Juan Atienza - La Maquina De Matar
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– ¿Por qué no la dejas, Hank?… Podría estallar durante la noche y matarte…
– No estallará, sé cómo hay que hacer para que no estalle.
– ¿Y si te duermes, Hank?
– Aunque me duerma… -y Hank se incorporó ligeramente, mirando a su compañero con una extraña fijeza-. ¿Qué querrías hacer, quitármela?
– No quiero quitarte nada, Hank… Quiero sólo que no te pase algo malo.
Hank rió y las llamas rojas le tiñeron el rostro.
– ¡Que no me pase algo malo!.,. Apostaría cualquier cosa a que te gustaría presentarte en la comunidad con mi máquina, en vez de esas ollas sucias que habéis encontrado.
Wil no respondió. Volvió la espalda a Hank y trató de dormirse. Pero era difícil, sabiendo que a pocos pasos estaba la máquina en las manos de su compañero.
Imperceptiblemente, el orden de la marcha cambió a lo largo del día siguiente. Hank no caminaba delante, sino detrás de sus dos compañeros, como si quisiera tenerles constantemente a tiro de su máquina. Los otros no habían dicho nada, pero sabían que, ahora más que nunca, tenían que obedecerle, que tenían que inclinarse inexorablemente ante ese nuevo y terrible poder mucho más de lo que antes habían acatado su inteligencia y su mayor edad. La atmósfera había refrescado con los nubarrones que, desde la mañana temprana, habían cubierto el cielo. Y, a mediodía, gruesas gotas de lluvia se convirtieron en vapor ardiente al tocar el asfalto del camino. Y Hank escondió la máquina entre los restos de sus ropas, como pudo, para ocultarla de la lluvia.
Cuando llegaron al cruce de caminos, Hank ordenó:
– Os quedaréis aquí, hasta que yo regrese. Buscad refugio del agua y no os mováis. Cuando escuchéis los disparos es que he matado a esos hombres.
– Déjame acompañarte -suplicó Rad, y su sangre joven deseaba ardientemente la vista de otra sangre humana.
Pero Hank no le dejó. Se rió de él y le ordenó que se refugiase con Wil. Luego se alejó. Wil y Rad se metieron en una hondonada entre rocas y se decidieron a aguardar allí, mientras la sombra se hacía más densa en el cielo cubierto de nubarrones.
Rad movía la cabeza de un lado a otro:
– ¿Por qué no ha querido que le acompañara?
– Hank no es el mismo desde ayer… Tiene en sus manos la máquina y se ha convertido casi en un hombre como el que mató a Phil.
– ¿Por qué?
– Porque… -Wil se detuvo un instante, intentando escrutar los pensamientos ocultos del muchacho-. Porque esa máquina parece rodear de odio y de afán de poder a quien la tiene.
– ¿Y… si tú la tuvieras?
Wil se encogió de hombros, indiferente.
– Nunca la he tenido en las manos, no lo sé… Debe de sentirse algo muy raro aquí dentro, cuando se la posee.
– Es cierto… Bueno, quiero decir que a mí me habría gustado tener una…
– Bah… Olvídalo.
Y Wil se recostó en una roca, dispuesto tranquilamente a dormir. Pronto, su respiración se acompasó y Rad, levantándose sobre sus brazos y sus rodillas, comprobó que su compañero dormía. Entonces salió de la especie de covacha que les protegía y corrió silenciosamente bajo la lluvia. Las ruinas de la aldea quedaron a un lado, porque Rad dio un rodeo para no seguir adelante por la carretera, para no encontrarse con Hank o con los hombres que mataron a Phil.
De pronto, entre la lluvia densa, distinguió a lo lejos una figura agazapada. Se trataba sin ninguna duda de Hank, que esperaba el momento propicio. Rad se escondió a su vez, manteniéndose lejos de su compañero, a la espectativa.
Hank, detrás de un montón de ruinas, tenía al alcance de su máquina la roca por detrás de la cual había aparecido el hombre. Ahora, ese hombre estaría seguramente allí. Y él, Hank, había venido dispuesto a esperarle y matarle en cuanto asomara la cabeza. El cabello se le había pegado al rostro, todo él estaba empapado y la lluvia seguía cayendo. Pero tenía que esperar. No podía siquiera mostrarse, no debía salir a campo descubierto, si quería matar al hombre. En un momento u otro asomaría y, entonces…
Pero pasaba el tiempo, la lluvia arreciaba y la oscuridad dominaba completamente el paisaje muerto. Hank se decidió a actuar. Si el hombre no asomaba, tendría que ir en su busca. Reptando como los lagartos verdes que cazaba en las laderas del Valle de las Rocas -esos lagartos a los que mataban aplastándoles la cabeza con un pedrusco- Hank se deslizó, sosteniendo la máquina en la mano derecha. Pasó por detrás de los últimos muros desmoronados de la aldea y se acercó, siempre ocultándose, hasta el pie de las rocas.
Desde su escondite lejano, Rad vio su silueta arrastrarse y desaparecer tras un saliente. Se preguntó si Hank tendría la intención de buscar al hombre en su propia guarida.
Pero Hank tenía otro plan. Metió una de las cápsulas en el tubo de la máquina, apuntó al aire y disparó. Mientras los ecos de la explosión se mezclaban rápidamente con el manso caer de la lluvia, Hank detuvo la respiración y cargó de nuevo el arma. Su mirada no se apartaba de lo alto de la roca por donde el hombre tenía que aparecer. Ahora, ¡ahora tenía que hacerlo! Y, sin embargo…
No fue Hank quien se dio cuenta, sino Rad, desde el escondite por el que atisbaba los movimientos de su amigo. Vio salir entre la lluvia, por detrás de las rocas, una, dos, hasta seis cabezas de hombres armados con máquinas de matar. Y vio que si, ciertamente, el hombre en lo alto de la roca nunca habría podido descubrir el escondite de Hank, cualquiera de aquellos le tenía bajo el fuego de su máquina. Y no tardarían en descubrirle.
En un instante, antes siquiera de que hubiera tenido tiempo de pensar en aquella certeza que intuía, el aire se pobló de estallidos y luces fugaces y gritos. Hank se vio rodeado por aquellos hombres que le disparaban desde detrás de las rocas. Saltaban esquirlas de piedras a su alrededor, junto a su cabeza. Y el zumbido de los proyectiles se perdía en la distancia, después del rebote.
Hank disparó a ciegas, sin ver a los que le atacaban. Y, probablemente, no tuvo siquiera tiempo de cargar el arma de nuevo. Tenía que huir. Tenía que escapar de la ratonera donde se había metido. Hank salió deslizándose. De pronto, al echar a correr para cubrir el trecho de espacio abierto que le separaba de las ruinas, sintió en su espalda la quemadura de mil llamas y un empujón terrible que le lanzó cinco metros hacia delante. Cayó de bruces sobre la tierra mojada y sintió que la lluvia fría se mezclaba con la humedad caliente de la sangre que le corría por la espalda. En torno suyo saltaba el barro al impacto de los disparos incesantes y los gritos de los hombres que salían de sus madrigueras para rematarle.
Haciendo un esfuerzo tremendo, se incorporó y se lanzó nuevamente a la carrera, sosteniendo aún la máquina. Sintió una vez más, dos veces, los impactos sobre su cuerpo y sobre su pierna, pero tenía que escapar, como fuera. En la carrera pensaba por qué no habría conservado las otras dos máquinas, en lugar de haberlas enterrado para que no cayeran en manos de sus compañeros… Ahora, ellos podrían estar disparandolas, conteniendo seguramente la avalancha de disparos que sonaban sobre su cabeza.
Con el resto de sus fuerzas atravesó el pueblo derruido a la carrera, dando traspiés que, a cada instante, amenazaban lanzarle contra los muros. Pero los disparos y los gritos se oían cada vez más lejos y Hank fue cediendo la velocidad de su carrera, jadeante, en el límite de sus fuerzas, sintiendo que cada paso le hacía levantar una tonelada de carne muerta. Se detuvo. Miró en torno suyo. Estaba en una especie de plazuela que marcaba la salida de la aldea. La vista se le estaba nublando y sólo el peso de la máquina le hacía ya caer, caer… Hank se desplomó como una masa inerte en medio del asfalto mojado. Ya todo, incluso la lluvia, era silencio a su alrededor. Silencio total.
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