Станислав Лем - La fiebre del heno

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Una agencia de detectives requiere los servicios de un astronauta norteamericano retirado para que ayude a esclarecer una serie de misteriosas muertes acaecidas en un balneario en Nápoles. Varias personas han enloquecido y algunas se han suicidado sin que se conozca motivo para ello; otras parecen haber muerto accidentalmente. Todas las víctimas eran extranjeras, viajaban solas, rondaban la cincuentena y padecían algún tipo de alergia. Tanto la policía local como la Interpol consideran que no hay pistas suficientes como para afrontar el caso con garantías, hasta que empieza a cundir la idea de que en cierto modo las muertes obedecen a algo más perverso. ¿Está sujeto el asesinato al juguetón capricho de las leyes de la probabilidad y el caos?
La nueva y premiada obra maestra del genio polaco de la ciencia ficción, Stanisław Lem: una fábula metafísica con tintes detectivescos del autor de «Solaris». cite New York Times Books Review

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»El último caso concernía a Arthur T. Adams II. Alojado en el hotel Vesubio de Nápoles con el propósito de someterse a un tratamiento termal de tres semanas, tuvo que interrumpirlo, sin embargo, a los dos días porque resultó ser alérgico al azufre. Era un hombre de cuarenta y nueve años, alto, inquieto y al parecer alegre, aunque no parecía muy contento con la vida que llevaba: había cambiado diez veces de profesión, siendo sucesivamente apoderado de un banco, empleado de Medicare y vendedor de pianos, además de profesor de banca por correspondencia, judoca y karateca. Y esas no eran sus únicas aficiones. Obtuvo el título de paracaidista, fue astrónomo amateur y durante un año publicó con escasa regularidad una revista titulada Arthur T. Adams II , en la que comentaba cuestiones que le interesaban en cada momento. Pagaba él mismo la publicación de su bolsillo y la enviaba gratis a varias docenas de conocidos. Era miembro de un sinnúmero de sociedades, entre ellas la Asociación de Víctimas de la Fiebre del Heno. Cuando volvió a Roma con el coche, se comportó de manera extraña. Tan pronto corría a una velocidad desenfrenada como se detenía sin motivo aparente en tramos completamente despoblados; por el camino se compró un neumático, que no necesitaba, y aguantó con el coche completamente parado una violenta tormenta que se desencadenó cerca de Roma. Al ser abordado por un policía de tráfico, dijo que tenía estropeado el limpiaparabrisas, cuando en realidad funcionaba perfectamente. Llegó a Roma de noche y, aunque desde Nápoles había reservado una habitación en el Hilton, recorrió todos los hoteles en busca de una habitación, y solo cuando se aseguró de que no había una sola habitación libre en toda la ciudad se dirigió al Hilton. Al día siguiente lo hallaron muerto en su cama. La autopsia reveló un incipiente enfisema pulmonar, un ensanchamiento de ventrículo y una hemóstasis vascular. Todo ello indicaba una muerte por asfixia. Sin embargo, la causa final no quedó esclarecida. El dictamen judicial dudó entre muerte por tensión excesiva del parasimpático y asfixia por ataque cardíaco agudo, motivado por el asma. El caso fue discutido durante un tiempo por la prensa médica, que consideraba falso el dictamen judicial. Solamente los niños de pecho se ahogan con la almohada; los adultos se despiertan inmediatamente cuando se tapan nariz y boca con las sábanas. No estaba comprobado que Adams sufriera de asma; ¿por qué el ataque, entonces? ¿Y qué más? También estaba la posición en que Adams fue encontrado: tendido de bruces y apretando con los brazos la almohada contra el rostro. Si se trataba de suicidio, no se conocía ningún caso previo en los anales de la medicina legal. Se habló de muerte por ataque de terror, pero, aunque esta existe, no puede ser causada por una simple pesadilla. La Interpol se interesó por el caso bastante más tarde, cuando llegaron a Estados Unidos unas cartas escritas en Nápoles por el difunto y dirigidas a su exmujer, con la que seguía manteniendo buenas relaciones después del divorcio. Las cartas, enviadas con tres semanas de intervalo, llegaron todas al mismo tiempo a causa de una huelga del servicio de correos. En la primera carta Adams decía que estaba deprimido porque tenía alucinaciones, “exactamente igual que después de los terrones de azúcar”. Estas palabras se referían al tiempo, poco antes de su divorcio, en que Adams y su mujer habían tomado Psilozybin con azúcar. Así que no comprendía qué podía motivar ahora, cinco años después, estas alucinaciones de, según decía, “pavoroso” contenido, que le asaltaban sobre todo por la noche. La segunda carta era totalmente distinta de la primera en tono y contexto. Las alucinaciones continuaban, pero ya no le inquietaban porque había descubierto su origen:

»“Una insignificancia cuya trascendencia nunca adivinarías me ha abierto los ojos acerca de un asunto increíble. He logrado obtener material para una serie de artículos sobre un tipo de crimen completamente nuevo, un crimen que no solo no beneficia a nadie, sino que carece incluso de destinatario. Como sembrar la calle de clavos. Sabes bien que no tengo tendencia a la exageración, pero no será solo la prensa quien se hinque de rodillas cuando empiece a publicar los detalles. Sin embargo, debo estar en guardia. No llevo conmigo el material, que está a buen recaudo. Ya no volveré a escribirte desde aquí acerca de este asunto. Te avisaré cuando regrese, y te escribiré cuanto antes desde Roma, pues estoy en posesión de una veta de oro, el sueño de todo periodista. Pero este oro mata.”

»No es necesario que me extienda sobre las intensivas indagaciones que se llevaron a cabo para descubrir el escondite de Adams. La búsqueda fue infructuosa. O bien no se había explicado bien y la carta no era otra cosa que una fantasmagoría más, o su autor había ocultado demasiado bien sus informaciones.

»Con la muerte de Adams pongo punto final a la relación de trágicos sucesos ocurridos en la ciudad de Nápoles y sus alrededores. En las investigaciones tomó parte, además de la policía italiana, la policía de cada uno de los países cuya nacionalidad ostentaban las víctimas: la sueca, la alemana, la austríaca, la suiza y también la americana. La Interpol coordinó las pesquisas, durante las cuales se descubrió una enorme cantidad de pequeñas faltas e infracciones cometidas por la gente más dispar, como, por ejemplo, la demora por parte de los hoteles en denunciar la desaparición de sus huéspedes, o la ausencia de autopsia en casos en los que había tenido lugar una muerte violenta; sin embargo, no pudieron verificarse intenciones criminales en ninguno de los casos y se achacaron a la morosidad, la negligencia o el egoísmo de los implicados.

»La Interpol fue la primera en renunciar a la continuación de las investigaciones, y la siguieron las demás organizaciones policiales, incluida la italiana. Los legajos no se desempolvaron hasta que la señora Ursula Barbour, principal heredera de la fortuna de Adams, dio los pasos oportunos. Adams le había dejado cerca de 90 000 dólares en valores y acciones. La señora Barbour, una mujer de ochenta años que había criado a Adams como si de una madre se tratase, decidió invertir una parte del capital en descubrir al asesino de su hijo adoptivo. Tras informarse de las circunstancias de su muerte y del contenido de la última carta enviada a su exmujer, quedó convencida de que había sido víctima de un complot extraordinariamente refinado. Tanto, que ni siquiera la policía de varios países trabajando conjuntamente fue capaz de esclarecerlo.

»La señora Barbour puso el caso en manos de la prestigiosa agencia Elgin, Elgin y Thorn, dirigida por Samuel Ohlin-Gaar, un reputado jurista y viejo amigo de mi padre. Esto sucedió cuando ya era evidente que mi carrera de astronauta había tocado a su fin. Después de que la gente de Ohlin-Gaar hubiera repasado una vez más los documentos puestos a su disposición, analizado todas las pistas y gastado un auténtico dineral en consultas con los mejores expertos en criminología y medicina legal sin lograr avanzar lo más mínimo en el esclarecimiento del caso, Ohlin-Gaar decidió, a instancias de su más antiguo colaborador, Randolph Loers —conocido por sus íntimos como Randy—, y hay que decir que más por desesperación que por convicción, organizar una acción de simulacro y enviar a Nápoles a un americano que se pareciera lo máximo posible a la víctima. Yo era un invitado frecuente en casa del viejo señor Ohlin, y un buen día este empezó a iniciarme en la historia entre bromas y veras, seguro de que con ello no violaba el secreto profesional, puesto que con esta acción de simulacro solo pretendía zafarse del asunto con cierto decoro.

»Al principio me divirtió la idea de ser un candidato. Me aseguraron que podría embarcarme en la misión tan pronto me resolviera a ello. Iba a cumplir cincuenta años y estaba en buena forma, a pesar de que padecía dolores reumáticos con los cambios de tiempo y, además, fiebre del heno. Desde fuera, la aventura prometía ser de lo más interesante, por lo que no puse muchos obstáculos para dejarme contratar para la acción de simulacro. Provisto de documentos a nombre de George L. Simpson, agente de bolsa de Boston, llegué a Nápoles en avión hace tres semanas, me alojé en el Vesubio, adquirí un abono para el balneario Vittorini, me bañé en sus piscinas, tomé el sol y me dediqué a jugar al balonvolea.

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