Станислав Лем - La fiebre del heno

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Una agencia de detectives requiere los servicios de un astronauta norteamericano retirado para que ayude a esclarecer una serie de misteriosas muertes acaecidas en un balneario en Nápoles. Varias personas han enloquecido y algunas se han suicidado sin que se conozca motivo para ello; otras parecen haber muerto accidentalmente. Todas las víctimas eran extranjeras, viajaban solas, rondaban la cincuentena y padecían algún tipo de alergia. Tanto la policía local como la Interpol consideran que no hay pistas suficientes como para afrontar el caso con garantías, hasta que empieza a cundir la idea de que en cierto modo las muertes obedecen a algo más perverso. ¿Está sujeto el asesinato al juguetón capricho de las leyes de la probabilidad y el caos?
La nueva y premiada obra maestra del genio polaco de la ciencia ficción, Stanisław Lem: una fábula metafísica con tintes detectivescos del autor de «Solaris». cite New York Times Books Review

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Un pequeño incidente cuya única importancia residía en que quedaba cerrado un capítulo y comenzaba el siguiente. En el fresco aire nocturno todo parecía de una claridad antinatural: los coches del aparcamiento, mis pasos, el empedrado, y me fastidió no poder hacerles ni una seña. Hasta ahora había seguido el plan de horario como un alumno las horas de clase, y verdaderamente no había pensado en el hombre que hiciera antes que yo este mismo viaje; que, como yo, se detuviera y tomara café, fuera de hotel en hotel por la Roma nocturna y terminara su viaje en el Hilton, de donde ya no salió vivo. Ahora, el papel que estaba representando se me antojó una burla, como si quisiera desafiar al destino.

Un joven botones, rígido por la propia importancia —quizá solo intentaba exagerar su cansancio—, salió conmigo hasta el coche y tomó en sus manos enguantadas mis polvorientas maletas, y yo sonreí, distraído, a sus relucientes botones. El vestíbulo estaba vacío; otro botones colocó mi equipaje en el ascensor, que se elevó con el sonido de una caja de música. Yo aún llevaba dentro el ritmo del viaje, no podía deshacerme de él, como si se tratara de una melodía pegadiza. El botones se detuvo, abrió una puerta de dos batientes, encendió las luces de las paredes y del techo, salón y dormitorio, dejó las maletas en el suelo y me quedé solo. De Nápoles a Roma hay solo dos pasos y no obstante me sentía cansado, pero se trataba de un cansancio diferente de otros, tenso, porque ignoraba qué me depararía la sorpresa siguiente. Me sentía como si hubiera vaciado una lata de cerveza a cucharadas, era algo parecido a una sobriedad embriagada. Recorrí las habitaciones; la cama llegaba hasta el suelo, por lo que podía ahorrarme mirar debajo de ella, y abrí todos los armarios, aunque sabía muy bien que allí no encontraría a ningún asesino; el asunto no era tan sencillo, pero hice lo que debía hacer. Levanté las sábanas y los dos colchones, examiné el travesero; me parecía inverosímil que ya no volviera a bajar de esta cama. Pero qué se le va a hacer, el hombre no funciona democráticamente. El centro de la conciencia, las voces de derecha e izquierda, todo es un parlamento ficticio, pues existen catacumbas que lo hacen retemblar. El Evangelio según Freud. Regulé el aire acondicionado, subí y bajé las persianas; los techos eran lisos, claros, no como en la Posada de las Dos Brujas. Allí el peligro era tangible, francamente macabro, el dosel de la cama caía sobre la persona dormida y la estrangulaba. Aquí no había dosel ni tenaz romanticismo. Sillones, una mesa, alfombras, todo en el lugar adecuado: una decoración corriente y confortable… ¿Había apagado los faros?

Las ventanas daban al otro lado de la calle, por lo que no podía ver el coche. «Estoy casi seguro de que los he apagado, pero si he olvidado hacerlo, que Hertz se preocupe de ello.» Corrí las cortinas, me desnudé, dejé caer los pantalones y la camisa y me quité el sensor con mucho cuidado. Después de la ducha tenía que ponérmelo de nuevo. Abrí la maleta grande; encima de todo estaba la caja del esparadrapo, pero no encontraba las tijeras. Me quedé en medio de la habitación, sintiendo una ligera presión en la cabeza y la mullida alfombra bajo las plantas de los pies. Ah, sí, las había puesto en la cartera. Impaciente, tiré de la cerradura, y junto con las tijeras cayó también una reliquia metida en una funda de plástico, una fotografía, amarilla como el Sahara, del Sinus Aurorae, mi pista de aterrizaje número 1, donde no había aterrizado nunca. La foto estaba sobre la alfombra, ante mis pies desnudos —algo doloroso, necio y significativo a la vez—. La recogí, la contemplé a la luz blanca de la lámpara del techo: a 10 º de latitud norte y 52 º de longitud este; arriba, la mancha del Bosporus Gemmatus, abajo la formación del ecuador. Lugares donde debería haber posado los pies. Me quedé contemplando la fotografía, y finalmente, en lugar de guardarla de nuevo en la cartera, la dejé junto al teléfono de la mesilla de noche y me fui al cuarto de baño.

¡Maravilloso cómo el agua se derramaba sobre mí en centenares de finos chorros calientes! La civilización empieza con el agua corriente. Los retretes del rey Minos de Creta. Un faraón hizo formar una teja con la suciedad que le habían raspado del cuerpo durante toda su vida para que le sirviera de almohada en su sepultura. Las abluciones siempre tienen algo simbólico.

En mi juventud no lavaba nunca un coche que tuviera el menor defecto hasta que estaba reparado; entonces lo limpiaba y pulía hasta darle el máximo brillo. ¿Qué sabía en aquella época sobre el simbolismo de la pureza y la impureza que existe en todas las religiones? Lo único que apreciaba en los apartamentos de doscientos dólares era el cuarto de baño. El hombre se siente como se siente su piel. En el espejo que cubría toda la pared vi mi torso enjabonado con la marca de los electrodos, como si estuviera de nuevo en Houston, y también las caderas, blanquecinas por el slip de baño. Abrí más el grifo y las cañerías gimieron lastimosamente. Calcular las curvaturas de modo que nunca produzcan una resonancia es, por lo visto, un problema casi insoluble de la hidráulica. ¡Cuántos conocimientos inútiles! Por fin me sequé, sin perder mucho tiempo en la elección entre las diversas toallas, y fui desnudo al dormitorio, dejando huellas de humedad tras de mí. Volví a pegarme firmemente el sensor del corazón, pero en lugar de echarme en la cama, me senté sobre ella. Calculé con rapidez: en el termo cabían al menos siete cafés. Antes me habría dormido como una marmota, pero ahora ya sabía qué significa pasarse la noche dando vueltas. En la maleta tenía Seconal, un preparado que se recomendaba a los astronautas y que yo había ocultado a Randy. Adams no lo había tomado; por lo visto dormía perfectamente. Tomar ahora una tableta no sería jugar limpio. Había olvidado apagar la luz del cuarto de baño. Me levanté perezosamente. En la penumbra, la suite parecía mayor. Desnudo, de espaldas a la cama, permanecí indeciso unos segundos: ah, sí, tenía que cerrar la puerta con llave y dejarla en la cerradura. 303, el mismo número. Se habían preocupado de que lo fuera. ¿Y ahora? Busqué el miedo en mi interior. Un sentimiento vago, un poco de vergüenza, pero no había modo de saber de dónde provenía la inquietud. ¿De la perspectiva de una noche de insomnio? ¿Acaso de la agonía? Todos somos supersticiosos, aunque no todos lo sabemos. A la luz de la lámpara de la mesilla volví a observar con detalle todo cuanto me rodeaba, esta vez con resuelta desconfianza. Las maletas estaban medio abiertas; la ropa, diseminada por los sillones. Un auténtico ensayo general. ¿El revólver? Tonterías. Meneé la cabeza con autoconmiseración, apagué la lámpara al acostarme, distendí los músculos y empecé a respirar con regularidad.

La capacidad de conciliar el sueño a una hora determinada había sido una parte esencial del entrenamiento. Y, además, ¿no había abajo dos hombres en el coche que observaban en el osciloscopio cada movimiento de mi corazón y mis pulmones? Con la puerta cerrada por dentro, las ventanas herméticamente aseguradas con cerrojos, ¿qué me importaba que él hubiese dormido a esta misma hora en esta misma cama?

La diferencia entre el Hilton y la Posada de las Dos Brujas era indiscutible. Me imaginé el regreso: sin anunciarme, me detengo ante la casa, o aún mejor, ante la farmacia. Voy a pie, como si viniera de dar un paseo, los chicos ya han vuelto de la escuela y me ven desde la ventana, la escalera resuena bajo sus pasos… Me incorporé de pronto, acababa de ocurrírseme que debía beber un trago de ginebra. Me apoyé en los codos y permanecí un rato dudando. La botella aún estaba en la maleta. Fui a tientas en la oscuridad desde la cama hasta la mesa, busqué bajo las camisas la botella aplanada, vertí un poco de ginebra en el tapón y, al hacerlo, me mojé el dedo. Vacié por completo el tapón de metal, nuevamente con la estúpida sensación de estar actuando en una obra de aficionados. «Hago lo que puedo», me justifiqué ante mí mismo, y volví a la cama, invisible; el torso, los brazos y las piernas desaparecieron, la piel tostada por el sol se fundió con la oscuridad; solo las caderas brillaban como franjas blanquecinas. Me acosté, el alcohol me calentaba el estómago, y propiné un puñetazo a la almohada: «¡A esto has llegado, reservista!». Me tapé hasta el cuello con la colcha —y ahora, deprisa, los ejercicios respiratorios—. Caí en un sopor cuyos débiles restos de desvelo solo es capaz de eliminar una pasividad total. Ya empezaban a rondarme las visiones del sueño. Volaba por el aire. Es interesante que soñara con volar exactamente igual que antes de mi permanencia en la estación espacial, como si las obstinadas catacumbas de mi cerebro se cerrasen ante cualquier corrección de la experiencia. Volar en sueños es algo falseado, porque mientras se vuela el cuerpo conserva su orientación normal, y porque el movimiento de brazos y piernas es tan sencillo como cuando se está despierto, aunque más fácil y fluido. En la realidad las cosas son muy diferentes. Los músculos están fuera de quicio. Si se quiere apartar algo, se empieza a volar hacia atrás, y si uno desea sentarse y lleva las piernas hasta la barbilla, con un movimiento imprudente puede incluso dejarse a sí mismo fuera de combate con las rodillas. El cuerpo se mueve como si estuviera embutido en una camisa de fuerza, y además flota, privado de la resistencia salvadora que la Tierra le ofrece por doquier.

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