Станислав Лем - La fiebre del heno

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La fiebre del heno: краткое содержание, описание и аннотация

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Una agencia de detectives requiere los servicios de un astronauta norteamericano retirado para que ayude a esclarecer una serie de misteriosas muertes acaecidas en un balneario en Nápoles. Varias personas han enloquecido y algunas se han suicidado sin que se conozca motivo para ello; otras parecen haber muerto accidentalmente. Todas las víctimas eran extranjeras, viajaban solas, rondaban la cincuentena y padecían algún tipo de alergia. Tanto la policía local como la Interpol consideran que no hay pistas suficientes como para afrontar el caso con garantías, hasta que empieza a cundir la idea de que en cierto modo las muertes obedecen a algo más perverso. ¿Está sujeto el asesinato al juguetón capricho de las leyes de la probabilidad y el caos?
La nueva y premiada obra maestra del genio polaco de la ciencia ficción, Stanisław Lem: una fábula metafísica con tintes detectivescos del autor de «Solaris». cite New York Times Books Review

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La climatización de la sala no era perfecta: en muchos rincones hacía un frío glacial, mientras que en otros reinaba el calor propio de un horno. En el pasillo de los vuelos a París soplaba un aire más cálido, por lo que me eché la chaqueta al hombro. También esto fue una feliz inspiración. Cada uno de nosotros recibía un «pase Ariadna», una funda de plástico para el billete que incluía un resonador electrónico. Sin él no se podía subir al avión. Justo detrás del torniquete del pasillo empezaba una escalera mecánica, tan estrecha que era preciso ir en fila india. El ascenso recordaba un poco al Tívoli y un poco a Disneylandia. Una vez arriba, los peldaños se unían a una cinta transportadora que atravesaba la sala por encima, en un océano de luces de neón. El suelo no se veía, pues estaba sumido en la oscuridad. Ignoro cómo habían conseguido este efecto. Después del Puente de los Suspiros, la cinta describía una curva y se convertía de nuevo en una escalera, que conducía hacia arriba con una inclinación bastante pronunciada y atravesaba la misma sala; esta solo podía reconocerse por los apuntalamientos del techo, ya que cada cinta transportadora tenía a ambos lados una chapa de aluminio decorada con dibujos mitológicos. Esto es todo cuanto pude saber del recorrido. Su idea básica era sencilla: el carnet del pasajero que lleva algo sospechoso emite un sonido continuado. El sujeto así desenmascarado no puede escapar, porque la cinta transportadora es demasiado estrecha; los múltiples pasillos que hay sobre el vestíbulo tienen la misión de desmoralizarle y obligarle a deshacerse del arma. En el vestíbulo hay letreros en los que se advierte en veinte lenguas que introducir armas o explosivos a bordo o aterrorizar a los pasajeros equivale a arriesgar el pellejo. Esta enigmática amenaza se insinúa de diversas maneras: yo había oído hablar de tiradores profesionales ocultos tras las paredes de aluminio, pero no di crédito a este rumor.

Era un vuelo chárter, pero en el Boeing había más plazas de las solicitadas, por lo que se pusieron a la venta los billetes restantes. Y alguien que, como yo, había comprado el billete en el último momento, se vio implicado en la misma confusión. El Boeing había sido fletado por un consorcio bancario, pero mis vecinos de la escalera mecánica no tenían el aspecto de empleados de banca. La primera en pisar los escalones fue una anciana con bastón, después una rubia con un perro, yo, una niña y un japonés. Cuando miré hacia abajo, vi periódicos desplegados en manos de varios pasajeros. Yo prefería mantener los ojos bien abiertos y por ello metí mi Herald doblado bajo los tirantes, como un quepis.

La rubia llevaba unos pantalones guarnecidos con perlas, tan estrechos que se le marcaban las bragas, y sostenía en el brazo un perro de trapo que parecía vivo porque abría y cerraba los ojos. La chica me recordó a la rubia de la revista que me había acompañado durante el viaje a Roma. La niña, de ojos avispados, toda vestida de blanco, semejaba una muñeca. El japonés, no mucho más alto que ella, era el típico turista ávido e iba acicalado de pies a cabeza, como si acabara de salir del taller de un excelente sastre. Sobre la chaqueta a cuadros que llevaba abrochada se cruzaban las correas de un transistor, unos gemelos y una gran cámara Nikon-Six. Cuando me volví, estaba destapando esta última, como si se propusiera fotografiar las maravillas del Laberinto. Los peldaños se convirtieron en cinta lisa al tiempo que se oía un penetrante pitido. Procedía del japonés. La muchacha se apartó un poco de él, inquieta, y apretó contra su pecho el monedero y el billete, mientras él, sin cambiar de expresión, aumentaba el volumen de su radio. Tenía que ser muy ingenuo si creía que con ello ahogaría el pitido. Este fue el primer aviso. Nos deslizábamos por encima del gran vestíbulo. En ambos lados de la cinta brillaban a la luz de los tubos de neón las imágenes de Rómulo, Remo y la loba, y el billete del japonés pitaba de manera ensordecedora. Un estremecimiento recorrió a las personas allí congregadas, aunque nadie profirió el menor sonido. El japonés pestañeó y durante bastante rato se quedó como petrificado, oyendo el pitido cada vez más alto; la frente se le perló de sudor. Se sacó el billete del bolsillo e inició una lucha desesperada contra él. Lo zarandeó como un loco a la vista de todos, aunque nadie abrió la boca. Ninguna de las mujeres gritó. En cuanto a mí, solo tenía interés en saber cómo lo sacarían de entre nosotros. Cuando se terminó el Puente de los Suspiros y la cinta describió una curva, el japonés se agachó tanto que dio la impresión de que se lo había tragado la tierra. Tardé un poco en darme cuenta de lo que hacía. Sacó de la funda la cámara Nikon y la abrió. La cinta se deslizaba de nuevo en línea recta, pero ahora empezaron a formarse peldaños que se convirtieron en una escalera, pues el segundo Puente de los Suspiros era en realidad una escalera que cruzaba una vez más el gran vestíbulo. Cuando el japonés se enderezó, en la Nikon apareció un objeto ovalado, refulgente, como espolvoreado de cristales de azúcar, un cilindro que apenas se podía abarcar con la mano. Era una granada no metálica, de corindón, con una funda en la que había dientes perforados, y sin mango. Dejé de oír el pitido del billete. El japonés apretó contra sus labios con ambas manos el fondo de la granada, como si quisiera besarla, y cuando se la apartó de la cara comprendí que había sacado la espoleta con los dientes: ahora la tenía entre los labios. Di un salto, pero solo rocé la granada con la mano, porque el japonés se lanzó violentamente hacia atrás, derribando a varias personas y golpeándome en la rodilla. Di con los codos doblados en la cara de la niña, el propio impulso me lanzó contra la barandilla, choqué de nuevo con la niña y la arrastré conmigo al caer desde el puente y precipitarme en el vacío. Después sentí un duro golpe en los riñones y ambos caímos de la luz hacia la oscuridad.

Esperaba caer sobre arena. Los periódicos no habían dicho de qué estaba compuesto el suelo del vestíbulo, solamente habían subrayado que la explosión no había causado ningún desperfecto. Así pues, yo contaba con arena, y por ello intenté juntar las piernas durante la caída. Pero en lugar de arena noté algo blando, elástico, húmedo, que bajo mi peso se hundía como la espuma, y bajo esta espuma me encontré en un líquido glacial. Al mismo tiempo me llegó hasta la médula el trueno de la detonación. Había perdido a la niña. Tenía las piernas metidas en lodo o fango, y me hundía en él mientras intentaba nadar con brazadas desesperadas, hasta que por fin la serenidad acudió en mi ayuda. Disponía de un minuto, tal vez un poco más, para salir de allí. Primero pensar, luego actuar. Debía de ser un recipiente que, por su forma, impedía la acumulación de la onda compresiva. Así pues, no era un plato, sino más bien un embudo, forrado con una masa resbaladiza y lleno de agua cubierta por una gruesa capa de espuma amortiguadora.

En vez de esforzarme por subir, ya que estaba hundido por encima de las rodillas, me agaché como una rana y palpé el suelo con los brazos extendidos. Se elevaba por el lado derecho. Utilicé las manos como dos palas planas y traté de arrancar las piernas de aquella pasta viscosa; era un esfuerzo enorme. Continué arrastrándome por la pendiente inclinada, usé de nuevo las manos como palas y me impulsé hacia arriba como si estuviera en un declive nevado, solo que allí se podía respirar.

Seguí impulsándome hacia arriba hasta que empezaron a estallar contra mi rostro gruesas burbujas y, medio asfixiado, respirando con dificultad, emergí en una penumbra llena de gritos, proferidos por la gente que había encima de mí. Miré a mi alrededor, con la cabeza sobresaliendo apenas de la viscosa espuma. La niña no estaba allí. Inspiré profundamente y me sumergí con los ojos cerrados; el agua contenía algo que quemaba como el fuego. Volví a emerger y me sumergí de nuevo por tres veces, y entonces noté que las fuerzas me abandonaban, pues me resultaba imposible tomar impulso en aquel suelo de fango y tenía que mantenerme encima de la espuma para evitar que me absorbiera. Ya había perdido toda esperanza cuando agarré por casualidad sus largos cabellos. La espuma hacía su cuerpo resbaladizo como el de un pez. Cuando pude cogerla por la blusa, esta se me rompió entre los dedos.

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