Juan Aguilera - El refugio

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2024 d.C.: Un heterodoxo arqueólogo jesuita descubre en Marte los ruinas de una civilización desaparecida.
2029 d.C.: Sobre el lecho seco del mar de Aral, en el centro de la meseta de Ustyurt, aparece una forma de vida vegetal no terrestre.
2034 d.C.: Una inimaginable catástrofe cósmica se abate sobre la Tierra.
2039 d.C.: La humanidad diezmada se esfuerza en salir adelante, mientras una expedición espacial parte en busca de los culpables del Exterminio. En el curso de su viaje descubrirá una amenaza que empezó millones de años atrás.

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Mientras se acercaba, sus sentidos realizaron interforometrías, espectrometrías y radiometrías infrarrojas, calculando el balance energético del gigantesco mundo azul verdoso.

Era un planeta prometedor. Con un diámetro ligeramente menor que el de Urano, era, sin embargo, mucho más denso; lo que indicaba una mayor cantidad de materiales pesados. Si Taawatu se había instalado allí en primer lugar, habría dispuesto de los materiales necesarios para empezar a proyectar su rebelión.

Sí, tal vez había empezado todo en aquel lugar.

Se dirigió hacia los sutiles anillos del planeta, preparándose para lanzar las sondas.

La misteriosa Mancha Azul ya era claramente visible.

La Mancha empleaba unas 18 horas en dar la vuelta a Neptuno, extendiéndose ente los 30 grados de latitud Sur, y los 35 grados de longitud. Era un diez por ciento más oscura que su entorno. Los científicos pensaban que podría tratarse de un gran huracán, similar a la Mancha Roja de Júpiter. Pero semejante turbulencia atmosférica no podía ser atribuida a la débil radiación del lejano Sol, sino a alguna extraordinaria fuente de calor interna. ¿Artificial quizá?

En cualquier caso, allí había algo que merecía investigarse.

La enorme nave, que Susana había bautizado como Nadadora, estaba diseñada para ser pilotada por un único y solitario ser humano: ella. Pero, a pesar del gigantesco y estéril vacío que le rodeaba, por primera vez en su vida, no se sentía sola. Sus amigos: Lenov, Yuriko, Shikibu y los demás, esperaban en Marte. Trabajaban en un gran proyecto: salvar a la población de la Tierra de un futuro ataque de los Primigenios.

La humanidad (o, al menos, una parte de ella) se instalaría en el cinturón de asteroides; en pequeñas comunidades, muy separadas entre sí, donde evolucionarían adaptándose a su nuevo entorno, haciéndose prácticamente inmunes a los ataques de los Primigenios. Los delfines también sobrevivirían como mensajeros, viajando continuamente entre aquellos diminutos mundos.

Pero esto era sólo el principio.

Ahora sabían que todas las formas de vida superior en la Tierra poseían algo de Taawatu; eran como pedacitos de un gigantesco mosaico que, algún día, se reconstruiría por completo. Ni el más pequeño pez, anfibio, o reptil podía despreciarse; quizá sus genes contendrían una información valiosísima para la supervivencia. Todo el enorme campo morfogenético que era la Tierra debía preservarse para el futuro.

Una vez más, en el legado de las pirámides de Marte se halló la solución: algún día construirían una gigantesca Esfera Dyson para albergar todo el inmenso cuerpo de Taawatu.

El poderoso campo magnético de Neptuno la sacudió como una turbia marejada, y volvió a concentrar toda su atención en el planeta.

2050 d.C.

Ona atravesó la cámara con un fluido movimiento, deslizándose por el interior de la nave ingrávida con la gracia inconsciente de un habitante de los mares. Sandra la contempló entre admirada y orgullosa: su hija-hermana clónica, Ona, era una fiel copia de sí misma cuando tenía once años. Pero ella jamás había tenido semejante gracia en sus movimientos.

Las sutiles alteraciones promovidas por la genetécnica la había transformado en una criatura del espacio, mucho más de lo que la propia Sandra llegaría a ser nunca. Pero el camino continuaba. Como artistas, los genetecs de Marte jamás estaban satisfechos.

Sandra se preguntó a qué se parecería la humanidad del futuro. Cuando el medio cambia, los cambios en el ser vivo son siempre bien recibidos, pensó. Ona y otros como ella serían la Nueva Humanidad, los moradores del eterno mar del espacio.

Ona se detuvo a su lado (¿cómo lo hacía? Sandra no había visto que se asiera a nada). Acarició con ternura los cortos cabellos castaños de su hija-hermana. Era su propia imagen, hermanas gemelas con veinte años de diferencia. A aquella edad, recordaba Sandra, todo era nuevo, y Ona vibraba de excitación. Dijo con voz aguda:

– ¿Has visto ahí fuera, Sandra? Hay hogares esperándonos.

Ambas se acercaron a las portillas. Sandra contempló el asteroide carbonoso cubierto por una frondosa pelusa verde-plata.

Árboles de muchos kilómetros de altura rodeaban al minúsculo mundo, tendiéndose en el vacío como un bosque de hadas. Otro regalo de los extintos marcianos. La base biológica imprescindible para proyectar la construcción de una Esfera Dyson.

– Los baobabs lo han invadido -murmuró Sandra con una risa ahogada.

– ¿Cómo dices? -preguntó Ona.

– Recordaba un libro que leí a tu edad: El Principito.

– No lo conozco. ¿De quién es?

– De Antoine de Saint-Exupéry. Un preespacial. Un aviador terrestre.

– ¿Un aviador?

– Un hombre que pilotaba aviones. Ya sabes, aparatos para volar.

¿Aviones? ¿Un hombre que volaba? -Ona hizo un gesto de horror-. ¿En un planeta?

– Sí, aviones -explicó Sandra-. Aparatos con alas que aprovechaban el flujo de aire producido por un motor de hélice. El efecto Bernouilli…

– Ahh. Eso. Ya recuerdo. -Se estremeció-. Volar sobre el suelo expuesto a caerse. ¡Por Taawatu, debía ser muy valiente!

– Los aviadores lo eran entonces. Hoy en día es más seguro, creo. Muchos terrestres viajan por aire.

– ¡Los ajolotes están locos!

Ajolote, pensó Sandra con una sonrisa. Una palabra tex-mex. Así es como la gente del espacio había empezado a llamar a los terrestres que se negaban a abandonar la Tierra. Un ajolote era una especie de salamandra mejicana incapaz de adquirir pulmones. El ajolote permanecía toda su vida respirando por branquias, era un embrión que nunca se desarrollaría.

– Saint-Exupéry fue un pionero -le explicó Sandra a su hija-hermana-. Si viviera hoy, sería piloto espacial.

– Debió ser un personaje fascinador. ¿Qué decía en el libro sobre los, cómo se llaman, babosabs?

– «Baobabs». -Sandra frunció el ceño, recordando-. Decía: «Eran las semillas de baobabs. El suelo del planeta estaba infestado. Y si un baobab no se arranca a tiempo, ya no es posible desembarazarse de él. Lo perfora con sus raíces…» Había un dibujo del autor, un asteroide rodeado por las raíces de tres gruesos árboles, creciendo en tres direcciones distintas.

Observó de nuevo por la portilla. Allí se habían convertido en realidad las fantasías del piloto escritor.

O casi. Los árboles reales eran muy delgados en relación a su longitud; Saint-Exupéry había dibujado gruesos troncos, totalmente inútiles en la casi nula gravedad. ¿O había sido un efecto estético deliberado?

A fin de cuentas, no debía ser tan ignorante; aunque en su época aún no habían llegado a la Luna, sabían lo bastante sobre los asteroides.

En la Tierra, los verdaderos árboles asteroidales se habrían derrumbado como un manojo de espaguetis cocidos, aparte de que la savia no hubiera podido llegar al ápice. Allí crecían tan libres de peso como algas. Desde lejos, el asteroide semejaba una patata de la que brotasen tallos.

Las grandes hojas, del tamaño de una antena de radar, atrapaban eficientemente la débil luz solar, y producían enormes cúpulas esféricas repletas de aire, calor y luz. Sus nuevos hogares.

– Tengo que llamar ese libro del banco -decía Ona manipulando su microordenador-. ¿Antoine de Saint qué?

Las seis familias de colonos se reunieron en la cavidad central de la nave. Era la guardería, la sala de reuniones, y también la protección contra las tormentas solares: una gran cámara esférica de veinte metros de diámetro. Junto a la pared estaban los arneses de los que colgaban los más pequeños. Los niños mayores y los adolescentes se ocupaban de cuidarlos, mientras las familias se reunían en consejo.

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