»La prefectura empezó a interesarse por el hotel cuyos huéspedes sufrían contratiempos parecidos. Se encargó a un joven ayudante que realizara discretas pesquisas y a partir de entonces el joven mantuvo bajo su lupa al hotel y sus inquilinos. Como criminalista incipiente, tenía gran interés en brillar ante su jefe. Gracias a su celo, muchas cosas notables emergieron a la luz. Por las mañanas Coburn permanecía en la playa, después de comer descansaba, y hacia el atardecer visitaba el balneario de los hermanos Vittorini, a fin de tomar los baños sulfurosos que le había recetado el médico local, el doctor Giono. Coburn padecía un ligero reumatismo. Resultó que el americano había sufrido, en la semana anterior a su muerte, cuando volvía del instituto de los hermanos Vittorini, tres accidentes de tráfico, todos ellos en circunstancias similares: tras saltarse un semáforo en rojo. Los accidentes no fueron graves, solo simples abolladuras, y como consecuencia de ello fue multado y advertido. Pero desde entonces cenó en su habitación y no en el comedor, como hacía antes. No abría al camarero hasta haberse asegurado por una rendija de la puerta de que era un empleado del hotel. También renunció a sus paseos vespertinos por la bahía, que eran una costumbre fija desde los primeros días de su estancia. Todo indicaba que se sentía perseguido o amenazado, ya que acelerar el coche cuando el semáforo cambia de ámbar a rojo es un conocido método para burlar a un perseguidor. En este sentido, también eran comprensibles las medidas de seguridad adoptadas por el difunto en el hotel. Esto fue lo que salió a relucir durante las investigaciones. Coburn, sin hijos y separado desde hacía catorce años, no había hecho amistades en el Savoy ni tenía, al parecer, ningún conocido en la ciudad. Únicamente se descubrió que la víspera de su muerte había intentado comprar un revólver en una armería; ignoraba que en Italia se necesita un permiso para adquirir un arma. Como no lo tenía, compró una imitación de pluma estilográfica con la que se podía rociar a un agresor con una mezcla de gas lacrimógeno y colorante difícil de limpiar. Esta pluma se encontró sin desenvolver entre sus cosas, y se procedió a investigar en la tienda donde las vendían. Coburn no sabía italiano y el armero hablaba apenas unas cuantas palabras en inglés. Solo pudo averiguarse que el americano había pedido un arma capaz de poner fuera de combate a un adversario peligroso y no a un ladronzuelo cualquiera.
»Como Coburn había tenido todos los accidentes al volver del balneario, el ayudante fue a ver a los Vittorini. Allí se acordaban del americano, pues había sido muy generoso con el personal. Sin embargo, no recordaban nada extraño en su conducta, a excepción de que últimamente siempre tenía prisa y se marchaba sin haberse secado del todo, pese a las advertencias del encargado de los baños de que esperase diez minutos. Estos escasos resultados no dejaron satisfecho al joven criminalista, quien, en un alarde de celo e inspiración, empezó a repasar los libros del instituto, en los cuales figuran los pagos de todas las personas que toman baños y reciben masajes bajo el agua.
»Desde mediados de mayo los Vittorini habían tenido otros diez clientes americanos; cuatro de ellos, como Coburn, habían pagado ya una serie de baños —había abonos de una, dos, tres y cuatro semanas—, y al cabo de ocho o diez días también dejaron de aparecer para el tratamiento. Tampoco esto era nada extraordinario, pues era posible que todos hubieran tenido que marcharse inesperadamente, sin tiempo para reclamar el dinero anticipado. El ayudante, enterado de los nombres de los americanos gracias a los libros del instituto, decidió comprobar qué les había sucedido. Cuando más tarde se le preguntó por qué se había limitado en sus investigaciones a ciudadanos de Estados Unidos, no pudo dar una respuesta clara. Una vez dijo que se le había antojado un asunto con conexiones americanas porque hacía poco que la policía había desarticulado una organización para contrabando de heroína, que enviaba la droga de Nápoles a Estados Unidos; otra vez explicó que se había limitado a norteamericanos porque Coburn tenía dicha nacionalidad.
»En cuanto a los cuatro hombres que habían pagado los baños sin acabar de tomarlos, el primero, Arthur J. Holler, un jurista de Nueva York, se marchó repentinamente al recibir la noticia de la muerte de su hermano. En la actualidad vive en su ciudad natal, está casado, tiene treinta y seis años y es consejero jurídico de una gran agencia de publicidad. Los otros tres guardaban cierta similitud con Coburn.
»En cada caso se trataba de un hombre de entre cuarenta y cincuenta años, de posición acomodada, que vivía solo y que era paciente del doctor Giono. Uno de estos americanos, Ross Brunner Jr., se hospedó en el Savoy, como Coburn, mientras que los otros dos se alojaron en pequeñas pensiones situadas igualmente frente a la bahía. Las fotos llegadas desde Estados Unidos mostraban cierta semejanza entre los desaparecidos. Eran de estatura atlética, y se advertía en ellos cierta corpulencia, una calva incipiente y un visible esfuerzo por ocultarla. Aunque el cuerpo de Coburn, examinado a fondo en el Instituto de Medicina Legal, no tenía huellas de violencia y se dictaminó la causa de la muerte como ahogo motivado por calambres o agotamiento, la prefectura ordenó continuar las investigaciones. Se hicieron también pesquisas en torno al destino de los otros tres americanos, y no tardó en saberse que Osborn había partido súbitamente hacia Roma, que Emmings había volado de Nápoles a París, y que Brunner había enloquecido. La policía conocía ya el destino de Brunner, y además, desde hacía bastante tiempo. Este huésped del Savoy de la primera mitad de mayo había sido ingresado en el Hospital Municipal. Era constructor de coches y trabajaba en Detroit. Durante la primera semana de su estancia se comportó de manera ejemplar: iba al solárium por las mañanas, y al instituto de los hermanos Vittorini por las tardes, a excepción de los domingos, que dedicaba a excursiones más largas. Estas pudieron conocerse a través de la agencia de viajes, que tenía una sucursal en el Savoy. Había estado en Pompeya, en Herculano, pero sin bañarse en el mar, pues el médico se lo prohibía debido a que tenía piedras en el riñón. El sábado anterior a la fecha fijada anuló una excursión a Anzio, y dos días antes ya había empezado a dar muestras de una conducta extraña. Dejó de pasear, y aunque solo quisiera ir a tres manzanas de distancia, pedía su coche, lo cual era una molestia, porque el nuevo aparcamiento del hotel se encontraba en obras y los coches de los huéspedes estaban apretujados en un solar vecino. Brunner se negaba a ir a buscar él mismo su coche y exigía que uno de los empleados se lo llevara a la puerta del hotel, lo cual dio lugar a diversos roces. El domingo no tomó parte en la excursión ni apareció a la hora de comer. Encargó que le subieran la comida a la habitación, y cuando el camarero abrió la puerta, Brunner se abalanzó sobre él y trató de estrangularle. En la lucha rompió un dedo al camarero, y de repente se tiró por la ventana. Cayó desde el segundo piso y se rompió una pierna y el hueso de la cadera. En el hospital, aparte de las fracturas, determinaron una dolencia mental parecida a la esquizofrenia. Por motivos comprensibles, la dirección del hotel trató de silenciar el incidente, pero fue precisamente este caso lo que indujo a la prefectura, tras la muerte de Coburn, a ampliar el campo de las investigaciones. Era preciso revisar el caso, ya que había surgido la duda de si Brunner se había tirado efectivamente por la ventana o le habían empujado. Pero no se pudo encontrar nada que desmintiera las declaraciones del camarero, un hombre, por lo demás, maduro y honesto.
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