Juan Atienza - La Maquina De Matar

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Volvió lentamente a su oficina provisional en el crucero insignia, gozando por primera vez de la brisa marina que en los días anteriores le había resultado tan insoportable como una atmósfera saturada de gases fétidos. Abrió todos los ojos de buey del camarote lleno de mesas cubiertas de planos y números, mapas a alta escala y modelos minúsculos de las unidades que intervinieron en las maniobras. Sus ojos tropezaron insensiblemente con la lista de las bajas sufridas: un papel con catorce nombres sujeto por un pisapapeles -una vieja espoleta de mortero- y sonrió de nuevo, satisfecho. Realmente, había sido una suerte, casi un milagro podría decirse, si el almirante Badel creyera en los milagros. Porque la operación era peligrosa, muy peligrosa. Y el fuego real, aunque sirve para entrenar bien a los muchachos, ofrece esos inconvenientes siempre fastidiosos. Recordó que, cuando recibió las instrucciones del Alto Estado Mayor y se le dijo que los muertos previstos eran cincuenta, había sonreído pensando que las altas jerarquías militares se habían quedado cortas en su previsión. Ahora, con esa victoria, las cosas volvían a su cauce y Badel estaba seguro de su próximo ascenso.

Pulsó el timbre que había sobre su mesa y, un segundo después, unos golpes suaves en la puerta le hicieron levantar la cabeza.

– Pase…

El ayudante se cuadró en el umbral. El almirante Badel le tendió la hoja de bajas.

– ¿Han dado el aviso oficial a las familias?

– Todavía no, señor. Esperábamos su visto bueno.

– Está bien. Cúrselo usted mismo.

– ¿Nada más, señor?

– Nada más, gracias…

Se quedó solo de nuevo y se acercó a la gran mesa central, en la que aún estaban colocadas las unidades en el lugar que ocuparon al final de la operación. Sí, había sido algo muy semejante a un milagro. Sólo catorce muertos. Treinta y seis hombres se habían librado de la muerte, tal vez sin saberlo. No, tal vez, no: ¡seguro que ignoraban que habían estado condenados!… ¿Pero cómo?…

***

El cabo Ross tenía que obedecer. Había estado obedeciendo durante diez años y sabía que no hacía falta pensar; gracias a eso había obtenido los galones. Por eso, cuando el teniente le indicó el camino a seguir con sus cinco hombres, Ross no dudó ni un segundo, a pesar de que había visto un instante antes cómo las granadas batían el sector por donde ahora tendrían que pasar. Sabía que todo estaba previsto y que, cuando ellos llegasen, el fuego cesaría, o se desplazaría, o cambiarían el fuego real por proyectiles de fogueo. Cualquier cosa.

El objetivo era rodear la colina, atravesar el barranco y reunirse con el resto de la unidad al otro lado, en la pista provisional de aterrizaje. La suya, le dijo el teniente, era una misión de limpieza: terminar con el supuesto enemigo que en ese sector se hubiera librado del bombardeo. Ross se sintió henchido de satisfacción porque, en su larga carrera militar, nunca se le había encomendado una parte tan responsable. Ahora podría demostrar lo que era. Llamó a sus hombres, los colocó en fila y colgó de su hombro derecho el ligero subfusil.

– ¡Andando!…

– Mi cabo… -se oyó una voz al final de la fila.

Ross miró con ojos torvos al que le había llamado. Era Goy, el estudiante. Ross le tenía una rabia especial, aunque nunca supo definirse a sí mismo las razones que le impulsaban a llamarle cerdo, o intelectual, o chismoso, según la ocasión.

– ¿Qué te pica?

– ¿Ha visto usted cómo zumban por ese lado?

– ¿Qué quiere decir eso, insubordinación?

– No, mi cabo, yo…

– Cierra el pico. ¡Hala, en marcha!

El muchacho que había junto a Goy estaba pálido y se persignó antes de ponerse en marcha. Era un campesino del interior y se llamaba Trepp. Gulian, el último de la fila, se rió de él.

– ¡Pronto te encomiendas a los santos, Trepp!…

– No te encomiendes y verás…

– ¡Silencio! -ordenó el cabo Ross.

La escuadra caminó un trecho por el sendero sin que nada más que el roce de las pesadas botas contra el suelo de tierra rompiera el silencio. Aunque hablar de silencio era en esos instantes una pura entelequia. Los estallidos de las granadas sonaban cada vez más cerca. Ross llegó a pensar, por un instante, que el teniente les había dado la orden de marcha con un poco de anticipación. Dentro de cinco minutos, a mucho tardar, estarían en el lado batido de la colina y, para entonces…

Alrededor de ellos, el paisaje comenzó a hacerse extraño. El bombardeo había arrancado árboles de cuajo y había removido la tierra y esparcido las plantas silvestres. Un olor acre a atmósfera saturada de dinamita comenzó a envolverles.

Y, cada vez más cercanas, las explosiones.

Gulian tocó levemente en el hombro a Goy, el estudiante.

– ¿Te has dado cuenta, tú?…

– ¿De qué?

– No sé… Será mi oído, pero me parece como si los pepinazos se oyeran a través de un cristal…

Goy atendió un instante.

– Sí, parece… Raro, ¿no?…

– ¡Silencio! -se oyó de nuevo la voz de Ross. Los dos hombres se miraron y encogieron los hombros en silencio.

Y, de pronto, fue el desastre.

Una granada de gran calibre se oyó silbar sobre sus cabezas y el horrendo estallido se produjo casi entre las mismas filas. Por un instante, el polvo y el fuego y los cascotes cegó a los hombres. Ross, como por instinto, se echó a tierra de bruces. Apenas comenzó a disiparse el humo, levantó la cabeza y miró. Había cinco cuerpos echados en tierra. Pensó por un instante: “Están todos muertos. Me he salvado de chiripa”. Pero, al incorporarse, se dio cuenta de que también los cinco hombres comenzaban a ponerse de pie.

– ¡Vaya, menos mal!… ¿Algún herido?

Los hombres se miraron unos a otros. No, no había ningún herido. Trepp se persignó de nuevo.

– Milagro, seguro…

Pero no pudo seguir. Un nuevo proyectil se acercaba silbando. Ross se echó a tierra, gritando:

– ¡Al suelo!… ¡Buscar refugio!…

Entonces comenzó el infierno. Durante diez minutos, el terreno que habían estado pisando fue machacado, sin que un solo centímetro cuadrado pareciera librarse de la metralla. Ross, metido en un agujero causado por alguna bomba caída anteriormente, trató de comunicar por radioteléfono con la unidad. Pero el teléfono no funcionó. “Bien, pensó, se acabó mi carrera militar”, y trató de recordar, por si las moscas, alguna de las oraciones que le había enseñado su madre en la infancia. Pero fue imposible.

Trepp apretó convulsamente el rosario que siempre llevaba metido en el bolsillo y sollozaba. A pocos pasos, casi totalmente cubierto de tierra, con las manos cubriendo el casco, estaba Daniev, casi un chiquillo, agitando con su temblequera la tierra que le había caído encima. No lograba ver más allá, porque el polvo lo cubría todo.

“¡Maldito sea Trepp!”, susurró Gulian para sus adentros, acurrucado bajo el tronco arrancado de un árbol. “Seguro que se salva con sus rezos, y nosotros a pudrir tierra. De esta no salgo”…

Su bota tropezó con algo blando, se volvió y vio junto a él a Flesher. Pálido, con los ojos fuertemente cerrados, seguramente estaba ya muerto.

“Como yo, dentro de un rato. Como todos. No vamos a salir ni uno vivo. Bueno, tal vez Trepp, que tiene influencia en el cielo.”

Goy, el estudiante, entretuvo sus últimos minutos en analizar aquella extraña sensación de estar rodeado por una bovedilla de cristal transparente. Los estallidos sonaban cercanos, casi sobre su cabeza, pero llegaban a sus oídos con el ligero tamiz de un muro invisible. “Debe ser la muerte, debo estar herido, tan grave que ya no siento nada.” Un obús estalló a medio metro de él y le cegó. Abrió la boca cuanto pudo, para evitar, al menos, que le saltaran los tímpanos.

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