Станислав Лем - La fiebre del heno

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La fiebre del heno: краткое содержание, описание и аннотация

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Una agencia de detectives requiere los servicios de un astronauta norteamericano retirado para que ayude a esclarecer una serie de misteriosas muertes acaecidas en un balneario en Nápoles. Varias personas han enloquecido y algunas se han suicidado sin que se conozca motivo para ello; otras parecen haber muerto accidentalmente. Todas las víctimas eran extranjeras, viajaban solas, rondaban la cincuentena y padecían algún tipo de alergia. Tanto la policía local como la Interpol consideran que no hay pistas suficientes como para afrontar el caso con garantías, hasta que empieza a cundir la idea de que en cierto modo las muertes obedecen a algo más perverso. ¿Está sujeto el asesinato al juguetón capricho de las leyes de la probabilidad y el caos?
La nueva y premiada obra maestra del genio polaco de la ciencia ficción, Stanisław Lem: una fábula metafísica con tintes detectivescos del autor de «Solaris». cite New York Times Books Review

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—Soy el teniente Canetti. ¿Cuál fue la carga explosiva utilizada? ¿Cómo se transportó?

—La cámara tenía un doble fondo. Cuando la abrió, la parte posterior saltó hacia fuera como un muñeco de resorte de su caja. Entonces sacó la bomba.

—¿Conoce usted el tipo?

—He visto bombas similares en Estados Unidos. Parte de la pólvora suele alojarse en el mango. Al ver que carecía de mango supe enseguida que la espoleta había sido manipulada. Se trataba de un shrapnel de gran potencia destructiva. Puede decirse que no contiene metal; la parte exterior consiste en una aleación de carburo de silicio.

—Usted se encontraba casualmente en dicho lugar de la escalera, ¿verdad?

—No…

En el silencio cargado de tensión, solo interrumpido por los martillazos, vacilé mientras buscaba las palabras adecuadas.

—No estaba allí totalmente por casualidad. El japonés entró en la escalera detrás de la niña porque sabía que esta no intentaría impedirle el paso. La niña —Eché una ojeada a Annabelle— seguía adelante porque le interesaba el perro, o al menos así me lo pareció. ¿Tengo razón? —le pregunté a Annabelle.

—Sí —repuso, visiblemente asombrada.

Le sonreí.

—En cuanto a mí… tenía prisa. Es irracional, desde luego, pero cuando uno tiene prisa desea inconscientemente llegar antes que nadie al avión y, por lo tanto, a la pasarela… No me lo había propuesto, pero ocurrió así.

Respiraron. Canetti dijo algo en voz baja al prefecto, y este asintió.

—Desearíamos evitar a la señorita… ciertos pormenores. ¿Querría dejarnos solos un momento?

Miré a Annabelle; me sonrió por primera vez y se levantó. Le abrieron la puerta. Cuando se hubo ido, Canetti se dirigió nuevamente a mí.

—Me gustaría preguntarle lo siguiente: ¿cuándo concibió sospechas del japonés?

—No concebí ninguna sospecha. Llamaba la atención por sí mismo. Cuando se puso en cuclillas, se me ocurrió que podía estar loco. Hasta que activó la bomba no comprendí que no me quedaban ni tres segundos.

—¿Por qué?

—No podía saberlo. La bomba no explotó cuando tiró de la espoleta, por lo que debía de tener un sistema de relojería. Ahora creo que tenía dos segundos, tal vez dos y medio.

—Nosotros somos de la misma opinión —dijo uno de los hombres que estaban en la ventana.

—Al parecer, tiene dificultades al andar. ¿Resultó usted herido?

—Por la explosión, no. La oí cuando caía al agua. ¿Cuántos metros hay desde el puente? ¿Cinco?

—Cuatro y medio.

—Así pues, un segundo. Traté de agarrar la bomba y luego me tiré por encima de la barandilla, lo cual supone otro segundo. ¿Me pregunta si estoy herido? Caí de espaldas contra algo. Una vez me rompí el coxis.

—Allí hemos instalado un deflector —explicó un hombre desde la ventana—, con un declive muy pronunciado que desvía cualquier objeto hacia el centro. ¿No sabía nada de él?

—No.

—Perdone, otra pregunta —intervino de nuevo Canetti—. Este hombre, el japonés, ¿llegó a lanzar la bomba?

—No. La sostuvo hasta el final.

—¿No trató de salvarse?

—No.

—Poltrinelli, jefe de seguridad del aeropuerto —se presentó un hombre de uniforme manchado, que se apoyaba contra la mesa—. ¿Está usted seguro de que el hombre quería morir?

—¿Si lo quería? Sí. No intentó ponerse a salvo. Podría haberse deshecho de la cámara.

—Esto es muy importante para nosotros, compréndalo. ¿No sería posible que quisiera lanzar la bomba entre los pasajeros y luego saltar desde el puente, y que usted se lo impidiera al atacarlo? Tropezó y la bomba activada explotó.

—No, no pudo ser así, más bien al contrario —confesé—. Yo no lo ataqué, solo intenté quitarle la bomba cuando se la apartó de la cara. Vi la espoleta entre sus dientes. En realidad se trataba de un pequeño cordón de nailon, no de un alambre. Sostenía la bomba con ambas manos, y no es así como se lanzan las cosas.

—¿Trató usted de cogerla desde arriba?

—No. Lo habría hecho de no encontrarse nadie en la escalera, de haber sido nosotros los últimos, pero precisamente por eso él no se colocó detrás de todos. Si se golpea con el puño desde arriba, es fácil quitarle a cualquiera de las manos una bomba sin mango. La bomba habría caído escaleras abajo, aunque habría quedado al alcance de cualquiera, ya que mucha gente deja su equipaje de mano sobre los peldaños, pese a no estar permitido. No habría rodado muy lejos. Por eso alargué la mano por la izquierda, y así lo desorienté.

—¿Por qué usó la mano izquierda? ¿Es usted zurdo?

—Sí, y él no lo esperaba. Hizo un movimiento en falso. Pero era un profesional. Se protegió levantando el codo hacia la derecha.

—¿Y qué ocurrió entonces?

—Me dio un puntapié y se dejó caer hacia atrás. Debía de estar muy bien entrenado, pues es increíblemente difícil lanzarse hacia atrás por una escalera, incluso aunque se esté dispuesto a morir. Siempre es preferible morir con la cabeza por delante.

—La escalera estaba llena de gente.

—Desde luego. ¡Pero, así y todo, lo hizo! El peldaño de detrás estaba vacío. Quien pudo, se apartó.

—Pero él no pudo verlo.

—No. Y, sin embargo, no hubo improvisación. Actuó con demasiada rapidez. Tenía previstos todos los movimientos.

El jefe de seguridad agarraba con tanta fuerza el borde de la mesa que tenía los nudillos blancos. Las preguntas se sucedían con la velocidad de un careo.

—Me gustaría subrayar que su proceder está por encima de cualquier crítica. Pero, repito: es enormemente importante para nosotros determinar las circunstancias con exactitud. ¡Sin duda comprende usted el porqué!

—¿Quieren saber si tienen que enfrentarse con personas dispuestas a ir a una muerte segura?

—Sí. Por ello le ruego que reflexione otra vez sobre lo ocurrido durante aquel segundo. Me pondré en el lugar del hombre. Quito el seguro de la bomba y quiero saltar desde el puente. Usted trata de arrebatarme la bomba. Si me ciño a mi plan, usted puede quitarme la bomba y lanzarla detrás de mí, al vacío. Vacilo, y esta vacilación es decisiva. ¿No podría haber sucedido así?

—No. Un hombre que quiere lanzar una bomba no la sostiene con ambas manos.

—Pero ¿no lo empujó usted al querer apoderarse de la bomba?

—Al contrario, si los dedos no me hubiesen resbalado, lo habría atraído hacia mí. No lo toqué porque se echó hacia atrás. Eso fue intencionado. Le diré a usted una cosa: lo subestimé, simplemente. Tendría que haberlo lanzado junto con la bomba por encima de la barandilla, y es lo que habría intentado si él no se me hubiera adelantado.

—Es probable que entonces él hubiera dejado caer la bomba a sus pies.

—En tal caso, yo habría saltado tras él. Es decir, lo habría intentado. Ya sé que ahora es fácil hacer conjeturas, pero creo que me habría arriesgado. Peso casi el doble que él y sus manos eran como las de un niño.

—Gracias. No le haré más preguntas.

—Scarron, ingeniero —se presentó un joven civil de cabellos grises y gafas de concha—. ¿Podría usted imaginarse un sistema de seguridad capaz de evitar un atentado semejante?

—Pide mucho de mí. Se supone que ustedes han instalado todos los dispositivos de seguridad imaginables.

Dijo que habían tenido en cuenta muchas cosas, pero no todas. Contra una operación de tipo Lod, por ejemplo, habían desarrollado un método. Y, desde luego, mediante un botón podían transformar partes aisladas de la escalera automática en una superficie inclinada por la que la gente resbalaba hacia el recipiente de agua.

—¿El que contiene la espuma?

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