—¿Estás ahí? —pregunté cuando pude.
—¡Muchacho! —exclamó. Y otra vez—: ¡Muchacho!
No dijo nada más.
Entonces le expuse lo más importante. Tenía que sacar a Fenner de la embajada y venir con él inmediatamente. Tenía que venir cuanto antes, pues estábamos entre dos cordones policiales. El aeropuerto estaba cerrado, pero Fenner lo solucionaría. La niña estaba conmigo. Esperaríamos en el ala izquierda del edificio, junto a la cinta de equipajes E-10, frente a las cabinas telefónicas. Si no estábamos allí, nos encontrarían con los demás pasajeros en la Sección Europa, y si tampoco nos veían allí, estaríamos con toda certeza en la prefectura. Se lo hice repetir todo una vez. Entonces colgué el auricular y me giré, esperando que la niña me sonriera, o que al menos su rostro mostrara cierto alivio, ya que todo había discurrido felizmente; pero ella permaneció rígida y silenciosa. Cuando desvié la vista, me miró de reojo, y pareció que esperaba algo. Entre las cabinas telefónicas había un banco tapizado; nos sentamos en él. Por las paredes de cristal se podía ver el camino de acceso al aeropuerto. Con la luz azul y las sirenas encendidas, pasaron muy juntas varias ambulancias; los coches amarillos del servicio técnico iban en hilera. Desde el interior del edificio se oían frenéticos gritos femeninos, que dominaban el continuo bullicio. Por hablar de algo, pregunté a la niña sobre sus padres, el motivo de su viaje y si alguien la había traído al aeropuerto. Ella contestó evasivamente, con monosílabos, y sin querer revelar su dirección en Clermont, lo cual me disgustó.
Mi reloj de pulsera señalaba la una y cuarenta minutos. Desde la conversación con Randy había pasado más de media hora. Unos hombres de uniforme cruzaron a toda prisa la sala de espera con algo que parecía un soldador eléctrico; no miraron en nuestra dirección. Nuevamente sonaron pasos. Frente a las cabinas se detuvo un técnico, con auriculares, que sostuvo ante cada puerta el pequeño micrófono de un detector de minas. Cuando nos vio, interrumpió su trabajo. Llegaron dos policías y se plantaron ante nosotros.
—¿Qué hacen aquí?
—Esperamos —repuse, fiel a la verdad.
Uno de los carabinieri se fue corriendo y volvió poco después con un hombre alto, vestido de paisano. A su pregunta contesté que esperábamos a un representante de la embajada americana. Él me pidió la documentación. Mientras yo sacaba la cartera, el técnico señaló la cabina frente a la que nos encontrábamos. El cristal estaba empañado por dentro a causa del vapor de nuestras ropas. Nos miraron de hito en hito. El segundo carabiniere me tocó los pantalones.
—¡Mojados!
—¡Sí! —confirmé prontamente—. ¡Empapados!
Nos apuntaron con sus armas.
—No tengas miedo —me apresuré a decirle a Annabelle.
El hombre de paisano extrajo del bolsillo unas esposas y sin ninguna explicación las cerró sobre mi muñeca. El policía tomó a la niña de la mano y esta me dirigió una mirada singular. El hombre de paisano se llevó un walkie-talkie a los labios y dijo algo en italiano, con tanta rapidez que no logré entenderlo. La respuesta lo satisfizo. Nos llevaron por una salida lateral, donde se unieron a nosotros otros tres carabinieri . La escalera mecánica no funcionaba. Bajamos al vestíbulo por una ancha escalinata; a través de los cristales vi una hilera de coches de policía, y ya me preguntaba cuál de ellos sería para nosotros cuando desde la dirección contraria se acercó el Continental negro de la embajada. No recuerdo una ocasión en que me haya alegrado tanto la vista de la bandera norteamericana. Todo ocurrió como en un escenario, nosotros caminábamos esposados hacia la puerta de cristal y los otros entraban en aquel momento en el vestíbulo: Du Bois-Fenner, Randy y el intérprete de la embajada. Su aspecto era cómico, pues Randy iba con pantalones tejanos y los otros dos de esmoquin. Randy se estremeció al verme, se inclinó hacia Fenner y este le habló al intérprete, quien entonces se aproximó a nosotros.
Los dos grupos se detuvieron, y tuvo lugar una escena breve y pintoresca. El intérprete habló con el funcionario civil al que yo estaba esposado. La conversación discurrió en staccato ; el italiano tenía el inconveniente de estar unido a mí por las esposas, y como lo olvidaba continuamente, al gesticular levantaba mi brazo. Aparte de «astronauta americano» y «presto, presto!» no entendía ni una palabra. Finalmente mi cancerbero se dejó convencer y utilizó de nuevo el aparato de radio, por el que también Fenner tuvo el honor de hablar. Tras él volvió a hablar mi vigilante, y de pronto el aparato empezó a emitir palabras y, mientras las oía, el hombre se cuadró. La situación se transformó en una farsa. Me quitaron las esposas, dimos media vuelta y, en el mismo orden que antes, pero con diferentes funciones —los policías eran ahora guardias de honor—, subimos a la primera planta. Pasamos por delante de las salas de espera, llenas de pasajeros sentados sobre sus maletas. Un cordón de hombres uniformados nos abrió paso y por una puerta tapizada de cuero entramos en una oficina atestada de gente.
Un gigante apoplético los hizo salir por otra puerta cuando nos vio llegar; pero aún quedaron unos diez hombres. El apoplético de voz ronca resultó ser el viceprefecto de policía en funciones. Me acercaron una silla; Annabelle ya estaba sentada. Aunque hacía sol, habían encendido todas las lámparas. De las paredes colgaban los planos del Laberinto; una maqueta del mismo se encontraba sobre un carrito, cerca de la mesa, y sobre esta brillaban unas fotos todavía húmedas. Podía imaginarme qué se veía en ellas. Fenner, que se había sentado detrás de mí, me apretó el brazo. Todo se desarrollaba tan bien porque él había telefoneado al viceprefecto desde la embajada. Algunos de los presentes rodeaban la mesa, otros se habían aposentado en el alféizar; el viceprefecto no decía nada, se limitaba a cruzar la habitación de un extremo a otro; de la oficina contigua hicieron venir a una secretaria llorosa. El intérprete nos miraba, ya a mí, ya a la pequeña, dispuesto a acudir en nuestra ayuda, pero mi italiano había mejorado de forma sorprendente. Me enteré de que unos hombres rana habían pescado del agua mi chaqueta y el bolso de Annabelle, por lo que me convertí en el principal sospechoso, e incluso indagaron sobre mí en el Hilton. Yo era el cómplice del japonés; ambos habíamos acordado saltar hacia delante tras la activación de la bomba, a fin de llegar los primeros a la escalera. Pero algo había salido mal, el japonés se inclinó y yo me salvé al saltar desde el puente. A partir de aquí, las opiniones se dividían. Unos consideraban a Annabelle una terrorista, otros opinaban que yo la había raptado para retenerla como rehén. Todo esto lo averigüé de modo extraoficial, ya que el interrogatorio aún no había comenzado: esperábamos al jefe de seguridad del aeropuerto. Cuando este apareció, Randy se erigió en representante de Estados Unidos y dio una explicación sobre nuestra misión. Mientras le escuchaba, yo despegaba discretamente de los muslos mis pantalones mojados. Randy se limitó a decir lo imprescindible, y también Fenner se expresó con brevedad. Dijo que nuestra misión era conocida por la embajada, y que la Interpol estaba también enterada de ella y facilitaría toda la información a sus colegas italianos. Esto fue una jugada inteligente, pues de este modo todos los sentimientos hostiles se desviaron hacia una institución internacional. Naturalmente, nuestra historia no interesó en absoluto a los funcionarios, que solo querían saber qué había ocurrido en las escaleras. Un ingeniero del servicio técnico consideraba incomprensible que yo hubiera podido salir del embudo y del vestíbulo sin un conocimiento previo de las instalaciones, a lo que Randy contestó que no convenía subestimar el entrenamiento de las tropas paracaidistas de la Fuerza Aérea estadounidense, sin mencionar que yo lo había recibido hacía más de treinta años. Seguían oyéndose martillazos y las paredes retemblaban. Los trabajos de salvamento continuaban; se había retirado la parte del puente horadada por la explosión. Hasta ahora habían sido recuperados de entre los escombros nueve muertos y veintidós heridos, siete de ellos muy graves. De pronto empezó a oírse un gran bullicio al otro lado de la puerta; con un movimiento de cabeza, el viceprefecto ordenó a uno de los oficiales que saliera. Cuando este abrió la puerta, vi por una rendija que en el centro del círculo de curiosos había una mesa sobre la cual se hallaba mi chaqueta, toda descosida, y el bolso de Annabelle, igualmente destrozado. El contenido estaba diseminado sobre cuadros de papel blanco y clasificado en montones como fichas de juego. El oficial volvió y abrió los brazos con impotencia: ¡la prensa! Unos tenaces periodistas se introdujeron en la oficina antes de que alguien pudiera impedírselo. Otro oficial se volvió hacia mí:
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