»En el hospital estaba inquieto, lloraba, trataba de esconderse debajo de la cama, y al mismo tiempo le acometían frecuentes ahogos, pues era asmático. Confió al estudiante de medicina que lo atendía, no sin antes exigirle que guardara el secreto, que en el instituto de los Vittorini habían intentado matarle dos veces, echando veneno al agua del baño, y que el autor había sido un empleado que sin duda alguna pertenecía al servicio secreto israelí. El estudiante ignoraba si esta información era pertinente para el historial del enfermo. El médico jefe la consideró expresión de una manía persecutoria motivada por la arteriosclerosis cerebral. Schimmelreiter murió a finales de mayo de un edema pulmonar progresivo. Como no tenía parientes, lo enterraron en Nápoles a expensas del municipio, ya que la estancia en el hospital había agotado sus modestos ahorros. Así pues, constituyó una excepción en la serie, ya que se trataba de un extranjero sin medios, al contrario de todas las demás víctimas. Las indagaciones posteriores revelaron que Schimmelreiter había sido durante la guerra secretario en el campo de concentración de Matthausen, y tras la derrota de Alemania fue juzgado pero absuelto porque la mayoría de los testigos, antiguos internados del campo, declararon a su favor. Sin embargo, no faltaron quienes dijeron que había golpeado a algunos prisioneros, pero como esto lo declararon terceras personas, su culpa no pudo probarse. Si bien parecía haber cierta relación entre los dos quebrantamientos de su salud y sus visitas al instituto de los Vittorini, la convicción del difunto era infundada, ya que no existe ningún veneno que, disuelto en agua, pueda afectar al cerebro.
»El empleado a quien el austríaco acusaba de haberlo envenenado no era judío, sino siciliano, y no tenía nada que ver con el servicio secreto israelí. También en este caso hubo que renunciar a la posibilidad de homicidio.
»El dosier, excluyendo al desaparecido Brigg, comprendía ya los casos de seis personas fallecidas, aparentemente por casualidad, de muerte antinatural. Los hilos procedían siempre de un instituto balneario, y como en Nápoles hay varios de ellos, se procedió a examinar sus libros de cuentas. Las pesquisas fueron incrementándose como un alud; había que investigar veintiséis casos en los que, como ocurre con relativa frecuencia, alguien había renunciado a unos baños ya pagados, sin pedir que le fuera devuelto el dinero, ya que se trataba de pequeñas sumas. Era preciso seguir cada una de estas pistas, y las indagaciones avanzaban lentamente. Solo se abandonaban en el momento en que la persona investigada era hallada disfrutando de buena salud.
»A mediados de mayo aterrizó en Nápoles Herbert Heyne, alemán de nacimiento y ciudadano americano, de cuarenta y nueve años, propietario de una cadena de droguerías en Baltimore. Sufría de asma, se había sometido a tratamiento en diversos sanatorios, y un especialista de pulmón, al encontrar complicaciones reumáticas, le había recomendado baños sulfurosos. Los tomaba en un pequeño instituto próximo a su hotel, en la Piazza Municipale, y comía siempre en el restaurante del hotel, pero al cabo de nueve días armó un escándalo, quejándose del gusto amargo de las comidas. Después de esta escena abandonó el hotel y partió hacia Salerno, donde tomó una habitación en una pensión de la playa y al atardecer decidió ir a bañarse. El conserje intentó disuadirle de ello porque había grandes olas y pronto oscurecería, pero él replicó que no podía ahogarse, ya que tenía que morir del beso de un vampiro, y aún faltaba algún tiempo. Le enseñó el lugar destinado para ese beso mortal: la muñeca.
»El conserje, un tirolés, creyó al huésped compatriota suyo, pues la conversación se desarrolló en alemán, y por ello se acercó a la orilla al cabo de un rato y oyó gritar a Heyne. Había un guarda, y el alemán fue sacado del agua; pero como resultó que estaba perturbado —mordió a su rescatador—, lo llevaron en la ambulancia del puesto de socorro al hospital, donde en plena noche se levantó de la cama, rompió el cristal de la ventana y se cortó las arterias. La enfermera de guardia dio la alarma a tiempo y lo salvaron, pero enfermó de pulmonía, de cuyas graves complicaciones, corrientes en un asmático, murió tres días después sin haber recobrado el conocimiento. En el informe se atribuyó el intento de suicidio al shock causado por la lucha contra las olas, que motivó también la pulmonía. En este caso intervino la Interpol dos meses después, ya que el abogado de Heyne en Baltimore recibió una carta, escrita por Heyne antes de su marcha de Nápoles, en la que le pedía que en caso de su muerte repentina avisara a la policía, pues alguien se proponía quitarle la vida. Aparte de la observación de que este “alguien” residía en su mismo hotel, la carta no contenía datos concretos. Había en ella germanismos desconcertantes, pues Heyne, que vivía en Estados Unidos desde hacía veinte años, hablaba un inglés impecable. Esta circunstancia, así como el cambio en la escritura, hicieron dudar al abogado de la autenticidad de la carta, escrita en el papel del hotel, y cuando supo cómo había muerto su cliente, puso el hecho en conocimiento de la policía. El estudio grafológico reveló que la carta era autógrafa, pero había sido escrita con mucho apresuramiento y gran excitación. También en este caso tuvieron que suspenderse las investigaciones.
»El siguiente hombre cuya historia fue reconstruida se llamaba Ian E. Swift, tenía cincuenta y dos años y era igualmente ciudadano americano, aunque de origen inglés. Swift, director de una fábrica de muebles de Boston, llegó a Nápoles por vía marítima en los primeros días de mayo, pagó un tratamiento en el Balneario Adriático y se marchó al cabo de una semana. Al principio se hospedó en Livorno, en uno de los hoteles más baratos de la ciudad, del cual se trasladó al lujoso Excelsior el mismo día en que dejó de acudir al balneario. Las indagaciones que se efectuaron en ambos hoteles parecían referirse a dos hombres enteramente distintos. El Swift a quien recordaban en Livorno escribía su correspondencia comercial en la habitación, vivía en régimen de pensión completa, porque era más barato, y por las noches iba al cine.
»El Swift del Excelsior alquiló un coche con chófer y un detective privado, con el que visitaba los clubs nocturnos, pidió que le cambiaran las sábanas todos los días, se envió flores a sí mismo al hotel, habló con mujeres en la calle, invitándolas a paseos y cenas, y compró en las tiendas todo cuanto tenía a su alcance. Esta vida frívola duró cuatro días. El quinto dejó en recepción una carta para su detective privado. Este, tras haberla leído con asombro, trató de comunicarse con Swift por teléfono, pero él no descolgó el auricular, pese a encontrarse en su habitación. Permaneció en ella todo el día, no comió, encargó la cena, y cuando el camarero se la subió a la habitación, la encontró vacía. Swift le habló desde el cuarto de baño, a través de la puerta entreabierta. Al día siguiente se portó de modo similar, como si no pudiera soportar la vista del camarero. Estas extrañezas continuaban cuando llegó al Excelsior un tal Harold Kahn, antiguo amigo y socio de Ian Swift. Kahn regresaba a Estados Unidos después de una prolongada estancia en Japón. Cuando supo por casualidad que Swift se alojaba en el mismo hotel, fue a verlo a su habitación, y cuarenta y ocho horas más tarde los dos volaban hacia Nueva York en un reactor de la Pan American.
»El caso de Swift fue incluido en la serie, aunque no parecía ser típico, ya que le faltaba el epílogo fatal. No obstante, todo indicaba que Swift debía a Kahn su feliz retorno a la patria. El detective privado declaró que Swift no le había causado una impresión totalmente normal. Le había hablado de sus contactos con la organización terrorista Fuerzas de la Noche, que al parecer pensaba financiar a cambio de protección contra unos matones contratados para asesinarle por sus competidores de Boston. El detective privado tenía que actuar de testigo en las negociaciones y al mismo tiempo protegerlo de posibles atentados. Todo esto sonaba inverosímil, y al principio el detective creyó que el hombre que le había contratado estaba bajo el efecto de una droga. En una carta lacónica, a la que adjuntó un billete de cien dólares, Swift renunció de pronto a los servicios del detective. No decía nada sobre sus perseguidores, aparte de que le habían visitado en el hotel de Livorno, lo cual no correspondía a la verdad, pues allí no había recibido ninguna visita.
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