Juan Atienza - La Maquina De Matar
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– Trató… de limpiarla, ¿sabes? La máquina estaba llena de arena y él no la había… no la había tenido nunca entre las manos. Me crees, ¿verdad?
– ¿Y por qué no tendría que creerte?
– El no sabía cómo funcionaba y… estalló entre sus manos.
Se quedó en silencio, respirando entrecortadamente y procurando que sus ojos no se encontrasen con aquellos ojillos firmes y punzantes del Viejo, que parecían atravesarle hasta lo más hondo. Pasó un instante antes que el Viejo hablase. Y Wil sintió largo ese instante y su mano apretó la de Hilla, tratando de cobrar ánimos en la mano cálida y sumisa de la mujer.
– Debiste enterrar el arma…
– Pensé en hacerlo, Viejo… pero luego… creí que podría sernos útil aquí, para…
– Sólo para matar, Wil… Sólo para matar. La máquina de matar, esta u otra cualquiera, qué más da, ha matado ya a tres hombres. Y seguirá matando, si no se la destruye. Tú debiste hacerlo entonces… Debes hacerlo ahora.
– ¡No!…
– ¿Por qué?
– No podemos quedarnos ahora… indefensos… Pueden venir los hombres de las rocas…
– No vinieron hasta ahora…
– Porque ignoraban nuestra existencia.
El Viejo mantuvo silencio un segundo. Y añadió, tranquilo:
– Aunque vinieran, no tendrían por qué hacernos…
– ¡He estado fuera del valle. Viejo!… He sabido que los que quedan, matan para sobrevivir. Nosotros tendremos que hacer lo mismo, si no queremos desaparecer.
– Los hombres inventaron grandes medios para matar y hemos terminado aquí, destrozados.
– ¡Por eso, precisamente!… Tenemos que ser fuertes y no dejarnos vencer…
– No, Wil, tenemos que ser humanos…
– ¡Fuertes, te digo, Viejo!… Sólo se salvará quien lo sea. La ley es la de matar o dejarse matar…
El Viejo negaba mansamente con la cabeza.
– No sabes nada, Viejo… No has salido de este valle y has olvidado ya lo que son los seres humanos…
– No puedo olvidarlo; te veo a ti…
– … ¡y has pasado hambre, pero has vivido en paz!… ¡Y la paz es una mentira, Viejo, me entiendes!… ¡Una mentira!… Tú ya no sirves para mandar la comunidad. Viejo…
– ¿Quién sirve, Wil?… ¿Tú, acaso?
Y el Viejo negaba apaciblemente con la cabeza y veía mansamente cómo se avecinaba el final inevitable, a medida que las respuestas de Wil se hacían más tajantes y observaba su mano crispada sobre la máquina.
– ¡No, Wil!… -gritó Hilla.
Un segundo después, desde las entradas de las cuevas, desde el fondo del valle, desde lo alto de los riscos de piedra, donde los jóvenes buscaban lagartos para la comida diaria, desde el lecho del río, donde los niños se bañaban al sol caliente, se escuchó el estallido y los ecos lo repitieron por las peñas, haciendo levantar todas las miradas de la comunidad hacia la entrada de la cueva del jefe. Y todos pudieron ver a Wil cuando salía, seguido de Hilla. Vieron a Wil con los ojos fuera de las órbitas, dejando ver la máquina fuertemente asida entre las manos. Buscaba un enemigo, alguien que se le opusiera, para matarle también. Pero nadie -¡nadie!- dio un paso hacia él. Wil era el vencedor, el jefe a quien nadie discutiría el poder.
La boca seca, las heridas parcialmente abiertas, despidiendo sangre mezclada con pus, los pasos inseguros, los pies abiertos por la marcha penosa e incesante, unas fuerzas sostenidas apenas por el odio y el deseo de llegar y curar aquel dolor lacerante que acababa con su vida. Eso era Hank cuando, al cabo de cuatro días de marcha inconcebible, llegó hasta las aguas claras del riachuelo que salía del Valle de las Rocas. Se dejó caer destrozado junto a la corriente. Calmó su sed con su agua y remojó en la misma agua sus heridas ardientes. Luego se tendió un instante a la sombra de una roca, para tomar fuerzas que le permitieran llegar. Quería estar descansado cuando apareciera en el valle.
Tendido indolente en la sombra, ardiendo de fiebre, recordó con una sonrisa mortecina lo que había sido hasta entonces su vida entre aquellos roquedales: la lucha constante contra todo, sólo con la ayuda de las manos y de las piedras, sin un arma con qué defenderse o atacar, aparte de las piedras y las rudimentarias azagayas que únicamente servían para cazar lagartos. Ahora, en algún lugar del valle, había un hombre, Wil, que poseía una máquina de matar. Una máquina que le pertenecía a él.
Tenía fiebre muy alta que le quemaba las entrañas. Le subía hasta la boca el gusto salado de la sangre. Escupió y vio un coágulo de sangre en la roca. Se levantó asustado. No podía esperar un segundo más, tenía que entrar en el valle y hacer que el Viejo le curara y destruir el arma. Después del descanso, las heridas le dolieron como si le hubieran clavado en ellas tizones encendidos. Pero contrajo los dientes para emprender la subida del empinado sendero que conducía a la entrada del valle. Más de una vez se detuvo a escuchar. Se escondió, sin saber por qué, al ver pasar a lo lejos a tres muchachos en busca de caza.
Tardó en llegar a la cima del collado el tiempo que el sol tardó en alcanzar el cénit. El calor, la fiebre y la sangre le empapaban la ropa y las gotas de sudor le escocían en los ojos. Se restregó con el dorso de la mano y levantó la mirada: en lo alto distinguió la silueta de un hombre, inmóvil. No sabía quién era, pero gritó con la esperanza de ser auxiliado. El hombre que estaba en lo alto no se movió de su posición extrañamente inclinada. Hank siguió reptando hacia él, gritándole de vez en vez, sin obtener nunca respuesta. Y, al llegar cerca de él, se pudo dar cuenta de la razón de aquel silencio. El hombre estaba atado a un palo y su cuerpo se inclinaba como un peso muerto hacia donde las ligaduras de lianas le permitían. En su frente se abría, horrible, el orificio causado por una cápsula de la máquina de matar. Aquel hombre -lo vio- había sido muerto a sangre fría, atado concienzudamente para que no pudiera huir de su horrible suerte.
Hank le reconoció y los músculos de su rostro se contrajeron.
– Ya ha comenzado… -murmuró, dejando caer la cabeza rígida sobre el pecho. Y entró en el valle.
Para los hombres y las mujeres de la comunidad que encontró en el fondo del valle, la visión apocalíptica de Hank, pálido, sudoroso y ensangrentado, cubierto de polvo negro y al límite de su fuerza, fue como un grito mudo de espanto. Todos le habían creído muerto y ahora, de pronto, al verle de nuevo, creyeron firmemente en la resurrección macabra de los cadáveres. Porque aquellos ojos hundidos en las órbitas eran ya ojos de muerto, porque aquella piel embarrada y escamosa era la piel de un muerto. Y la barba cerrada que crecía a corros sobre su rostro era la misma barba que les crece a los muertos. Sólo su mirada era viva, buscando, entre los hombres, a alguien que le ayudase, sin darse cuenta de que todos habían dado un paso atrás cuando se les acercó:
– El Viejo… -murmuró-. Llevadme al Viejo… El puede curarme…
– El Viejo ha muerto…
Hank se incorporó pesadamente.
– ¿Ha sido… él también… con su máquina?
Una afirmación muda le corroboró lo que sospechaba
– ¿A cuántos más?… ¿A cuántos más ha matado?
El silencio le rodeó, un silencio de miedo que atenazaba a todos, por su visión y por el recuerdo de lo que habían presenciado. Un chiquillo murmuró:
– A Rick… Y a David…
– ¿Y cuántas veces disparó?
– Tres…
– Cuatro… -corrigió otro.
Cuatro veces. Y una vez más para matar a Rad: cinco veces. Han de quedarle quince cápsulas. Tendría que disparar quince veces antes de que las cápsulas se terminasen. Quince veces y no quedaría una sola cápsula en la máquina. Y, entonces…
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