Juan Atienza - La Maquina De Matar
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– ¿Salir? ¿Para qué? -preguntó Phil.
– !Para saber qué hay más allá!… Para buscar a los otros, a los que se hayan refugiado en otros valles…
Rad rió, incrédulo:
– ¡Pero eso son monsergas del Viejo!… Si hubiera alguien más, lo habríamos sabido, ¿no?…
– Bien… Tal vez sean monsergas, pero… digo yo: no vamos a pasar aquí dentro toda nuestra vida, sin saber qué hay más allá…
El entusiasmo de Hank prendió pronto en Rad y en Wil. Los tres miraron a Phil, que se mantenía en silencio.
– ¿Y tú, qué piensas?
Phil miró hacia su mujer y su hijo de corta edad, que contemplaban las mazorcas unos metros más lejos.
– No lo sé…
– Has de venir -casi ordenó Hank. Y Phil asintió en silencio. Y, mientras la comunidad celebraba con canciones malamente aprendidas o peor recordadas la fiesta del maíz granado, los cuatro compañeros subieron hasta la caverna del Viejo.
El Viejo, aquel día, tampoco había salido de su cueva, ni siquiera al saber la buena nueva. Había dejado que se la contasen y se alegró con todos, pero no salió. Quedó pensativo, con la mente fija en el pasado y sintiendo en los pulsos su vieja vida escapándose lentamente. Ahora, al menos, tenía la alegría de saber que, en adelante, las cosas irían mejor para todos y que, cuando él no estuviera entre ellos, ya no sería tan necesaria su presencia como hasta entonces. Los suyos, poco a poco, habían aprendido a sobrevivir y él había sabido inculcarles el horror a la violencia y hacia las formas de vida que habían originado el Gran Caos. Más adelante, con los jóvenes como Hank, aquello ya no había sido necesario. La lucha por la vida fue lo bastante dura para ellos, desde el día mismo de su nacimiento y así pudieron ver con sus propios ojos que la violencia entre ellos era inútil, porque cada uno necesitaba de todos los demás para sobrevivir. Lo ocurrido era para ellos apenas una leyenda en boca de los más viejos, pero la lección les había sido trasmitida por el Viejo, día a día. Y, sobre todo, aquella existencia era la única que conocían y su intuición les decía sin lugar a dudas que la fraternidad tenía que ser su única guía.
El Viejo acogió a los jóvenes con una sonrisa. Apreciaba especialmente a Hank y, desde que el muchacho tuvo discernimiento, había visto en él madera de jefe y sabía que se podría contar con él para regir a la comunidad del valle cuando su vida se apagase. Ahora, al verles, adivinó la idea que les traía a su presencia.
– Queréis salir del valle, ¿no es cierto?
Hank le miró con asombro:
– ¿Cómo lo has sabido?
– Porque también yo siento el mismo deseo, sólo que mis fuerzas ya no me lo permitirían…
– Pero el maíz granado significa que es posible, ¿verdad?
El Viejo meditó un instante:
– Tal vez… De todos modos, no es seguro.
– ¿Podemos intentarlo? -le preguntó Hank, pisándole las palabras.
– Ten calma, Hank…
El Viejo se incorporó lentamente de su jergón, rebuscó entre las viejas mantas deshilachadas que eran toda su hacienda y extrajo de entre ellas una caja metálica a la que iba adherido un hilo y un tubo brillante. Los jóvenes lo habían visto en sus manos más de una vez, cuando les contaba cómo aquel aparato les ayudó a encontrar el Valle de las Rocas.
– Recordáis lo que es, ¿no es así, Hank?…
Hank afirmó, mientras decía:
– Un contador Geyger… Pero no sé cómo funciona…
– Yo tampoco sé por qué funciona -contestó el Viejo-, pero sólo él os podrá indicar si hay peligro en vuestro camino. Colgó del hombro de Hank la correa que sujetaba la caja y añadió:
– Debéis llevar el tubo siempre delante de vosotros, de tal modo que no piséis más que los sitios que hayan sido detectados. El tubo trasmite a la caja la presencia de radiactividad y, cuando pasa sobre una zona peligrosa, se enciende esta luz. En los primeros años de vida en el valle, nos sirvió para encontrar alimentos. Cada vez que cazábamos un lagarto o un conejo, el contador nos decía si podíamos comerlo… Mirad aquí -y señaló los diales-. Esta flecha indica la cantidad de peligro. Porque puede haber radiactividad y no ser peligrosa… Sólo lo es si la flecha traspone esta señal roja… Si es así, no sigáis adelante.
Hank y sus compañeros pasaron el resto de la noche en vela con el Viejo, estudiando los caminos posibles que podrían seguir y lo que debían buscar si hallaban ruinas en alguna parte. A tres días de marcha hacia el Norte hubo una ciudad que ahora estaría totalmente asolada. Probablemente, quedarían restos de caminos que les harían más accesible la marcha. Les indicó que hubo otra ciudad mucho más lejos, hacia el Este, y algunos núcleos de población a mitad del camino. Pero el Viejo sabía que sólo encontrarían ruinas y, entre las ruinas…
– … Buscad arados, y azadones, y todo cuanto pueda seros luego útil para sembrar semillas y hacer que germinen los campos en los próximos años… ¡Algo tiene que haberse salvado del desastre! Y necesitamos tantas cosas que no pudimos traer entonces…
Sobre un papel amarillento por los años trazó unas líneas convencionales e inseguras que les llevarían hacia su destino. Fijaron los puntos donde debían encontrarse las ruinas y las rayas aproximadas de los caminos que conducirían hasta ellas.
– ¿Y… si encontramos a otros hombres?
– Si sucediera, que no es probable, decidles dónde estamos… y ofrecedles nuestra amistad. Siempre seremos más fuertes si somos muchos…
Los preparativos de la marcha les ocuparon un día más. Hank dejó que Hilla dispusiese el saco de provisiones que llevaría durante la marcha y luego, al atardecer, cansado de una noche entera sin dormir, se tumbó junto al cauce del riachuelo mientras Hilla meditaba, la mirada perdida en una lejanía que traspasaba las rocas desnudas del valle. Lejos se escuchaban las voces de los niños y tres cazadores descendían la pendiente sur con las escasas piezas que habían logrado cobrar aquel día.
– Hank…
– Sí -rumió Hank, casi entre sueños.
– ¿Regresaréis pronto?
– Supongo…
– Tengo miedo…
– Bah…
– Eres lo único que tengo…
– Regresaremos, déjame dormir…
Transcurrió un silencio pesado. Una escolopendra surgió de entre las piedrecillas y sus cuarenta tentáculos la arrastraron hasta la tierra removida de más allá. Las escolopendras se habían salvado también del desastre, pero no servían para comer y nadie reparaba en ellas.
Al amanecer del tercer día, acompañados hasta la desembocadura del valle por la mujer de Phil y por Hilla, los cuatro hombres emprendieron la marcha, siguiendo el curso del riachuelo. Hank y Wil volvieron la cabeza por última vez y la visión que ambos se llevaron consigo fue la misma: Hilla.
Rad dio un grito de alegría que resonó kilómetros y kilómetros en torno de ellos:
– ¡¡Libres!!…
Y comenzó a saltar entre los matojos resecos, adelantándose inconscientemente a Hank, que llevaba al hombro el contador Geyger. En su alegría no veía más que el inmenso horizonte que se abría ante él, invitándole a correr hasta alcanzar la línea más lejana. A Rad no le había crecido aún el pelo de la cara y su vitalidad rebasaba cualquier prudencia. Hank sabía que había que tratarle a gritos:
– ¡Rad!… ¡Vuelve aquí!…
Había dado orden de que los otros tres siguieran siempre detrás de él, para que ninguno de ellos se adelantase a las señales del contador.
Rad volvió, pidiendo perdón y, durante horas, caminaron en silencio. De tiempo en tiempo, Rad y Phil se detenían para contemplar un nuevo camino en ruinas, un cambio imperceptible del paisaje, un árbol muerto o el esqueleto de una res, calcinado por el sol de largos años. Ellos nunca habían visto animales mayores que los conejos y los lagartos que cazaban con piedras en los límites del valle y aquellos esqueletos de animales que sólo conocían por referencias, les parecieron monstruosos.
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