Margaret Weis - La Guerra de los Dioses

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Palin y Tas cruzan el Portal y entran en el Abismo, donde aguarda Raistlin para llevarlos a presenciar un acontecimiento extraordinario: la asamblea de los dioses. En ella, Paladine accede a la petición de la Reina Oscura y de Gilean, que consiste en retirar los dragones del Bien para que los Caballeros de Takhisis se alcen con la victoria y unifiquen bajo un mando único todas las fuerzas de las distintas razas. De esta manera podrán afrontar la lucha contra Caos y evitar la destrucción de Krynn y de todo lo creado.
La Torre del Sumo Sacerdote cae en manos de las fuerzas de la Oscuridad por primera vez en la historia y el dominio absoluto de Ariakan se extiende rápidamente por Ansalon. Entre tanto, Steel Brightblade va a ser ajusticiado por haber dejado escapar a su prisionero, Palin Majere. En la posada El Último Hogar, Caramon y Tika tiene la alegría de volver a ver a su hijo, a quien creían muerto. Pero el joven Palin llega acompañado de un visitante inesperado: Raistlin Majere, quien ha vuelto al plano mortal para ayudar en la batalla contra Caos.

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—Como ordenéis, majestad —repuso Ariakan. Volvió a mirar por la ventana, hacia la antinatural oscuridad—. Pero primero tenemos que defender la Torre del Sumo Sacerdote contra el enemigo. ¿Podéis decirme algo sobre este adversario, majestad? ¿Qué es?

—Son seres de sombras, criaturas creadas con la esencia de Caos. No tienen forma ni consistencia. Mirarlos es hundirse en el olvido. Cuando atacan, asumen la forma de su oponente, exacta en cada detalle. Cuando hablan, sus palabras son de desesperación y desaliento, privando a sus enemigos del deseo de luchar. Si tocan a un ser mortal, lo reducen a nada.

»Y con la siguiente oleada vendrán demonios guerreros. Estos son criaturas tan frías como la vasta y vacía oscuridad del espacio. Si una espada los golpea se rompe en pedazos, como si fuera de cristal. Si un hombre los toca con la mano, ésta se quedará entumecida, muerta, y jamás volverá a recobrar el calor.

»Entre estas tropas están los dragones de fuego, que tienen garras llameantes y el aliento tóxico y sulfúreo. Éstos son los enemigos a los que os enfrentaréis, los enemigos a los que debéis derrotar.

—¿Cómo vamos a derrotar a semejantes criaturas, majestad? —preguntó Ariakan, con expresión sombría.

—Como son criaturas sin forma ni sustancia, nacidas de Caos, se las puede destruir con cualquier arma forjada que haya sido tocada por uno de los dioses. Todas las espadas de tus caballeros han recibido mi bendición. Estas armas matarán a los seres de sombras. Los caballeros tienen que evitar mirar a los ojos a estos seres; pero, al mismo tiempo, tienen que acercarse lo bastante a ellos para descargar el golpe. En cuanto a los demonios guerreros, un arma forjada deshará la magia, pero el golpe que descargue será el último, ya que el arma sera destruida, y dejará indefenso al caballero que la maneje.

—¿Y qué pasa con mis hechiceros? ¿Y con vuestros clérigos?

—Los conjuros de luz impedirán que los seres de sombras adopten la forma de su enemigo; los de fuego, los destruirán, pero los hechiceros tienen que ser capaces de cerrar sus mentes a las voces letales o serán exterminados. En cuanto a los clérigos, cualquier objeto sagrado que toque a un guerrero demonio lo arrojará al olvido, pero el objeto se perderá, sacrificado.

Ariakan guardó silencio, pensativo. Luego asintió con la cabeza.

—Empiezo a entender por qué vuestra majestad quiere que haya tropas en reserva. Esta batalla nos debilitará considerablemente.

—Debilitará a todo el mundo, Ariakan —replicó Takhisis—. Y en eso radica nuestra victoria definitiva. Reinaré como única soberana. Adiós, mi buen servidor.

La diosa extendió su mano enguantada. Ariakan cayó de rodillas nuevamente para recibir su bendición.

—¡Combatiremos hasta la muerte, majestad! —afirmó con fervor.

La Reina Oscura retiró la mano. Estaba disgustada.

—Tengo almas de sobra, Ariakan —dijo fríamente—. Es a los vivos a los que quiero.

El mandatario inclinó la cabeza, abrumado por la reprimenda.

Cuando volvió a levantarla, la reina se había marchado.

36

Órdenes. Esconderse

—¿Qué estáis diciendo? —demandó Steel, furioso, olvidando la disciplina en su amargo desencanto—. Trevalin, no podéis hablar en serio.

Los otros caballeros de la garra, reunidos en torno a su oficial, hicieron eco de la protesta de Steel.

—Esto me gusta tan poco como a vosotros, pero he recibido órdenes —dijo Trevalin—. Tenemos que ocultarnos en la Trampa de Dragones, no tomar parte en la batalla, quedarnos allí hasta recibir nuevas órdenes. Y —añadió, clavando en sus hombres una mirada severa—, debemos guardar esto en secreto. Habrá pena de muerte para cualquier hombre que hable sobre el asunto fuera de esta garra.

—Se nos está castigando —dijo uno de los caballeros.

—¿Qué hemos hecho para disgustar a nuestro señor? —preguntó otro.

—¡Escabullirnos en secreto, ocultarnos en la oscuridad como apestosos gullys!

—La gente hará canciones sobre el valor de nuestros compañeros, y...

—¡También las harán sobre nuestra deshonra!

—Basta ya, caballeros. Mis órdenes vienen directamente de lord Ariakan —dijo Trevalin con tono cortante—. Tiene un plan en mente. Nuestra obligación es obedecer, no cuestionar sus decisiones. Si tenéis alguna queja, os sugiero que se la expongáis a su señoría.

Aquello acalló las protestas; al menos, las pronunciadas en voz alta. Los caballeros intercambiaron miradas descontentas, ceñudas, pero no dijeron nada.

Debido a la necesidad de mantener en secreto la reunión, Trevalin había llevado a sus hombres al barracón de la garra, lejos del grueso del ejército. Echó un vistazo por la ventana. El sol empezaba por fin a ponerse, y brillaba luctuosamente en el horizonte, como si el astro detestara perderse la inminente batalla. La torre se preparaba para el siguiente ataque, vaticinado por las inmensas manchas de oscuridad que se deslizaban por la ladera de la montaña, filtrándose alrededor de las murallas. Ahora se podían ver ojos en la oscuridad, ya que los guerreros demonios marchaban entre los seres de sombras. Sólo ojos, nada más. Eran rojos, horrendos, con un brillo de muerte.

La Visión permitía que cada caballero compartiera la descripción de su Oscura Majestad de los seres de sombras y los guerreros demonios, y de cómo derrotarlos. Los Caballeros del Lirio preparaban a sus dragones para el vuelo; los Caballeros de la Calavera otorgaban la bendición de su soberana a armaduras, escudos, y armas; los Caballeros de la Espina acopiaban los componentes de hechizos y aprendían de memoria los conjuros. La garra de Steel estaba preparada para salir y esconderse.

—Es hora de ponernos en marcha —anunció por fin Trevalin, de mala gana—. No diré si hay alguna pregunta, porque no podría responderla si la hubiera. Tenemos que estar en nuestros puestos, en la Trampa de Dragones, antes de una hora. Debido a la necesidad de actuar en secreto, id allí solos o en parejas, y dirigios por rutas diferentes. El caballero oficial Brightblade os las asignará.

Sombríos, los caballeros se prepararon para dirigirse a su nueva posición, «en un sótano con las ancianas y los niños», como dijo uno de ellos, aunque con cuidado de que Trevalin no lo oyera.

A Steel lo enfurecía perderse la batalla y todo lo demás, pero, tras su primer arrebato, no volvió a decir nada. Había recuperado su rango, de nuevo era el segundo al mando en su garra y, como caballero oficial, se esperaba que le diera a Trevalin su respaldo incondicional e incuestionable. Steel organizó a los caballeros de su garra, dio a cada grupo instrucciones de su ruta correspondiente, escuchó sus quejas, hizo cuanto pudo para aplacarlos hablando de «fuerzas de choque» y «misiones secretas». Cuando se hubo marchado el último contingente, fue a informar a Trevalin.

—No andas muy descaminado con esos comentarios, ¿sabes? —dijo el subcomandante en voz baja mientras los dos se dirigían hacia la Trampa de Dragones—. Por lo que he podido averiguar, se nos mantiene en reserva para encargarnos de alguna misión importante encomendada a lord Ariakan personalmente por su majestad. Supe por uno de los guardias personales de su señoría que la reina se reunió con nuestro señor en el Nido del Martín Pescador, y que mantuvieron una conversación. El guardia lo sabe porque vio a Ariakan subir solo allí y, después, oyó a dos personas hablando, una de ellas una mujer con una voz como el toque de difuntos. Cuando Ariakan bajó, estaba pálido y tembloroso, como un hombre al que le ha caído un rayo. Fue poco después de eso cuando se impartieron las órdenes.

Steel sonrió, complacido.

—¿Por qué no se lo decís a los demás? Los haría sentirse mucho mejor.

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