Juan Atienza - La Maquina De Matar
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Phil, por el contrario, caminaba con la cabeza baja. Seguía a sus compañeros porque sentía que debía hacerlo, porque se había visto envuelto en el viaje y no había encontrado palabras para negarse. Pero Phil habría preferido quedarse en el valle, junto a su mujer y su chico.
– Si quieres, puedes regresar -le había dicho Hank, cuando estaban a la salida del valle y Phil contemplaba a lo lejos todo lo que dejaba, con ojos brillantes.
Pero Phil negó fuertemente con la cabeza. No habría podido responder, aunque tenía como un nudo en la garganta que no lograba hacerle pronunciar ni una palabra. Desde entonces, caminó en silencio, sin mirar en torno más que lo estrictamente necesario, con sus pensamientos vueltos hacia lo que dejaba atrás.
Cuando el sol estaba en lo más alto alcanzaron el gran camino, la destrozada carretera que se extendía como una cinta interminable, hasta perderse más allá de las colinas de arena y rocas desnudas que dominaban el horizonte. El contador señaló que la carretera estaba libre de radiactividad, pero los cuatro hombres, tras haberlo hollado durante un trecho optaron por caminar por el borde, porque la cinta de asfalto quemaba como brasas sus pies aun a través del gastado calzado de goma deshilachada, impidiéndoles dar un paso.
Así siguieron hasta que la noche les cubrió, sin detenerse más que el tiempo imprescindible para comer unas pocas provisiones. Estaban habituados al hambre y con muy poco les bastaba. Cuando el sol se ocultó detrás del lejano horizonte monótono, buscaron un lugar resguardado, recogieron ramas secas de un arbusto muerto y, con pedernal y yesca, tal como el Viejo les había enseñado tantos años antes, encendieron una fogata.
Los cuatro se sintieron intimidados ante lo desconocido que les rodeaba. Algo -ninguno de ellos habría sabido decir qué- les transmitía una sensación de inseguridad, como si la lejanía del valle y de sus gentes les dejase indefensos en medio de un mundo hostil y muerto que les amenazaba con su sequedad y su silencio. Ahora, el fuego y la mutua compañía, unidos a la excitación de todo lo nuevo que habían contemplado a lo largo del día, les había quitado el sueño. Hank consultó largo rato el mapa rudimentario que trazaron con la ayuda del Viejo y pudo comprobar que habían avanzado mucho más de lo previsto.
– Si seguimos al ritmo de hoy -dijo-, antes de que se ponga el sol mañana habremos llegado a la ciudad.
Rad levantó la cabeza, ansioso de saber.
– ¿Cómo será la ciudad?
Wil se encogió de hombros.
– Ya puedes imaginarlo: un montón de piedras y arena.
– Tal vez haya aún muertos.
– Huesos -dijo, sordamente, Hank.
– Ni eso siquiera -completó Wil.
Pero Rad era muy joven y aquello de los muertos se le olvidó pronto, ante la excitación por lo desconocido.
– A lo mejor encontramos una de aquellas máquinas voladoras de que nos hablaba el Viejo, ¿no?… ¡Me gustaría contemplar la Tierra desde arriba… como las águilas!
Hank se tumbó junto al fuego y lo avivó con una rama.
– Del cielo vino la muerte y la destrucción… Eran máquinas malditas…
– Eran máquinas -completó Phil-. Y nunca hemos visto una de cualquier clase. Si las tuviéramos, no sabríamos ni cómo manejarlas…
Rad guardó silencio un instante muy corto. Luego siguió soñando.
– Pero las máquinas daban poder…
– Y muerte.
– Y había miles de personas en una ciudad… Millones… Y todas tenían máquinas… para hacerlo todo.
Calló de nuevo. Sus compañeros dormían o parecían dormir. En cualquier caso, nadie le atendía. Se echó junto al fuego a su vez y respiró hondo, completando para sí su pensamiento.
– Y las máquinas servían a la gente… y les daban una fuerza que nunca tendremos nosotros… Bueno, al fin y al cabo, no les sirvió de nada… Todos han muerto.
– Tal vez no -musitó Wil, desde su rincón entre las rocas.
Wil había vivido siempre solo. Su madre sobrevivió al desastre apenas el tiempo suficiente para echarle al mundo. Wil se había criado entre los demás chicos de la comunidad del valle, pero, mientras los otros tenían una madre hacia quien correr cuando barruntaban peligro, Wil tenía que buscar solo un saliente de roca donde ocultarse. Toda su vida la había pasado buscando a alguien a quien amar y, cuando había encontrado a Hilla, la muchacha le había postergado prefiriendo a Hank, que un día -nadie lo dudaba -sería el jefe de la comunidad. Wil había sido siempre el más atento oyente del Viejo, cuando reunía en torno suyo a los niños y a los jóvenes para contarles del mundo pasado, de aquel mundo del que, probablemente, ya nada quedaba en pie más que la colonia de seres famélicos del Valle de las Rocas. Y Wil había asimilado en su interior todos los conocimientos que para muchos otros pasaban desapercibidos y que el Viejo les transmitía, como leyendas, sin que para nadie más que para él -y, tal vez, para Hank, pero eso él mismo lo ignoraba- tuvieran un sentido. Wil, inconscientemente, estaba seguro de que un día habría de volver a existir aquel mundo remoto, con sus gentes por las calles, sus vehículos automóviles, sus casas construidas con cemento para preservar del frío y de la canícula, los alimentos variados en las tiendas… la fruta … el pescado … y hasta aquello que nunca había llegado a comprender totalmente, el dinero , que servía para tener cosas y para pagarse comodidades… Tal vez para tener también a Hilla, pensó alguna vez, aunque tenía que rechazar aquel pensamiento, convencido de que Hilla prefería a Hank porque tenía que ser así y no de otro modo…
– Sí, tal vez encontremos a alguien más… -murmuraba Hank en aquel momento, desde su puesto en la orilla de la fogata.
Todo quedó luego en silencio en torno a ellos. El silencio de la muerte del mundo, apenas turbado por el crepitar de los rescoldos.
Con las primeras luces del alba se adentraron nuevamente por el camino de asfalto, que ahora comenzaba a serpentear hacia un valle profundo donde crecían algunos matojos de jara y unos cardos amarillentos. Un tramo de la carretera se internaba en el valle; el otro brazo seguía hacia la derecha, y según el mapa tosco que habían trazado, pronto alcanzarían una aldea derruida.
Llegaron cuando el sol comenzaba a hacer arder el asfalto. Y tuvieron que detenerse, súbitamente aterrados por el espectáculo insólito que se les ofreció. Ya antes habían visto la tierra muerta, como un inmenso desierto calvo; estaban casi acostumbrados a aquella visión. Pero el desierto podría haber estado siempre muerto, desde el principio del mundo, sin que nada cambiase sobre sus rocas ardientes o sobre sus arenas lunares. En cambio, ahora, la aldea les ofrecía la muerte horrible del hombre y de sus cosas: las paredes desmoronadas, reventadas, con las vigas de madera podridas, saliendo como huesos negros de entre los escombros, como brazos esqueléticos que asomaban por encima de los tejados hundidos. Cristales reducidos a polvo brillante, enormes postes metálicos doblados, como de cera; los restos informes de lo que debieron ser máquinas y cuya utilidad, entre el orín y los hierros retorcidos, escapaba a la comprensión de los cuatro hombres.
Y, sobre todo, el hedor. No el hedor de cuerpos podridos, porque ya la podredumbre lo había deshecho todo. Era algo más penetrante, el hedor horrible de la muerte remota. Y la visión esporádica de los cráneos mondos, confundidos con los escombros.
Wil y Rad, dominando su terror, quisieron lanzarse a la carrera, para ver desde cerca todo aquello. Pero Hank les detuvo.
– Esperad…
El contador marcaba una radiactividad que no llegaba a ser peligrosa. Los cuatro avanzaron lentamente detrás del tubo de acero. Sus pasos resonaron en la soledad de la aldea muerta, donde cada piedra y cada ladrillo reventado parecían subsistir por el milagro silencioso de la muerte y se desmoronaban y se convertían en polvo al contacto de sus pies. Recorrieron las calles como sombras llegadas de otro planeta imposible de seres todavía vivos. Rad se llenaba los ojos de todo lo desconocido y no cesaba de preguntar:
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