Juan Atienza - La Maquina De Matar

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La cabeza le cayó pesadamente sobre el pecho, incapaz de sostenerse alerta. Wil esperó unos instantes que le parecieron largos como años, hasta convencerse de que, efectivamente, Rad se había quedado dormido a la sombra de las jaras. Entonces, con movimientos tan lentos que se hicieron eternos, comenzó a arrastrarse hacia su compañero. La arena, tras él, formaba un surco como la huella de un gran lagarto. Despacio, tan despacio que parecía inmóvil, traspirando de miedo por cualquier ruido que pusiera en guardia a su compañero dormido, Wil se aproximó a él, conteniendo el aliento para no ser delatado.

Ya estaba cerca, tan cerca que, con sólo alargar la mano, podría haber alcanzado la máquina en las manos de Rad. Las suyas temblaban, presas de un horrible pánico a la muerte que significaba la máquina, pero tenía que hacerlo, tenía que hacerlo… ¡ahora!

Rad abrió los ojos. La máquina estaba fuertemente apresada por cuatro manos crispadas. Hubo una lucha. Una lucha breve y brutal, porque era la lucha de dos hombres por su propia vida. Rodaron por el suelo, levantando nubes de arena en torno suyo, revolviendo y arañándose los cuerpos, las ropas, sin soltar el arma ninguno de los dos. Sucios, sudorosos, crispados, los ojos de ambos llenos de espanto, sabían sin decírselo que la lucha terminaría sólo con la muerte de uno de los dos. Y la máquina, entre ambos, se pegaba alternativamente al cuerpo de uno o del otro.

De pronto, en medio de los dos, en medio de los cuerpos unidos por el abrazo de muerte, sonó el estallido de la máquina. Un estallido seco, sin ecos, casi sordo por la presión de los dos hombres.

Unas manos se aflojaron lentamente, deshaciendo su férreo abrazo sobre la máquina y sobre el cuello. Unas manos que habían dejado para siempre de oprimir.

Wil se levantó jadeando. En sus manos estaba la máquina y, a sus pies, con las últimas convulsiones de la muerte, hecho un ovillo trágico, Rad. El espanto asomó a los ojos de Wil, un horrible espanto ante la vista horrenda de aquella gran herida abierta en el vientre del muchacho, por la que se escapaba toda su sangre caliente, ante aquella mirada perdida en el aire del moribundo, incapaz de pronunciar una sola palabra, vueltos los ojos sobre sí mismo… hasta quedar inmóvil… con un último estertor y la ligerísima sacudida del cuerpo antes de la inmovilidad total.

Luego, el silencio. Y el jadeo aterrador de Wil, los ojos fijos en el cadáver, sucio de sangre y de tierra, torcido sobre sí mismo. Y la máquina de matar en sus manos, en las manos de Wil, que había matado a Rad.

Tenía que actuar rápidamente, ahora. Los ojos se le nublaron, porque él no había querido hacer aquello. Pero tenía que terminar. Cavó con las manos un hoyo profundo en la arena y enterró en él a Rad.

Después, lejos de donde reposaba el cadáver del muchacho, comenzó a cavar otro agujero menor. Tenía que enterrar allí la máquina de matar. La máquina tenía que desaparecer, porque había causado ya bastante daño. Y, sin embargo, cuando ya estaba hecho el profundo hoyo y empuñaba fuertemente la máquina entre sus manos, la miró fijamente… y miró también las cápsulas de muerte que estaban esparcidas por el suelo…

Wil tapó rápidamente el agujero que había hecho en la arena y se alejó guardando en su bolsa de viaje las cápsulas. Sus manos empuñaban febriles la máquina de matar.

Primero fue un ligerísimo estremecimiento de la mano bajo el calor del sol. Un temblor imperceptible. Un esfuerzo sobrehumano. La cabeza, levantándose pesadamente. Los labios secos, la garganta que se negaba a tragar.

Y, de pronto, la mirada rápida en torno, la mirada aún nebulosa y la búsqueda con los ojos. Con las manos.

Fue la primera sensación de Hank al volver en sí, cuando los rayos del sol daban de plano sobre el asfalto, evaporando el agua en vaharadas calientes: ¡No tenía la máquina de matar! Se la habían arrebatado.

Le dolía la herida de la espalda, pero la sangre se había coagulado, formando una costra tirante contra la piel y los restos de ropa. Sentía sed, una sed ardiente e incontenible. Sus ojos empañados buscaron en torno suyo un instante. A pocos metros, un charco de lluvia estaba aún intacto. Hank se arrastró lentamente hasta él, reptando sobre sus codos. Hundió la cabeza en el charco. El agua estaba caliente y sucia, olía mal, como a muerto. Hank, después de beber, contuvo una arcada. Trató de incorporarse, pero era difícil, casi imposible. Reptando siempre sobre los codos, huyó del sol y se refugió en una rinconada, entre las ruinas. Allí volvió a mirar en torno tuyo y, por primera vez, comenzó a darse cuenta de la situación. Sus compañeros habían huido y le habían dejado solo y malherido. Y, al rebuscar en su bolsa y no hallar las cápsulas, supo que se habían llevado con ellos la máquina de matar, su máquina. Tal vez le tomaron por muerto, pero él, ahora, se sentía vivo. Y hambriento.

En la mochila encontró restos de comida. Los devoró, como si alguien fuera a venir a quitárselos. Luego, haciendo un tremendo esfuerzo, pudo incorporarse. Al hacerlo, una de las heridas de la espalda se le abrió y le hizo torcerse de dolor y sujetarse a una roca para no caer. Esperó un instante y consiguió dar unos pasos lentos e inseguros. La línea de la vieja carretera se extendía frente a él, inmensa, infinita bajo el sol, como si rodease en toda su extensión el planeta muerto. Las fuerzas le fallaban, pero sabía que tenía que caminar, que tenía que regresar al valle, que únicamente allí podría sobrevivir a las espantosas heridas de las máquinas de muerte y a los mordiscos tumefactos de las ratas. Allí, donde el Viejo sabía los remedios que habían salvado a muchos de ellos de caídas y mordiscos de lagartos en los peores tiempos de hambre.

Se lanzó carretera adelante, haciendo avanzar penosamente su cuerpo herido, como una pesada mole vacilante, a punto de desplomarse a cada paso.

Cayendo y levantándose, sacando fuerzas de donde no las tenía, Hank anduvo penosamente hasta que la luz del sol comenzó a alargar las sombras, hasta que el yermo paisaje a ambos lados de la carretera se invadió de penumbras. Hank estaba al borde de su escasa resistencia. La herida que se había abierto seguía manando sangre y agua y, a trechos, iba dejando un breve reguero de sangre que se secaba inmediatamente en una mancha negruzca.

Veía mal. Su vista se nublaba por momentos a causa del esfuerzo sobrehumano que estaba realizando al caminar. Pero, de pronto, su olfato percibió algo que le hizo detenerse. El ambiente, en aquel lugar junto a las jaras, delataba olor a muerte. Se olió las ropas, temeroso de ser él mismo quien despedía ya ese olor hediondo. Pero no, no era él. El hedor provenía de las jaras y lo traía hasta él la brisa refrescante del anochecer.

Sus pasos le condujeron hasta allí. Vio tierra removida, rastro de una lucha feroz. Y el olor a muerte llegaba precisamente de un montón de arena. Comenzó a escarbar con sus manos yertas y, de pronto, lanzó un grito.

Era el rostro de Rad, con los ojos abiertos cubiertos de tierra, que le miraban fijamente.

Hank lloró.

El Viejo, desde su camastro, supo muy pronto que Wil había regresado solo. Y le dijeron también que había traído consigo una máquina de matar.

– ¿Una máquina de matar? ¿Qué clase de máquina? -el muchachito que se lo explicó le hizo un resumen de lo que era-. Un fusil… -quedó pensativo unos instantes, luego añadió tristemente, dirigiéndose al muchacho: -Dile a Wil que quiero verle…

Wil tardó en llegar. Llevaba firmemente sujeta en la mano la máquina y Hilla, la que había estado destinada a ser la mujer de Hank, le seguía mansamente, con una especie de orgullo por seguir perteneciendo al más poderoso. El Viejo adivinó la mirada súbitamente insolente de Wil. Le pidió humildemente, en el límite de sus fuerzas de jefe, que le contase cuanto había sucedido y cómo haba sido la muerte de Phil y de Hank y de Rad. Wil le contó la verdad… hasta donde pudo. Al llegar a la muerte de Rad, sus palabras se hicieron vacilantes y sintió que el sudor no le obedecía y le brotaba de las axilas y que la boca se le secaba. El Viejo le dejaba hablar y le observaba en silencio.

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