Станислав Лем - La fiebre del heno

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La fiebre del heno: краткое содержание, описание и аннотация

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Una agencia de detectives requiere los servicios de un astronauta norteamericano retirado para que ayude a esclarecer una serie de misteriosas muertes acaecidas en un balneario en Nápoles. Varias personas han enloquecido y algunas se han suicidado sin que se conozca motivo para ello; otras parecen haber muerto accidentalmente. Todas las víctimas eran extranjeras, viajaban solas, rondaban la cincuentena y padecían algún tipo de alergia. Tanto la policía local como la Interpol consideran que no hay pistas suficientes como para afrontar el caso con garantías, hasta que empieza a cundir la idea de que en cierto modo las muertes obedecen a algo más perverso. ¿Está sujeto el asesinato al juguetón capricho de las leyes de la probabilidad y el caos?
La nueva y premiada obra maestra del genio polaco de la ciencia ficción, Stanisław Lem: una fábula metafísica con tintes detectivescos del autor de «Solaris». cite New York Times Books Review

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La tormenta había remitido, pero iba oscureciendo; después de Frosinone dejó de llover, el asfalto se secó poco a poco mientras los charcos de la cuneta emanaban un vapor blanco y ondulante en el que penetraba la luz de los faros, y de pronto el sol salió de detrás de las nubes, como si quisiera mostrar el paisaje bajo una nueva luz justo antes de que anocheciera. Bajo el resplandor rosado y ultraterreno, giré hacia el aparcamiento del restaurante del puente de Pavesi. Tiré de la camisa, que tenía pegada al cuerpo, para que no se vieran los sensores, y subí al restaurante. No había visto el Chrysler en el aparcamiento. En el comedor la gente charlaba en una docena de lenguas y comía sin preocuparse de los coches que más abajo se deslizaban como bolas en una bolera. Un cambio repentino se había operado en mí… me había tranquilizado. Ahora todo me daba igual y pensaba en la muchacha como en una historia ocurrida años atrás; me tomé dos cafés y una Schweppes con limón, y tal vez habría seguido ganduleando un rato más de no habérseme ocurrido que me hallaba en un edificio de hierro y cemento que actuaba como una pantalla, por lo que los demás no sabrían cómo me funcionaba el corazón. Estos problemas no existen entre Houston y la Luna.

En el lavabo me limpié las manos y la cara, me peiné y me observé casi de mala gana en el espejo, y otra vez me puse en marcha.

Ahora tenía que volver a ir despacio. Conducía como si hubiera soltado las riendas y el caballo conociera el camino.

Mis pensamientos no se afanaban en ninguna dirección, no me entregué a ninguna fantasía; me desconecté, simplemente, como si no existiera. Antes llamaba a este estado «de cabeza vacía». Sin embargo, la atención no quedaba del todo anulada, ya que me detuve de acuerdo con el plan. Era un buen lugar. Aparqué al pie de una suave colina, en el punto donde la autopista describía un dibujo geométrico para salir frente a la otra ladera. Como a través de un gran portal, reconocí el horizonte donde la franja de cemento se abría camino con un giro enérgico hacia la próxima y prolongada ladera. Aquí el horizonte, allí el trigo. Froté los cristales, y como tenía que abrir el maletero para procurarme más Kleenex, toqué el fondo blando contra el que noté la presión del arma. Como por un acuerdo secreto, casi todos los coches encendieron simultáneamente los faros. Contemplé el amplio paisaje. En dirección a Nápoles brillaban franjas blancas, en dirección a Roma, franjas rojas, como si rodaran por la autopista carbones encendidos. La columna frenó en el fondo del valle, y al hacerlo se convirtió en un rojo centelleante detenido en un tramo de la autopista: una bella imagen de una ola inmovilizada. Si la carretera hubiera sido tres veces más ancha, podría haberse tratado de Texas o Montana. Aunque me hallaba a pocos pasos de la autopista, estaba tan solo que sentí una alegre serenidad. Las personas necesitan hierba, igual que las cabras, pero no lo saben con tanta claridad. Cuando oí zumbar en el cielo un helicóptero invisible, tiré el cigarrillo y subí de nuevo al coche, que aún conservaba un pequeño resto del calor del día.

Detrás de las colinas siguientes, las farolas anunciaban que Roma ya no estaba lejos. Pero mi camino era más largo, ya que tenía que rodear la ciudad. La oscuridad ocultaba a la gente en sus coches, las montañas de maletas sobre los techos adquirían formas extrañas. Todo era importante y anónimo, todo estaba lleno de alusiones, como si al final del tramo esperasen cosas increíblemente significativas. Un astronauta de la reserva ha de ser, al menos en un rincón de su corazón, una mala persona, ya que algo en él está siempre al acecho de que uno de los hombres en activo sufra un percance, y si no está al acecho, es un necio. Un poco más tarde tuve que hacer otra parada —el café, la tableta de Plimasin, la Schweppes y el agua helada hicieron su efecto—; di unos pasos detrás de los matorrales de la cuneta, y el cambio me sorprendió: daba la impresión de que no solo el tráfico, sino también el tiempo se había desvanecido. De espaldas a la carretera y a través del tufo de los gases, olí en la ligera brisa un perfume de flores. ¿Qué haría si ahora tuviera treinta años? En vez de devanarme los sesos, me abroché los pantalones y volví al coche. La llave del contacto me resbaló de los dedos y cayó en la oscuridad, entre los pedales; la busqué a tientas porque no quería encender la luz del espejo. Reemprendí la marcha, ni cansado ni alegre, ni furioso ni tranquilo, apático, un poco decaído, y también un poco maravillado. La luz de las farolas se introducía por el parabrisas, prestaba una palidez blanca a mis manos asidas al volante, y seguía fluyendo hacia atrás. A los lados se deslizaban los rótulos con los nombres de los pueblos, claros como fantasmas, y los añadidos de hormigón se hacían notar con una ligera sacudida… Ahora a la derecha, hacia el cinturón romano, a fin de entrar en la ciudad desde el norte, como él. No pensaba en él, era uno de los once, y la casualidad había querido que fueran precisamente sus cosas las que me habían dado. Randy había insistido en ello, y desde luego tenía razón. Cuando se escenificaba una cosa así, era mejor hacerlo con la máxima exactitud posible. Y en realidad a mí me resultaba indiferente usar las camisas y las maletas de un muerto; si al principio me molestó, fue solamente porque eran las cosas de un extraño. Ahora la carretera estaba casi vacía durante largos trechos y yo tenía continuamente la sensación de que aquí faltaba algo; por la ventanilla abierta entraba un aire lleno de perfume de flores; afortunadamente las gramíneas habían dejado de moverse. Ya no tenía que sorber por la nariz. Psicología por aquí, psicología por allá; el catarro había inclinado la balanza. Yo estaba absolutamente convencido de ello, aunque habían querido persuadirme de que no era así, y realmente tenían razón si se enfocaba el asunto con lógica: ¿acaso crecían hierbas en Marte? En consecuencia, la alergia al polen de las gramíneas no era un inconveniente. No, claro, pero en algún punto de mi historia personal, en las observaciones, debía de figurar: «Alérgico»; en otras palabras, no totalmente válido. Cuando alguien era tildado así, se lo pasaba a la reserva, mejor dicho, era un lápiz que se mantenía tan afilado que al final no podía trazarse con él ni un solo punto. Un Cristóbal Colón de la reserva, ¡qué mal suena!

La larga columna que venía en dirección contraria a la mía me cegaba con sus faros y me hacía cerrar alternativamente el ojo derecho y el izquierdo. ¿Sería posible que me hubiera pasado el desvío? No había visto ninguna salida de la autopista. Sentí una gran indiferencia: ¿qué más podía hacer? Conducir en la noche y basta. Apareció un letrero luminoso, alto y apaisado: «Roma Tiberina». ¡Menos mal! La Roma nocturna tenía más movimiento y más iluminación a medida que me acercaba al centro. Por suerte, los hoteles donde debía buscar habitación estaban muy cerca el uno del otro. En todos extendían los brazos: plena temporada, completo; y yo volvía a aferrarme al volante. En el último hotel quedaba alguna habitación libre; pedí una tranquila, que diera al patio; el conserje me miró de hito en hito, y yo meneé la cabeza y volví al coche.

La vacía entrada del Hilton estaba inundada de luz. Cuando bajé del coche no pude descubrir ningún rastro del Chrysler, y me estremecí al pensar que podían haber sufrido un accidente y que por ello no los había visto en el camino. Cerré mecánicamente la portezuela y entonces vi reflejado en el cristal el brillante radiador del Chrysler. Estaba detrás de la rampa, en la penumbra, entre la cadena y la señal de parada. Caminé hacia el hotel. Al pasar vi el oscuro interior del coche, que parecía vacío, pero el cristal estaba bajado a medias. Cuando me hallaba a cinco pasos de él, vi la punta encendida de un cigarrillo. Quise hacerles una seña, pero me contuve; la mano me tembló, la metí en el bolsillo y entré en el vestíbulo.

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