Juan Aguilera - El refugio

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2024 d.C.: Un heterodoxo arqueólogo jesuita descubre en Marte los ruinas de una civilización desaparecida.
2029 d.C.: Sobre el lecho seco del mar de Aral, en el centro de la meseta de Ustyurt, aparece una forma de vida vegetal no terrestre.
2034 d.C.: Una inimaginable catástrofe cósmica se abate sobre la Tierra.
2039 d.C.: La humanidad diezmada se esfuerza en salir adelante, mientras una expedición espacial parte en busca de los culpables del Exterminio. En el curso de su viaje descubrirá una amenaza que empezó millones de años atrás.

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No vi nada que pudiera identificarse como tecnología. Las criaturas parecían adaptar sus cuerpos para cumplir mil funciones. Algunos de aquellos seres actuaban como ordenadores, otros como paneles solares de cientos de kilómetros de diámetro, otros transformaban sus cuerpos en motores de fusión, semejantes a las naves marcianas.

Estaba de pie sobre un cometa, contemplando el carrusel de estrellas sobre mi cabeza, fijándome en una más brillante. Era admirar un volcán birviente. Sentía algo indefinible: la excitación de estar rompiendo un tabú. Intriga, miedo, también fascinación.

Los «planetas de fuego» estaban prohibidos. Ésta era casi la única regla de aquella extraña comunidad. Y yo/la criatura cuya mente ocupaba ahora/estaba a punto de quebrarla.

Comencé a caer hacia el Sol. Caía y caía, como Alicia en el mundo del espejo; debía permanecer quieta para ir velozmente a otro lugar. A medida que el Sol me calentaba, me sentía rebullir, presa de una fiebre que me empujaba a salir del torpor helado. Recordé los hirvientes planetas que sólo había visto fugazmente y supe que serían míos.

Finalmente llegué a los grandes planetas gaseosos, estrellas fallidas; y desmenucé los cometas con los que había caído desde Oort, para procurarme un habitat donde pudiera cambiar, adaptarme a los pequeños mundos flamígeros que giraban abrazados al Sol.

Ya no conservaba conciencia del yo. Era una colmena, una colonia de coral, un conglomerado de uno en muchos.

Yo/nosotros flotaba/ábamos enorme sobre los tres mundos, derramando gérmenes y esporas, que cayeron y germinaron y rebulleron en el fango primigenio. Me extendí como una mancha de aceite sobre ellos.

Disfruté de la gloria del calor, del vértigo de las generaciones sucediéndose como las mareas…

Brevemente.

Cuando la paciencia de los dioses quedó colmada, su castigo fue fulminante. Aterrada/os hasta la médula, contemplé/amos cómo tres mundos eran alcanzados por una espada de fuego. Los cielos, la tierra y el fuego se mezclaron, los océanos hirvieron y el aire ardió y sobre los mundos se derramó una ardiente esterilidad.

Sobre mis planetas, la Creación había terminado en llamas, humo y silencio…

Pero no me/nos rendí/imos. No podía/íamos permitirme/nos pensar en la derrota. Había demasiado en juego; la pérdida completa del genoma, el exterminio… No, no debía/íamos pensar en eso.

Elaboré/amos un plan. Este era de una escala tal, que superaba los límites de la imaginación humana. Un plan que había necesitado eones para cumplirse, pero yo/nosotros estaba/abamos acostumbrada/s a pensar en esos términos. Volví mi/nuestra atención hacia la Tierra. Ahora era un mundo tenebroso, con el cielo veteado por enormes tormentas reticuladas por los rayos, y de las que caían cataratas de agua.

Gradualmente, el cielo aclaró, y la resplandeciente luz lo invadió todo. Plantas grotescas, deformes, elevaban sus hojas al sol, y entre sus enmarañadas ramas y troncos bullían formas escamosas, húmedas, estúpidas, crueles…

Los monstruos cambiaban de forma, como arcilla en las manos de un escultor. Se irguieron sobre patas como torres, bramando su desafío, abriéndose paso entre la maraña de ramas y enredaderas. Las bestias peleaban y yo/nosotros también, pues ahora soy/somos como ellas, todo escamas, mandíbulas, dientes, cuernos, espinas, placas. Poco a poco, como en una sinfonía inaudible e inacabable que hacía danzar a todos los seres, los monstruos cambiaron, perdieron los rasgos bestiales, convirtiéndose en Pájaro, Perro, Buey, Lobo, Ciervo, Mono, Hombre.

Los hombres crearon herramientas, edificios, barcos, leyes, imperios; fueron campesinos, magos, poetas, esclavos, adivinos, pastores, astrólogos…

Aumentaron en gran número, y con su peso abrumaban al planeta…

Y su magia atrajo nuevamente la ira de los dioses de más allá del cielo, indignados con su Enemigo, a medida que sus hijos aprendían a controlar su mundo…

¿Eres tú?

Susana jadeó. Luchó con todas sus fuerzas por recuperar el control, por regresar a su mundo.

Mientras el Cousteau derivaba entre las nubes de Júpiter, su único tripulante había caído en una especie de duermevela, ese instante indefinido entre el sueño y la vigilia, en el que aún se posee cierta capacidad de juicio racional. Su cabeza parecía palpitar mansamente; unas suaves manos le estaban dando un masaje a sus pensamientos.

¿Eres tú?

– ¿Qué…? ¿yo…?

La alucinación desapareció como una película bruscamente cortada. El contacto se retiró, como el tentáculo de un caracol al tocar algo desagradable. Al hacerlo, dejó tras de sí un espeso sentimiento de decepción, como el rastro plateado de una babosa.

Esa inmensa decepción se apoderó del pecho de Susana, oprimiéndoselo como una gigantesca mano. Sintió deseos de llorar, y se preguntó si aquello podía ser efecto de la sobredosis de meta-éxtasis. Estaba segura de que no.

Miró a su alrededor.

Abajo se deslizaba la envoltura de nubes, de un color que oscilaba del amarillo claro a tonos más saturados, dorados, anaranjados y azafrán, formando un trenzado dibujo.

Y aquellas criaturas voladoras estaban bajo el Cousteau; lo estaban elevando, empujándolo hacia el transparente aire de las alturas.

A pesar de que su mente aún zumbaba, Susana logró reunir la suficiente frialdad para utilizar una diminuta paleta, rascar el lomo del monstruo y obtener una muestra de tejido.

De todas las cosas que Lenov había imaginado, nada le había sorprendido tanto como la realidad.

Estaba posado en un claro de una selva increíble. La abundante vegetación que le rodeaba era engañosa; la temperatura era casi siberiana. Era evidente que aquellas no eran plantas normales.

Los árboles eran de troncos achaparrados, gruesos y cortos, una adaptación a la gravedad, sin duda. Sus copas se elevaban hacia un cielo totalmente fuera de lugar. Las feroces tormentas, los relámpagos y los truenos, omnipresentes en el ámbito joviano, se habían esfumado al atravesar el campo de fuerza. Las centellas seguían fulgurando en el cielo, cubierto de titánicas nubes; ningún sonido les llegaba.

Las hojas de los árboles eran de un pardo verdoso. Se preguntó si sería clorofila; en todo caso, poseía algún pigmento pardo, como las algas de gran profundidad. Quizá fuese una exigencia de la fotosíntesis. Tan lejos del Sol, deberían aprovechar muy bien sus rayos.

Otras plantas parecían trepadoras. Se aferraban a los árboles como serpientes, y supuso que era una solución a la falta de luz. Pero con aquella gravedad, ser una planta trepadora no debía ser una respuesta evolutiva muy práctica.

Se preguntó si las flores serían polinizadas por los insectos o por el viento. No advirtió criaturas voladoras de ninguna clase, pero eso no quería decir nada. Quizá los insectos polinizadores no volaban; la gravedad…

Tampoco habían herbívoros, o al menos, ninguno de tamaño visible. Lo cierto era que no tenía ni idea de lo que podía ser aquel sitio. Un tiburón podría sentirse desconcertado por un acuario.

Pensar en acuarios le produjo un ligero repeluzno. Sus amos pueden decorarlos con conchas, figuras de galeones hundidos, o buzos… Apartó aquel pensamiento. Siguió observando atentamente la selva, como un naturalista. No tenía nada mejor que hacer.

– Cousteau a Piccard. -Era la voz de Susana-. Cousteau a Piccard. Por favor, Lenov, contesta.

– Aquí Piccard. Te oigo, Susana… ¿Cómo es posible…?

Luego. Lenov, estoy rodeada por esos zepelines vivientes. No parece que hagan ningún gesto hostil.

– Tampoco a mí me atacaron.

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