Juan Atienza - La Maquina De Matar

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– ¿Dónde está?…

Los hombres se miraron, dudando de todo, de Hank y de aquel jefe que les mataría a ellos si le delataban. Se cambiaron miradas temerosas y, en esas miradas, estaba reflejado todo un mundo de miedo y de muerte que podía alcanzarles a todos, como había alcanzado a aquel moribundo a quien únicamente parecía mantener en vida el odio. El más viejo de los hombres señaló hacia lo alto, hacia la cueva que había pertenecido al Viejo:

– Allá…

Hank miró hacia lo alto.

El sol daba de lleno en la boca de la cueva. Para llegar hasta ella, el angosto caminillo subía en zig-zag entre las peñas, ofreciendo escondrijos en cada esquina. La cueva parecía carente de vida.

Hank sintió que las fuerzas le estaban volviendo, tal vez por última vez, pero se sentía fuerte y capaz de gritar con toda su alma:

– ¡¡Wil!!…

La voz se repitió por el valle una y otra vez.

– ¡¡Wil!!…

Nadie asomaba en la puerta de la cueva. Los hombres y las mujeres se apartaron prudentemente del lado de Hank. Sabían que la máquina podía matar a uno de ellos y que Wil había necesitado dos disparos para terminar con Rick.

Hank dio unos pasos renqueantes hacia el senderillo entre las rocas. Llamó de nuevo:

– ¡¡Wil!!… ¡Sal a matarme a mí!… ¡Te estoy esperando!… ¡Mátame o voy a matarte yo!…

En lo alto distinguió de pronto la silueta del hombre que salía de la caverna. Llevaba en su mano la máquina. Hank se había ocultado tras una peña y, desde allí, observó los movimientos de su enemigo.

Vio cómo Wil oteaba en el valle, buscándole; casi le vio un temblor de miedo en el rostro. La máquina se movía en la misma dirección que los ojos, buscando un blanco: él. Pero Hank sabía también que la máquina no dispararía si él no se mostraba. Miró frente a sí, la senda que ascendía lentamente hacia la caverna y calculó las fuerzas que necesitaría para alcanzar la roca más próxima. De pronto, se levantó de un salto y se mostró entero ante el lejano Wil:

– ¡Estoy vivo, Wil!… Y he venido a que me des la máquina.

!Bang¡…

El disparo se repitió mil veces a lo largo y ancho del valle. El proyectil silbó cerca de Hank, mientras corría hasta la próxima peña. Hank sonrió. Un disparo menos. Catorce le quedaban. La idea le hizo adquirir más fuerzas. Con un impulso superior a sus escasas posibilidades, se lanzó hacia el siguiente escondrijo:

¡Bang!… Trece.

Hank tropezó su pie desnudo contra una piedra y cayó sobre el suelo de tierra.

¡Bang!… Doce. ¡Bang!… Once.

Hank se arrastró hasta la próxima roca. La gente, en el valle, se desperdigaba corriendo y las paredes de roca repetían los disparos y los multiplicaban hasta convertirlos en un aterrador trueno sin fin.

Hank tomó aliento detrás de la roca. Poco a poco, los ecos se amortiguaban y volvía el silencio. Hank se inclinaba bajo el dolor de todas sus heridas abiertas. Era como si las balas volvieran a meterse en sus carnes, como si las ratas estuvieran otra vez hincándole sus dientecillos agudos en las piernas. Se miró las manos. Estaban amoratadas y la sangre seca se mezclaba con la tierra y con la carne que asomaba. Los dedos tumefactos parecían gusanos incapaces de articularse. Si hubiera alcanzado el arma, habría sido incapaz de hacer uso de ella.

Pero el arma, la máquina de matar, estaba aún muy lejos, en manos de Wil y con once cápsulas que le esperaban. Hank jadeaba detrás de las rocas. Le separaba de Wil una distancia que, de no haber estado herido, habría podido franquear apenas en cincuenta, pasos. Así, en su estado…

Sintió fluirle la sangre a la boca, al tiempo que le venía una necesidad rabiosa de atacar y morder. Se limpió con el dorso de las manos tumefactas la comisura de los labios y vio que no era sangre, sino espuma. Y sintió dentro de él la rabia, matándole y dándole al mismo tiempo unas fuerzas titánicas.

Súbitamente, todo ocurrió como una exhalación. Hank se levantó y mostró su cuerpo. Las piernas le obedecieron dóciles y se lanzó a la carrera hacia lo alto, como un poseso.

Wil le vio acercarse y apuntó con cuidado.

¡Bang!… Diez.

El impacto en el vientre obligó a Hank a detenerse un segundo en su carrera. Pero solamente un segundo. Sus ojos despedían llamas y, con las manos tumefactas, se sujetaba el vientre herido, mientras seguía cuesta arriba la carrera en busca de su presa.

Wil le vio acercarse. Sabía que le había alcanzado, pero era como si ahora Hank fuera invulnerable a los proyectiles. Wil comenzó a meter las últimas cápsulas en la máquina. Apuntó de nuevo a la figura trepidante que se le venía encima y disparó dos veces más. Hank acusó los disparos, pero no había ya nada, ni siquiera la muerte, que pudiera detenerle. Wil volvió a disparar. Falló. Dos, tres veces más. Cuatro. La última cápsula se estrelló contra una roca y una esquirla rasgó una ceja y cerró definitivamente el ojo izquierdo de Hank, ya a pocos pasos de él. Disparó de nuevo, furioso y aterrado a un tiempo, pero la máquina no respondió al disparo y sobre Wil se lanzaba la masa furiosa de Hank como un huracán. Un hombre muerto que vivía únicamente para matar, ahora.

El choque fue espantoso. El impulso de Hank hizo que Wil cayera derribado sin ninguna resistencia. La cabeza le rebotó contra las piedras de la entrada de la cueva y quedó inmóvil, como herido por un súbito rayo.

Hank, de pronto, no se dio cuenta. Golpeaba, muerto, un cuerpo casi tan muerto como el suyo propio. Pero vio, súbitamente, que su enemigo -y pensó, ¿su enemigo?- no respondía a los golpes. Estaba allí, tendido debajo de él, inmóvil, y el rostro le adquiría una palidez de cera. Hank sintió desaparecer su odio al mismo tiempo que sentía extinguirse su propia vida. Con su última fuerza buscó con mirada turbia el arma que yacía cerca, entre el polvo. Su mano hinchada la tomó como habría podido apresar un lagarto repugnante, empujó lentamente hacia la pared enhiesta del farallón y la dejó caer en el vacío. Se asomó y creyó ver cómo la máquina se estrellaba y se partía entre las rocas. Ya no tuvo fuerzas para más. Cayó junto a Wil y su mano, en un último estertor, trató de encontrar la de su amigo muerto. Su amigo otra vez. Ahora sí. Muertos los dos.

Pasó un tiempo antes de que la gente se atreviera a acercarse a los dos cuerpos. La primera fue Hilla, que se había mantenido encogida en el interior de la cueva. Y luego, lentamente, todos los demás, sin que el eco de sus pasos rompiera la calma que se había apoderado del valle después del tiroteo.

Contemplaron a prudente distancia los dos cuerpos, aún vagamente sacudidos por espasmos de muerte. Apartaron a los niños de la visión horrenda de la sangre.

Luego, alguien encargó a los jóvenes que cavasen una sola fosa, lo bastante profunda para contener los dos cuerpos, y el resto de la comunidad volvió lentamente al trabajo en el campo de maíz que estaba en barbecho. La futura cosecha no podía esperar. Los muertos, sí.

Y hubo muchos que pensaron que tendrían que elegir un nuevo jefe.

PREVISTOS 50 MUERTOS

Catorce muertos de los cincuenta “previstos”,

un éxito más de la operación “Steel Pike 7”.

(Titular de la prensa diaria.)

– Enhorabuena, almirante Badel -sonrió el general Klump, estrechando firmemente la mano del jefe de las maniobras.

– Gracias, mi general -aceptó, emocionado, el almirante.

– Todos los objetivos cubiertos en un tiempo menor que el previsto y todos los servicios funcionando en perfectas condiciones. Realmente, nada mejor podía pedirse.

– Efectivamente, mi general -asintió Badel, henchido de satisfacción. En realidad, aquel éxito había sido obra totalmente suya. El Alto Estado Mayor le había confiado toda la responsabilidad de la operación y, durante los siete días de maniobras, había vivido pendiente de que todo estuviera a punto y de que no hubiera ni un segundo de retraso sobre los tiempos previstos y sobre los objetivos que tenían que ser alcanzados. Hoy, las metas alcanzadas y la operación convertida en un alarde de fuerza y precisión para el ejército más poderoso de la Tierra, Badel estaba seguro de que la trascendencia de aquel éxito le reportaría algo más práctico que la simple felicitación del general jefe del Alto Estado Mayor. Sólo tenía que esperar.

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