Juan Atienza - La Maquina De Matar
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El “muerto” estaba pálido y nadie habría podido decir si esa palidez estaba causada por la presión de las vendas que tuvo que soportar o por el miedo que pasó en los quince kilómetros de vuelo hasta que el helicóptero aterrizó en la cubierta del barco.
– ¿Cómo lo consiguió usted, mi teniente?…
El piloto se encogió de hombros, miró al radio y se dio cuenta de que podía contar con él como cómplice.
– Bueno… Es cuestión de práctica…
Sonó la corneta, llamando a los hombres al rancho. Los hombres se distribuyeron en grupos de siete. Cada uno recibió su ración de pan y de vino del país, un plato frío y un postre. Cada grupo de siete recibió una lata de carne.
Siete hombres se sentaron tranquilamente debajo de unos olivos, dispuestos a consumir la comida. Estaban silenciosos, cansados del duro bregar desde la madrugada. Estaban cansados de tres días de dormir sobre colchonetas neumáticas con escapes que les obligaban a hincharlas dos o tres veces a lo largo de la noche. Tenían una hora de descanso. Luego seguiría la operación.
Lejos se escuchaban los estampidos de los cañones. Algunas unidades seguían el gran espectáculo de las maniobras.
Las manos endurecidas y sucias empuñaban las cucharas o los cuchillos. Las bocas se movían a buen ritmo y los siete hombres, perfectamente desconocidos unos para otros diez minutos antes, seguían siéndolo, quizá más, ahora. La lata de carne de siete raciones descansaba en medio del grupo y los ojos de cada uno, casi por orden riguroso y en espacios de tiempo medidos, se fijaban en el próximo objetivo.
El primero en terminar se levantó de la piedra donde había estado sentado. Las miradas de todos se fijaron en él por un instante.
– Bueno, si queréis yo mismo… ¿eh?…
Y acercó la mano al lugar donde debería haber estado la lata que un segundo antes todos habían visto… Pero la lata había desaparecido.
– ¿Quién ha sido? -dijo el hambriento, mirando a todos con mirada de lobo.
No había sido nadie y cualquiera lo habría podido demostrar, porque cualquiera tendría que haberse puesto en pie para alcanzar la lata y todos habían permanecido sentados.
Simplemente, una lata de carne de siete raciones había desaparecido.
El sargento Carlyn había nacido para hombre de mar, aunque las circunstancias le habían limitado a pertenecer a la Infantería de Marina. Pero, cuando se encontraba de pie en la popa de un lanchón de desembarco se sentía, por lo menos, tan lobo marino como el legendario capitán Kidd. Presumía de conocer los vientos, pero tenía en cambio la imaginación opturada para los puntos cardinales. Consecuencia: que jamás acertaba cuando a un soplo de aire lo llamaba alisio o monzón. Claro que esto no le impedía gritar mentalmente: ¡ al abordaje! cada vez que el lanchón tocaba tierra con los bajos y se abrían las compuertas para vomitar hombres armados sobre las playas.
Ahora, arrostrando las olas y el mar que él llamaba encrespado, a veinticinco kilómetros del barco más próximo, el sargento Carlyn era nuevamente el comandante del buque, nombre que él daba al lanchón siempre que lo mandaba. Nueve hombres cansados se habían tumbado en el fondo y se dejaban balancear por las olas, contentos de tener siquiera media hora de descanso antes de comenzar de nuevo. Sobre sus cabezas cruzaban rápidos los cazas reactores y, dominando de vez en vez el rumor del mar, se escuchaban lejanos estampidos de los cañones antiaéreos, detrás de las colinas que había junto a la playa.
La guerra. La guerra y el mar. La felicidad absoluta para el sargento Carlyn, aunque el mar fuera sólo un golfo tranquilo y la guerra tan de mentirijillas como aquella.
– Sargento -llamó soñoliento uno de los hombres. Y Carlyn deseó, al menos, ser llamado general. ¡Si era él el comandante de aquella fuerza! Incluso se sintió paternal.
– ¿Qué hay, muchacho?
– Esto, que hace agua…
Carlyn miró el fondo del lanchón. Había una capa de agua de algunos centímetros. Fue como un descubrimiento. Los demás hombres se dieron entonces cuenta de que, efectivamente, se estaban mojando, aunque el calor sólo había hecho, hasta entonces, que sintieran agradable el frescorcillo del agua empapándoles las espaldas.
El sargento descendió de su puesto de mando e inspeccionó el piso de la nave. El agua, antes de que descubriera el agujero, le cubría casi las botas.
– ¿ Dónde hay bombas de achique? -preguntó uno de los hombres.
– ¿Bombas? Aquí no hay de eso… ¡Con los cascos!
Los nueve hombres, sin encomendarse al sargento, se quitaron los cascos de combate y comenzaron a tirar el agua por la borda. Sólo que entraba mucha más de la que podían achicar. Antes de cinco minutos, el lanchón corría serio peligro de zozobra. Carlyn miró en torno suyo. Los barcos más próximos se encontraban a más de veinte kilómetros todavía. Con la esperanza de contribuir en algo a aquello, se quitó la guerrera y trató de taponar con ella el agujero que -¿cómo podría haberse producido?- se abría en el fondo del lanchón.
«No llegaremos, no llegaremos… Y esta gente no podrá nadar hasta ninguno de los barcos. Se ahogarán»…
Ni él mismo se planteaba la terrible realidad de que tampoco él, el lobo marino, era capaz de nadar cuatro brazadas sin sentirse rendido. Pero, de pronto, se dio cuenta. No, no era solamente la vida de los muchachos, ¡era la suya propia! La distancia que tendría que vencer a nado se le apareció súbitamente como espantosa, insalvable, como un agujero hondo de miles de metros de profundidad, un abismo en el que estaba a punto de caer.
Con el agua cubriéndole las rodillas, se detuvo un segundo en el trabajo de achique. Aquello era tan inútil como echar en una trilladora el trigo grano a grano, espiga a espiga. No, no llegarían.
Los motores se detuvieron, anegados por el agua. Carlyn sintió que la sangre comenzaba a bandonar su corazón a chorros, dejándolo seco. La garganta estaba seca. Y sus piernas hundidas en el agua hasta… ¡hasta los muslos!
– ¡Sal… Sálvese quien pueda!… -gritó. Y se subió como un poseso a la borda, dispuesto a lanzarse al agua… a lo que fuera, a morir más rápidamente, a tragar agua para aquella garganta reseca.
El pánico cundió. Tres hombres lograron lanzarse al aguia antes de que el sargento se decidiera. Trataban de vencer a las olas con unas brazadas torponas que sólo servían para hacerles tragar más agua de la que su estómago podía soportar. No habían logrado apartarse más de una decena de metros del lanchen a la deriva, medio hundido, cuando se oyó la voz:
– ¡Eh, un momento!… Que se va el agua. ¡Volved!…
El sargento Carlyn, que todavía no se había decidido a saltar, encomendándose a los dioses del mar cuyos nombres nunca recordaba, se volvió. Y lo que pudieron ver sus ojos lo desmintió su inteligencia embotada por el pánico. El mismo agujero que había estado dejando entrar el agua la sorbía ahora con un torbellino, vaciando el lanchón más rápidamente de lo que lo había llenado, como el agua tragada por el desagüe.
– ¡No!… ¡No es posible!…
Y, sin embargo, lo era. Tan posible como aquella dulce realidad del motor del lanchón que volvió a ponerse en marcha cuando dejó de anegarlo el agua. Tan verdad como aquella visión antinatural del agua vista a través del espantoso agujero, como si súbitamente un grueso cristal invisible lo hubiera taponado por arte de magia.
Carlyn lo pensó luego, con su habitual lentitud de pensamiento. Sí, debía de ser eso, magia. La magia de los dioses del mar a los que se habían encomendado. Indudablemente, Carlyn era considerado por ellos como digno de los mismos milagros que ayudaban a los lobos de mar. Así lo explicó a sus muchachos, cuando todos estuvieron de nuevo sobre el lanchón y, naturalmente, nunca vio las sonrisas que se lanzaban unos a otros a través de sus rostros pálidos de miedo. Nunca lo vio porque había vuelto a tomar su puesto de comandante del buque y estaba demasiado alto para fijarse en minucias.
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