Станислав Лем - La fiebre del heno

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La fiebre del heno: краткое содержание, описание и аннотация

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Una agencia de detectives requiere los servicios de un astronauta norteamericano retirado para que ayude a esclarecer una serie de misteriosas muertes acaecidas en un balneario en Nápoles. Varias personas han enloquecido y algunas se han suicidado sin que se conozca motivo para ello; otras parecen haber muerto accidentalmente. Todas las víctimas eran extranjeras, viajaban solas, rondaban la cincuentena y padecían algún tipo de alergia. Tanto la policía local como la Interpol consideran que no hay pistas suficientes como para afrontar el caso con garantías, hasta que empieza a cundir la idea de que en cierto modo las muertes obedecen a algo más perverso. ¿Está sujeto el asesinato al juguetón capricho de las leyes de la probabilidad y el caos?
La nueva y premiada obra maestra del genio polaco de la ciencia ficción, Stanisław Lem: una fábula metafísica con tintes detectivescos del autor de «Solaris». cite New York Times Books Review

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»No resultó fácil obtener informaciones de Kahn sobre lo ocurrido en Nápoles entre él y Swift, ya que no existía motivo para mezclar en las pesquisas a la policía americana. Ni Swift ni Kahn habían cometido la menor infracción antes de llegar sin incidentes a Estados Unidos; Swift continuaba dirigiendo su empresa. Sin embargo, la policía italiana abordó a Kahn porque esperaba obtener de él algún pormenor que pudiese aclarar la larga serie de acontecimientos.

»Al principio Kahn se negaba a hablar, y hasta que no se le confiaron parte de las circunstancias del caso y se le garantizó una discreción absoluta, no se mostró dispuesto a hacer una declaración por escrito, la cual constituyó una amarga decepción para las autoridades italianas.

»Swift recibió a Kahn después de asegurarse, a través de la puerta cerrada, de que se trataba efectivamente de él. Con cierta confusión, le habló de las “tonterías” que cometía últimamente porque le habían administrado veneno. Se comportaba con mucha cautela y no abandonaba la habitación por desconfiar del detective contratado; creía que se había pasado “a los otros”. Enseñó a Kahn un trozo de la carta en la que alguien le exigía veinte mil dólares y lo amenazaba con envenenarlo si no los entregaba. Según él, había recibido la carta en Livorno pero no le dio importancia, y esto fue un error por su parte, pues, al día siguiente de expirar el plazo en que debía pagar el rescate, se sintió de pronto tan débil que no pudo abandonar el lecho. Durante medio día le asaltaron alucinaciones y mareos, y esto lo decidió a hacer el equipaje y trasladarse al Excelsior. Sabía que así no se libraría del chantajista, por lo que contrató a un detective, pero no le dijo enseguida para qué lo necesitaba porque quería estudiar más de cerca a este hombre desconocido. Lo puso “a prueba”, llevando el modo de vida ya citado. Estos hechos constituían un conjunto más o menos coherente; el único punto oscuro era por qué permanecía en Nápoles cuando nada lo obligaba a ello. Explicó que los baños sulfurosos aliviaban sus dolores reumáticos y que quería prolongar cuanto fuera posible el tratamiento y sus efectos bienhechores. Al principio este argumento convenció a Kahn, pero, cuando hubo meditado bien todo cuanto Swift le dijera, su historia se le antojó menos verosímil, y sus dudas se incrementaron al escuchar la versión del personal del hotel acerca de la conducta de Swift. Este había ido un poco demasiado lejos cuando empezó a invitar a beber a mujeres de moral dudosa, a fin de poner a prueba al detective que había contratado. Kahn le dijo esto a Swift a la cara. Swift repuso que tenía razón, pero que, como ya le había confesado, actuaba con una gran confusión mental a causa de haber sido envenenado. Kahn pensó, esta vez con una seguridad casi absoluta, que su amigo estaba aquejado de una dolencia psíquica y que era preciso llevarlo cuanto antes a Estados Unidos, y procedió a dar este paso mediante una política de los hechos consumados. Pagó la cuenta del hotel, compró los billetes de avión y no se separó ni un momento de Swift hasta que hubieron hecho las maletas para dirigirse al aeropuerto.

»Diversas discrepancias en el acta daban a entender que Swift no aceptó sin resistencia tan desinteresada ayuda. Los empleados del hotel declararon que poco antes de su marcha los dos americanos discutieron violentamente; poco importaba que Kahn hubiera usado la fuerza además de los argumentos verbales; lo importante era que sus informaciones no aportaron nada que acelerase la investigación. El único indicio, la carta, había desaparecido. Kahn vio solo una cara de la hoja y recordaba que estaba escrita a máquina —una de muchas copias y por lo tanto bastante ilegible— y en un inglés lleno de faltas gramaticales, y también que cuando ya en América preguntó a Swift acerca de ella, este se rio, revolvió su escritorio para dársela y no pudo encontrarla. Swift se negaba categóricamente a contestar preguntas que tuvieran relación con sus experiencias en Nápoles. La policía consideraba el material existente una mezcla de hechos probables e inverosímiles. Escribir cartas de chantaje con papel carbón bajo varias hojas es un método conocido que dificulta la identificación de la máquina de escribir con la que han sido mecanografiadas, porque los trazos específicos de los tipos son apenas reconocibles. Además es un método relativamente nuevo, y los profanos no suelen conocerlo. Esto indicaba la autenticidad de la carta. La conducta de Swift, por el contrario, era algo aparte. Ninguna víctima de chantaje obra como él si cree que las amenazas de que es objeto se irán poniendo lentamente en práctica. Por ello los expertos llegaron a la convicción de que en este caso se trataba de dos cosas: el chantaje, que desde luego era real, o sea, un intento de algún habitante de Livorno de obtener dinero —suposición corroborada por el inglés deficiente de la carta—, y el trastorno mental pasajero del americano. Pero aunque así fuera, el conjunto —si se situaba en el marco de las investigaciones anteriores— conducía más bien a una confusión de los hechos que a su aclaración, ya que la enajenación de Swift revestía las mismas características que las de los otros casos.

»La siguiente pista atañía a un suizo llamado Franz Mittelhorn, que llegó a Nápoles el 27 de mayo. Su caso se diferenciaba de los demás por el hecho de que Mittelhorn era bien conocido en la pensión donde se alojó, ya que se hospedaba en ella todos los años. Era propietario de una tienda de antigüedades de Lausanne y un solterón acomodado, y pese a sus costumbres algo raras, era bien recibido por tratarse de un huésped distinguido. Ocupaba dos habitaciones que se comunicaban entre sí, una le servía de despacho y otra de dormitorio. Antes de cada comida comprobaba con una lupa si el plato y los cubiertos estaban limpios, y comía platos preparados según sus propias recetas, ya que padecía una alergia a determinados alimentos. Si se le hinchaba el rostro, como ocurre con el edema de Quincke, hacía ir al cocinero al comedor y le daba una reprimenda. Los camareros afirmaron que Mittelhorn comía entre horas en restaurantes baratos de la ciudad —le entusiasmaba, por ejemplo, la sopa de pescado, que tenía prohibida—, por lo que no observaba el régimen y luego armaba escándalos en la pensión. Durante su última estancia cambió un poco sus costumbres, ya que desde el invierno sufría molestias reumáticas y el médico le había recetado baños de fango, que tomaba en el instituto de los Vittorini. En Nápoles tenía un barbero que iba a afeitarle a la pensión y que solo podía usar utensilios del propio Mittelhorn, ya que no quería entrar en contacto con navajas o peines utilizados para otras personas. Se encolerizó cuando supo a su llegada que el barbero había cerrado su peluquería y no dejó de lamentarse hasta que encontró otro digno de confianza.

»El 7 de junio pidió que le encendieran la chimenea. Esta chimenea embellecía la mayor de las dos habitaciones y no se había encendido nunca, pero nadie se hacía repetir dos veces una orden de Mittelhorn. Aunque fuera la temperatura sobrepasaba los veinte grados y el tiempo seguía siendo soleado, su deseo fue satisfecho. La chimenea humeaba un poco, pero esto no pareció molestar a Mittelhorn, que se encerró en su habitación y no bajó a cenar. Este hecho era totalmente excepcional, pues Mittelhorn no se perdía jamás una comida y para ser más puntual llevaba dos relojes, uno de pulsera y uno de bolsillo. Como no contestaba al teléfono ni tampoco a los golpes en la puerta, forzaron la cerradura, que estaba bloqueada por dentro con una lima rota. Mittelhorn yacía sin conocimiento en la habitación llena de humo. Un tubo de somníferos vacío indicó que había intentado suicidarse, y fue trasladado al hospital en una ambulancia. Como Mittelhorn quería participar a finales de junio en una subasta de grabados antiguos en Roma, había traído consigo una gran maleta que rebosaba de ellos. Ahora estaba vacía, y en la chimenea hallaron un montón de papeles carbonizados.

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