clamor de las trompetas, el sordo y rítmico latido de las máquinas de guerra. De vez en cuando, podían oír, alzándose sobre todo lo demás, un alarido terrible: el grito de muerte de un dragón. Cuando esto ocurría, los caballeros se sumían en el silencio y miraban fijamente el suelo de piedra.

El tiempo pasó y no hubo noticia alguna. Ningún mensajero jadeante bajó presuroso la escalera para ordenarles que ensillaran sus dragones y remontar el vuelo.

En la tercera hora, todos los sonidos cesaron de repente. Se hizo un pavoroso silencio. Las partidas de dados que se estaban jugando fueron interrumpidas. Todos los conatos de conversaciones se cortaron. Trevalin se acercó a las puertas de bronce, cerradas y atrancadas, y las contempló fijamente, con el semblante tenso y sombrío. Steel no pudo soportar la tensión por más tiempo; se puso de pie y empezó a pasear impacientemente, chocando con otros que hacían lo mismo.

Sintió que algo húmedo le caía en la frente. Se llevó la mano a ella, la retiró, se miró los dedos, y soltó un grito ronco.

—¡Que alguien traiga una antorcha! ¡Deprisa! —ordenó.

Le trajeron varias, y los hombres se arremolinaron en torno a él, nerviosos.

Trevalin se abrió paso a través del círculo de caballeros.

—¿Qué pasa? ¿A qué viene este alboroto? Apartaos...

—Será mejor que veáis esto, subcomandante —dijo Steel—. Dirige esa luz hacia aquí.

Uno de los caballeros bajó la antorcha, y el resplandor brilló en un charco que se estaba formando sobre el suelo de piedra. En el súbito silencio que se hizo, todos pudieron escuchar el incesante goteo.

Trevalin se agachó sobre una rodilla, mojó las puntas de los dedos en el charco, y alzó la mano hacia la luz.

—Sangre —dijo quedamente mientras levantaba la vista al techo. Trevalin se puso de pie—. Voy a subir ahí —anunció, y varios de los caballeros lanzaron vítores.

»Callad de una vez —ordenó, colérico—. Aprestad las armas y estaos preparados. Brightblade, ven conmigo.

Los otros se dispersaron rápidamente, contentos de hacer algo, aunque sólo fuera abrocharse los talabartes y las armaduras. Steel acompañó a su superior hasta las puertas.

—Quedas al mando mientras estoy ausente —dijo Trevalin. Guardó silencio, pero no se marchó; miró de nuevo a las puertas y otra vez hacia la cámara, como si estuviera decidiendo si hablar o no. Finalmente, en voz baja, añadió:— Brightblade, ¿has notado algo extraño? ¿Algo sobre la Visión?

Steel asintió una vez con la cabeza, lentamente.

—Había confiado en estar equivocado, subcomandante —dijo, también en voz queda—. Esperaba ser sólo yo.

—Aparentemente, no —suspiró Trevalin—. Parece que ya no puedo verla. ¿Y tú?

—Tampoco, subcomandante.

Trevalin sacudió la cabeza, y se puso los guanteletes.

—Estoy desobedeciendo órdenes directas al hacer esto, pero sin la Visión para guiarme... Algo va mal. Tal vez esté en nuestras manos arreglarlo, si podemos. Esperadme aquí, no tardaré.

Trevalin cogió una antorcha, levantó la pesada tranca de las puertas, las abrió, y salió. Steel se quedó en el umbral, siguiendo con la mirada la luz que se alejaba por el corredor hasta que el resplandor desapareció. Continuó en el mismo sitio, con una de las puertas entreabierta un rendija, esforzándose por oír algo.

Los otros caballeros se reunieron con él, formando un semicírculo a su alrededor. Permanecieron en silencio, salvo por el tintineo de alguna armadura al moverse un caballero, y el sonido acompasado de las respiraciones.

Y entonces el resplandor reapareció al final del corredor. La luz vacilaba, como si la mano que sostenía la antorcha estuviera temblorosa, insegura. El ruido de las pisadas era vacilante, como si arrastraran los pies. Trevalin apareció, apoyándose contra la pared. Caminaba lentamente; se detuvo, miró a sus hombres con los ojos turbios, vacíos de expresión, como si no supiera quiénes eran ni qué hacían allí.

Su semblante estaba ceniciento bajo la luz de la antorcha, que de repente cayó al suelo. Siguió ardiendo allí, chisporroteando y echando humo. Nadie se movió para recogerla.

—Subcomandante —dijo Steel—. ¿Qué ocurre? ¿Qué pasa ahí fuera?

—Nada —contestó Trevalin con una voz sin inflexiones—. Todos están... muertos.

Nadie habló, aunque alguien inhaló con un sonido siseante.

Trevalin cerró los ojos con un gesto de dolor, y unas lágrimas asomaron entre sus párpados.

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