Станислав Лем - La fiebre del heno

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Una agencia de detectives requiere los servicios de un astronauta norteamericano retirado para que ayude a esclarecer una serie de misteriosas muertes acaecidas en un balneario en Nápoles. Varias personas han enloquecido y algunas se han suicidado sin que se conozca motivo para ello; otras parecen haber muerto accidentalmente. Todas las víctimas eran extranjeras, viajaban solas, rondaban la cincuentena y padecían algún tipo de alergia. Tanto la policía local como la Interpol consideran que no hay pistas suficientes como para afrontar el caso con garantías, hasta que empieza a cundir la idea de que en cierto modo las muertes obedecen a algo más perverso. ¿Está sujeto el asesinato al juguetón capricho de las leyes de la probabilidad y el caos?
La nueva y premiada obra maestra del genio polaco de la ciencia ficción, Stanisław Lem: una fábula metafísica con tintes detectivescos del autor de «Solaris». cite New York Times Books Review

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»Dos de las pistas resultaron inofensivas. Eran ciudadanos americanos que inesperadamente y por razones personales habían tenido que interrumpir su estancia en Nápoles, uno porque en su empresa se había declarado una huelga y el otro porque debía comparecer ante un tribunal como testigo de cargo contra una empresa constructora que había instalado deficientemente la conducción de agua en un edificio de su propiedad. Por motivos sin importancia, la vista fue fijada para una fecha anterior a la anunciada.

»Las indagaciones en el caso del propietario de la empresa que había estado en huelga se reanudaron al cabo de algún tiempo, pues el hombre ya no vivía y cada muerte era investigada concienzudamente. Sin embargo, al final se recibió de la policía americana la información de que el sujeto había muerto de una embolia dos meses después de su regreso a Estados Unidos. El difunto padecía esclerosis cerebral desde hacía años. La siguiente pista, la tercera, entraba, desde luego, en el terreno criminal, pero no constaba en los autos. El motivo de la repentina desaparición del americano fue su arresto por la policía local, que actuó por encargo de la Interpol y confiscó al detenido una gran cantidad de heroína. El individuo esperaba su proceso en la prisión de Nápoles.

»Así fueron eliminadas tres de las ocho pistas. Otras dos eran dudosas. Una de ellas consistía en un americano de cuarenta años que había acudido a los Vittorini para una cura de aguas, no para baños sulfurosos, y que luego no apareció más por el instituto porque se rompió la columna vertebral mientras practicaba esquí acuático. Por lo visto volaba por el aire con unas alas sujetas a la espalda y remolcado por una lancha motora. A causa de un giro demasiado rápido de la embarcación, el americano se precipitó desde una altura de diez metros. Sus lesiones obligaron a ponerle un corsé de yeso. El piloto de la lancha, también americano, era íntimo amigo del accidentado, pero el caso no fue abandonado definitivamente porque el herido, mientras estaba todavía en el hospital, empezó a tener fiebre muy alta y alucinaciones. El diagnóstico dudaba entre una enfermedad exótica, contraída en los trópicos, y un envenenamiento por ingestión de alimentos en mal estado.

»El siguiente caso dudoso era el de un rentista de casi sesenta años, un italiano con nacionalidad americana que percibía una renta en dólares y se había instalado en su Nápoles natal. Como reumático, tomaba baños sulfurosos, pero los interrumpió de improviso porque los creía perjudiciales para su corazón. Se ahogó en la bañera de su casa siete días después de haber visitado el balneario por última vez. La autopsia reveló que tenía los pulmones llenos de agua y que el corazón le había fallado de repente. El forense no encontró nada sospechoso en este caso, pero las indagaciones conducidas a raíz de las visitas al instituto de los Vittorini lo desenterraron de nuevo. Existían sospechas de que el pensionista no se hubiera ahogado a causa de un fallo cardíaco, sino porque alguien lo mantuviera bajo el agua. La puerta del cuarto de baño no estaba cerrada por dentro.

»Sin embargo, el interrogatorio de los parientes no facilitó ninguna indicación que confirmase esta sospecha, e incluso faltaba un motivo material, ya que la suya era una renta vitalicia.

»Las tres últimas pistas de las ocho originales resultaron ser certeras, ya que condujeron a nuevas víctimas que habían compartido el destino característico de la monótona serie. Eran nuevamente hombres solos y maduros, pero no exclusivamente americanos. Uno de ellos, Ivar Olav Leyge, era un ingeniero de Malmö. El segundo, Karl-Heinz Schimmelreiter, un austríaco de Graz. El tercero se llamaba James Brigg. Se presentaba como escritor, pero en realidad era un guionista que aceptaba cualquier encargo. Había llegado de Washington vía París, donde se puso en contacto con la editorial Olympia Press, especializada en literatura erótica y pornográfica. En Nápoles se alojó en casa de una familia italiana que solo sabía de él lo que les contó a su llegada, es decir, que quería estudiar a “los marginados de la vida”. Ignoraban que Brigg tomaba baños medicinales. La noche del quinto día no regresó a la casa; desapareció sin dejar huella. Antes de avisar a la policía, la familia decidió averiguar la solvencia de su inquilino, abrieron su habitación con una segunda llave y constataron que Brigg se había evaporado con todo su equipaje. Solo quedaba una maleta vacía, y entonces recordaron de improviso que su inquilino salía diariamente con una cartera muy llena y volvía con la misma cartera, pero vacía. Como la familia tenía una reputación intachable y alquilaba la habitación desde hacía mucho tiempo, hubo que dar crédito a sus declaraciones.

»Brigg era bastante calvo y de complexión atlética, y en su rostro podía apreciarse la cicatriz dejada por una operación de labio leporino. No tenía ningún pariente; por lo menos no se consiguió encontrar a ninguno. Al ser consultado, el editor parisino explicó que Brigg le había propuesto escribir un libro sobre los concursos de misses en América, proposición que él rechazó por considerarla poco interesante. Todas estas declaraciones podían ser ciertas, pero fue imposible corroborarlas o refutarlas; a Brigg parecía habérselo tragado la tierra y no se halló a una sola persona que lo hubiera visto después de que abandonase la habitación alquilada. Las pesquisas hechas al azar entre prostitutas, chulos y drogadictos no dieron ningún resultado. Por ello el caso Brigg pertenecía a los dudosos, pero, por cómico que pueda parecer, fue archivado porque Brigg padecía fiebre del heno.

»El destino del sueco, al igual que el del austríaco, no inspiró semejantes dudas. El primero, Leyge, antiguo miembro del Club Himalaya que había coronado varios sietemiles en Nepal, llegó a Nápoles después de divorciarse. Se alojó en el hotel Romano, en el centro, y no se bañaba en el mar ni iba a la playa; solamente tomaba el sol en el solárium, visitaba museos y tomaba baños sulfurosos. El día 19 de mayo partió al atardecer hacia Roma, pese a haber dicho al principio que pensaba pasar todo el verano en Nápoles. En Roma dejó su equipaje en el coche, se dirigió al Coliseo, subió hasta el último piso y se lanzó al vacío por la parte exterior, muriendo en el acto. El informe judicial habló de suicidio o accidente causado por una repentina enajenación mental. El sueco, un hombre rubio y apuesto, no aparentaba su edad; cuidaba hasta la pedantería su aspecto y su estado físico. Jugaba diariamente al tenis a las seis de la mañana, no bebía, no fumaba; en suma, velaba con esmero por su forma física. Los cónyuges habían solicitado el divorcio de mutuo acuerdo, alegando incompatibilidad de caracteres. Esta circunstancia se conoció gracias a la ayuda de la policía sueca, y pareció proporcionar un posible motivo para el suicidio: una repentina depresión causada por la disolución de un largo matrimonio. Sin embargo, pudo comprobarse que los cónyuges vivían separados desde hacía varios años y al final habían pedido el divorcio para legalizar su situación.

»La historia del austríaco, Schimmelreiter, era más complicada. Se hallaba en Nápoles desde mediados del invierno y hasta abril no inició los baños sulfurosos. A finales del mismo mes dijo que le sentaban muy bien y por ello decidió prolongarlos otro mes. Una semana más tarde empezó a dormir mal, estaba malhumorado y colérico, afirmó que alguien hurgaba en sus maletas, que sus gafas con montura de oro habían sido robadas, y cuando las encontraron detrás del sofá, dijo que el ladrón las había colocado allí a propósito. Fue fácil conocer con exactitud su modo de vida porque se alojaba en una pequeña pensión y antes de su trastorno mental había sostenido relaciones muy cordiales con su patrona. El 10 de mayo, Schimmelreiter tropezó en las escaleras y tuvo que acostarse con la rodilla magullada. Al cabo de dos días la irritación del inquilino remitió, y entre él y la patrona volvió a reinar la concordia, y como una vez pasadas las molestias de la rodilla sintió dolores reumáticos, reanudó sus visitas al balneario. Dos días después sobresaltó por la noche a todos los huéspedes de la pensión con sus gritos de socorro. Hizo añicos con el bastón el espejo de su cuarto, creyendo que había alguien oculto tras él, e intentó tirarse por la ventana. Como el espejo pendía de la pared, era imposible que alguien se escondiera detrás. La patrona, al ver que no podía apaciguar al excitado Schimmelreiter, avisó a un médico conocido suyo, y este constató los primeros síntomas de un infarto cardíaco. Semejante estado puede conducir a trastornos mentales, o al menos así lo estimó el médico, quien a instancias de la patrona gestionó el ingreso del austríaco en un hospital. Antes de abandonar la pensión y de que el bastón pudiera serle arrebatado, destrozó el espejo del lavabo y otro que pendía en el descansillo de la escalera.

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