Juan Atienza - La Maquina De Matar

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– ¿Y por qué de prisa? Hay tiempo…

– No, no hay tiempo… Tenemos que encontrar en la ciudad una máquina de matar. Quiero volver y hacer con ese hombre lo que él hizo con Phil.

Wil fijó su mirada en la fogata que comenzaba a apagarse.

– El Viejo decía de la guerra: ojo por ojo y diente por diente… ¿Por qué lo diría?…

– Porque los dos bandos se destrozaron mutuamente con tal de devolver golpe por…

Hank se detuvo sin terminar lo que estaba diciendo. De pronto se había dado cuenta de que él se hallaba metido hasta los huesos en un engranaje de odio.

***

El sol brillaba fuertemente en lo alto.

– Hank, vamos a descansar un momento… -suplicaba Rad, que se había quedado atrás.

Hank ni siquiera se volvió. Seguía caminando y era como si sus pies se hubieran acostumbrado al ardor del asfalto. A uno y otro lado, troncos de árboles convertidos en montones de polvo seco, que se introducía por las narices hasta obstruirlas, cuando soplaba el viento caliente del sur.

No se habían detenido desde antes de la salida del sol. Hank les había hecho levantar con la primera luz del alba y, sin esperarles, se había echado al camino, dando largas zancadas. Sin duda no durmió en toda la noche, pero era como si una fuerza ajena le mantuviese erguido y moviera sus pies una vez y otra, en una marcha que Wil malamente podía seguir y que agotó a Rad hasta el desfallecimiento.

– Espera, Hank… Rad no puede más…

Hank se volvió. Su rostro estaba cubierto de polvo pegado al sudor, como una máscara. Les distinguió muy atrás. Rad había caído al suelo y Wil se inclinaba sobre él.

– Está bien… -les dijo, sin retroceder-. Yo sigo. Os esperaré en la entrada de la ciudad… Esperadme vosotros, si no me veis.

Contemplaron cómo se alejaba y se perdía detrás de las colinas calvas, sin volver la cabeza. Wil se volvió hacia Rad, preocupado:

– Nadie podría detenerle ya…

– ¿Sabes que me da miedo?

– No, miedo no… -respondió Wil-. Hank se ha cegado con la muerte de Phil y quiere vengarse. Sólo es eso…

– También yo querría vengarme. Pero ni eso me da fuerzas para seguir… -Rad sonreía.

Hank siguió caminando sin detenerse, hasta que tuvo el sol frente a los ojos, al borde de las colinas suaves que cubrían el horizonte. No sabía dónde se encontraba, no sabía siquiera si la ciudad estaba aún lejos, o si la tendría al alcance de sus pasos cansados.

De pronto, en la penumbra del atardecer, traspuesta la colina más alta, creyó ver algo entre las nubes de polvo: un punto que parecía brillar en la lejanía, detrás del siguiente peralte del camino. Arrastró los pies llagados hasta lo más alto y la vio.

Como un fantasma.

Muerta. Confundiéndose casi con la arena espesa que la rodeaba y la invadía. Extendida kilómetros y kilómetros al pie de las colinas que la encajonaban y atravesada por el hilo brillante del río. Fantasmas. Fantasmas de calles, de plazas, escombros fantasmales hasta perderse de vista. Y aún más allá. Y un silencio absoluto de muerte, roto apenas por el vientecillo suave de la noche cercana.

Hank se escondió entre un macizo de arbustos. Ahora quería esperar, asegurarse de que la ciudad estaba efectivamente desierta. Desde su escondíte dominaba una gran extensión de la ciudad y sus ojos fueron recorriendo lentamente cuanto abarcaba su mirada, buscando una sombra que se moviera, escuchando si, a través de la brisa, llegaba hasta él el ruido tenue de un paso.

Esperó luego, hasta que la noche se hubo enseñoreado de todo. Sólo había escuchado el rumor del viento y no había visto más que el fantasma inmóvil de la gran ciudad muerta. Salió entonces de entre los arbustos y avanzó despacio, sin hacer ruido, lejos de la carretera que podía destacar su silueta contra el cielo nocturno.

Pronto, los fantasmas surgieron ante él, poderosos en su inmensa muerte. Los muros quebrados, el asfalto reducido a polvo en las calles cubiertas por la arena del desierto atómico. El contador, en la oscuridad, marcaba el límite de radiactividad permitida; aún la ciudad estaba contaminada, después de pasados cincuenta años. Pero podía entrar en ella, perderse en sus calles destrozadas y buscar.

Sin embargo, al dar los primeros pasos dentro de esas calles, se detuvo aterrado. Algo le estaba diciendo que la ciudad estaba habitada. Miró en torno, a un ruido casi inaudible que le estaba rodeando por momentos y las vio. De los pozos inmensos de los viejos colectores salían ahora las ratas, a cientos, a millares. Ratas flacas, rabiosas, que se abalanzaron sobre él y tuvo que comenzar a matarlas a puntapiés, a pisotones, estrujándolas, reventándolas entre sus dedos hasta que pudo encontrar un palo mohoso entre las ruinas oscuras. Pero el palo se rompió a los primeros golpes y Hank tuvo que correr entre las ruinas, tropezando y pisando ratas rabiosas que le devoraban los pies. Vio un muro que parecía más firme que los otros y trepó a él, agazapándose entre los restos de una ventana. Ahora oía a sus pies el incesante correr de las ratas, sus chillidos, como si se trasmitieran unas a otras la noticia de que el hombre estaba allí arriba y que había que esperarle.

El cansancio le fue dejando dormido. Las mordeduras de las ratas no le dolían. Sus piernas tumefactas estaban ahora insensibilizadas por el incesante caminar de todo el día.

Pero el despertar fue espantoso. Sus piernas y sus brazos eran llagas purulentas y las señales de los mordiscos apenas habían dejado un centímetro de piel sana. Desde lo alto del muro en el que se había encaramado, miró hacia abajo y le pareció imposible haber subido allí de un salto la noche anterior. A sus pies, a más de cinco metros, estaba la calle enarenada y del ejército de ratas no quedaba más que las señales de las patitas, profundamente grabadas, a millones, en la arena.

Hank tuvo sed. Sentía la lengua gruesa en la boca, como si le estuviera a punto de estallar. Pensó que tenía que encontrar agua. La noche anterior había vislumbrado el río al otro lado de la ciudad, deslizándose silencioso entre las sombras de las ruinas. Ahora debía alcanzar ese río, si no quería morir ahogado por su propia lengua.

El salto que dio hasta el suelo le despertó, de pronto, todo el dolor rabioso de las mordeduras. Le dejó acurrucado en la arena, retorcido como un ovillo, y pasaron varios minutos antes de que pudiera sobreponerse. Entonces se incorporó y echó a andar, casi arrastrándose.

Paso a paso, mirando hacia todos lados con el temor de que las ratas volvieran a salir de entre los escombros, cruzó calles y plazas muertas. Los roedores habían desaparecido, como si hubieran sido solamente fantasmas nocturnos. De no haber sido por las piernas llagadas y por el dolor cada vez más fuerte, habría llegado a creer que nunca existieron. Y, sin embargo, cada vez que pasaba junto a la boca rota de un colector, oía muy hondos los chillidos y los mordiscos. Las ratas se mataban entre ellas en la oscuridad de las cloacas, ahora que no tenían un hombre a quien morder.

Caminó más confiado e incluso se atrevió a asomarse al agujero oscuro de alguna ruina, ya cerca del río. Pero no halló nada, como si todo se hubiera descompuesto, o como si la arena se hubiera comido los restos, enterrándolos en su barriga inmensa, taladrándolos con sus granos invisibles. Sólo se veía la ruina total, la madera podrida, el metal negro de óxido, los restos de tuberías como tripas fósiles, levantándose en forma de culebras paralíticas; los restos irreconocibles de antiguos vehículos despanzurrados contra las paredes. Y, de vez en vez, un cráneo mondo y un montón de huesos casi convertidos en polvo.

Restos de carteles que Hank apenas se detuvo a leer, recuerdos de antiguos comercios que se esfumaron con los hombres. Y, a veces, cruzando la calle como un obstáculo infranqueable, vigas de hierro retorcido que se desmoronaban en polvo a la menor presión.

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