Juan Atienza - La Maquina De Matar
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– ¡Las coordenadas!… ¡¡Las coordenadas!!… -gritó fuera de sí el capitán Hals a los artilleros de la batería-. ¡Ni un impacto en el objetivo! ¿ Pero es que no saben ustedes calcular, cuando se les da las coordenadas de un objetivo?… ¡A ver, los artilleros jefes de cada pieza!… ¡Aquí!
Cinco hombres llegaron corriendo en la incierta luz de la tarde y se cuadraron en fila ante el capitán.
– ¡Sus cálculos!… ¡Rápido!… Les di órdenes concretas de batir la cota 13-A-5. ¡La 13-A-5, me entienden!… Y todos los impactos están situados tres kilómetros a la derecha… ¡Vamos, los cálculos!…
Los cinco artilleros tendieron al capitán las tablillas de cálculo. El capitán Hals las observó una por una, tratando de encontrar inmediatamente el error que hacía que las cinco piezas de la batería se desviasen tres kilómetros a la derecha del objetivo. Pero los cálculos parecían ser totalmente correctos. El capitán tardó un instante en darse cuenta de que allí no había error alguno. Les devolvió las tablillas de cálculo a los artilleros y quedó pensativo.
– Bien… No parece que haya error y, sin embargo… -Meditó la orden tres segundos exactamente-. ¡Coloquen una carga de proyectiles trazadores!
Los artilleros corrieron a sus puestos. Dos minutos después, los cinco se cuadraban en la distancia, indicando que las órdenes habían sido cumplidas.
– ¡Fuego!… -ordenó el capitán.
Los cinco cañones de la batería rugieron y las balas trazadoras señalaron con su surco la trayectoria, en línea recta hacia la cota 13-A-5… para desviarse en ángulo recto, contra toda lógica, cien metros antes de caer sobre el objetivo. Las explosiones se registraron, como las veces anteriores, tres kilómetros a la derecha de la cota.
El capitán Hals se rascó la cabeza. No, no cabía pensar. Las cosas eran así y no cabía discusión. Pero eso le removía los intestinos. Gritó:
– ¡Calculen un objetivo tres kilómetros a la izquierda de la cota!…
Tres minutos más y los artilleros habían emplazado las bocas de los cañones.
– ¡Fuego!…
Las balas trazadoras marcaron su surco en el cielo entre estampidos de la batería. Y, justo como había ocurrido anteriormente, cien metros antes de llegar al objetivo, se desviaron limpiamente en ángulo recto… para caer seis kilómetros a la derecha, es decir, como antes, tres kilómetros a la derecha de la cota 13-A5.
La cota 13-A-5 se llamaba normalmente la colina del Águila. Y al abrigo de unos matorrales se encontraban gozando del frescor de la tarde los tres muchachos de Servicios Auxiliares y su jeep. Stele, el más joven de los tres, se desperezó y bostezó ruidosamente:
– ¿Qué, nos vamos? El teniente debe de estar esperándonos desde hace una hora…
– Espera un poco, hombre -musitó entre sueños Pigger.
– Tú, que a lo mejor se da cuenta y nos la cargamos…
– Bueno, anda, vamonos…
Despacio, como si las piernas les pesasen una tonelada, los tres hombres subieron al jeep. Pigger lo puso en marcha, chascando la lengua reseca.
– En cuanto me licencien, me dedico a no tocar un automóvil en lo que me queda de vida… ¡Jurado!
El jeep se alejó colina abajo.
Tres minutos después, la batería alcanzó por fin el objetivo señalado por el mando. La cota 13-A-5 quedó convertida en una criba.
Sobre el mar, los cazas reactores se deslizaban a quince mil metros de altura y a dos veces la velocidad del sonido. El MA-67 volaba en línea recta de este a oeste. El sonido quedaba atrás y el piloto contemplaba el cielo del atardecer sobre su cabeza. Era un poeta. Se llamaba Praxer.
De pronto distinguió algo con una claridad que a él mismo le sorprendió. Dos o trescientos metros sobre el avión se deslizaba silenciosamente un platillo volante. Nunca lo había visto y jamás nadie le había hecho creer en platillos. Pero ahora no cabía duda. ¡Era un platillo, un platillo de verdad!… La N. A. S. A. le premiaría si lograba…
– ¡Wad!… ¡¡Wa!!
– Dime…
– La máquina… ¿Has traído la máquina fotográfica?
– ¿A dónde?… ¡Tú estás loco!… ¿A unas maniobras una máquina fotográfica?
– ¡Mira!…
El radio miró hacia lo alto, hacia donde señalaba Praxer. Los dos se extasiaron en la contemplación del platillo durante dos segundos y tres décimas.
A la cuarta décima de segundo sobrevino el choque. Se estrellaron en pleno vuelo contra un bombardero tipo WTX-34 con doce hombres a bordo, que volaba sobre las mismas coordenadas en dirección oeste a este.
Catorce hombres perdieron la vida, instantáneamente. Los dos monstruos del aire, convertidos en un amasijo informe de chatarra, se precipitaron ardiendo contra el suelo.
Y no hubo cuatro víctimas más porque, cien metros antes de alcanzar el suelo, una violenta corriente de aire desvió los restos carbonizados a cinco kilómetros del puesto de mando desde el que el propio almirante Badel dirigía las operaciones con sus tres ayudantes de campo.
Se abrió la esclusa de la nave estelar y apareció en el umbral la silueta verdosa e iridiscente del contramaestre Prtt. El contramaestre agitó los pedúnculos en señal de respeto.
– Misión cumplida, profesor Trrf.
El profesor Trrf se incorporó de su yintsa y contrajo satisfecho los bulbos olfatorios.
– ¿Hubo dificultades, contramaestre?
El contramaestre hizo un ademán, asintiendo con sus antenas retráctiles. Se deslizó silenciosamente hacia el profesor y se dejó caer sobre la sulwimak que había frente a la escotilla.
– Bastantes… Hubo que recurrir a la ionización y a toda la energía antigravitatoria disponible… Pero lo más difícil fue localizar la lata de alimentos podrida. ¡Ni siquiera la visión esplónica de Wllt consiguió atravesar el metal oxidado!
Guardó silencio y la iridiscencia le disminuyó con la relajación. El profesor dio una vuelta en torno a él, respetuoso con su cansancio. El mismo le libró de los pesados xutros antes de decirle:
– Bien, Prrt… Ha hecho casi un buen trabajo…
El contramaestre bajó sorprendido sus anillos.
– ¿Casi, profesor?
– Casi, amigo… No le dije nada, porque no podía decírselo. Pero su misión era doble… Salvar a esos pobres terrestres era sólo una parte. La otra era eliminar a los que estuvieron a punto de llevarles a la muerte… ¡Y esos seres siguen vivos!…
El profesor meditó un momento y se le hincharon las agallas mientras aspiraba ávidamente el fresco metano de la atmósfera de la nave.
– ¡En fin!-… Habrá que esperar a otra ocasión…
Tres cuadrantes después, a velocidad superlumínica, la nave espacial abandonaba la atmósfera del Planeta Guerrero y se perdía en el hiperespacio. Los únicos hombres que lograron distinguirla estaban convertidos en haces de carbón retorcido y ya se había pasado aviso a sus familiares de la heroica muerte que sufrieron. ¡Muertos en acto de servicio por la Paz de la Tierra!…
LOS ADIVINOS
Seis años habían tardado, pero allí estaba.
Seis años de prisas frenéticas, de continuos cálculos, de pruebas sin fin; seis años de agotamiento. Y todo aquello, ¿para qué? El ingeniero Pragüe se limpió el sudor que le bañaba el rostro, después de la noche pasada en vela ajustando las últimas series de transistores en el nuevo computador. Levantó los ojos cansados hacia su ayudante, que verificaba las pruebas finales y dejaba vagar la mirada mortecina de unas luces a otras, de las cintas magnéticas a las memorias, a los circuitos de transistores, a los termostatos.
– ¿Todo en orden? -le preguntó.
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