Juan Aguilera - El refugio

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2024 d.C.: Un heterodoxo arqueólogo jesuita descubre en Marte los ruinas de una civilización desaparecida.
2029 d.C.: Sobre el lecho seco del mar de Aral, en el centro de la meseta de Ustyurt, aparece una forma de vida vegetal no terrestre.
2034 d.C.: Una inimaginable catástrofe cósmica se abate sobre la Tierra.
2039 d.C.: La humanidad diezmada se esfuerza en salir adelante, mientras una expedición espacial parte en busca de los culpables del Exterminio. En el curso de su viaje descubrirá una amenaza que empezó millones de años atrás.

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»Aquello preocupó a los otros Primigenios. Tienes que comprender que son seres de reacciones muy lentas, cuya vida se cifraba en millones de años, casi inmortales. A sus ojos, era una plaga. Una infección. Un cultivo microbiano que podía escapar a todo control.

»Taawatu se había transfigurado en millones de criaturas que se reproducían aprisa, muy aprisa, e iban llenando los mundos cercanos al Sol, extendiéndose incontrolables. Temieron que la fecunda vida de los planetas cálidos sería una amenaza futura para ellos.

»Y decidieron erradicar la plaga. La Tierra, Marte y Venus fueron… higienizados.

Lenov sentía una extraña sensación de irrealidad. No podía imaginarse un lugar más inadecuado para una revelación como aquella.

– Lo que cuentas exige una noche de tormenta y una buena chimenea encendida -dijo. Pero Susana no tenía cara de apreciar la ironía-. Continúa, por favor.

Taawatu sobrevivió muy debilitado al castigo. Pasó revista a sus fuerzas. Venus estaba por completo arruinado. Marte, además, había perdido gran parte de su atmósfera. Pero la Tierra… era un caso especial. Los Primigenios no lograron esterilizarla por completo; sobrevivieron bacterias y otros organismos procariontes, que, abandonados por sí solos, evolucionaron en eucariontes… ¿me sigues?

– Con dificultad, pero creo que sí.

– Cuando Taawatu decidió actuar de nuevo, ya había otro ciclo de vida actuando, en los mares. Y Taawatu realizó su jugada maestra: fue a la Tierra y se fraccionó. Se dividió en miles de subindividuos… -¿Los agnatos?

– Sí, de esta forma se instaló en la Tierra. Los subindividuos formaron un nuevo grupo de organismos: los vertebrados. Se transformó en un millón de formas diferentes, que se ajustaron a los nichos ecológicos de la Tierra.

»Yo ya había llegado a esta conclusión, creo que el padre Álvaro también lo había comprendido. Markus pensaba que la Humanidad fue creada por Taawatu… estaba equivocado, la realidad es más asombrosa aún: Nosotros somos Taawatu. -Dices que tú ya lo sabías.

– Había estado atando cabos, y la última transmisión de Markus me dio la clave. De repente lo compredí todo, pero me faltaban pruebas. No esperaba obtenerlas de una forma tan extraordinaria.

– Pero ¿para qué…? ¿Por qué hicieron algo así? Se dividieron, se convirtieron en todos los animales de la Tierra…

– Sólo los vertebrados. Un refugio. Un asilo. O un camuflaje, si lo prefieres. Taawatu esperaba ocultarse, hasta alcanzar un número suficiente de individuos y ser poderoso de nuevo. ¡Y entonces sería su momento! Había dejado en Marte armas y tecnología, suficientes para continuar su guerra cuando las condiciones fueran favorables.

«Mientras tanto, en la Tierra, sus entidades se reprodujeron y se extendieron por los mares. Evolucionaron en otras formas. Pasaron a vivir a la tierra seca.

»Pero, en algún momento, algo se perdió. -¿Qué se perdió? Susana se encogió de hombros.

– No puedo imaginarlo. Quizá Taawatu formaba una única mente colmena, quizá los subindividuos perdieron el contacto unos con otros. No lo sé; el caso es que Taawatu se fragmentó mentalmente. Perdió la conciencia de ser Taawatu. Olvidó su objetivo, y la vida evolucionó libremente en la Tierra hasta llegar al Hombre. El más estúpido de los descendientes de Taawatu.

«Ciegamente, nos aventuramos al espacio. Y allí estuvo nuestro error. Nuestro inconsciente error.

»En el pasado, los Primigenios habían contemplado cómo los insectos y los peces subían a tierra, cómo ésta se cubría de toscas plantas sin hojas, cómo los continentes se rasgaban y se abrían los océanos, cómo los parpadeos del Sol cubrían de hielo las superficies planetarias, cómo los peces convertían sus aletas en patas, sus escamas en plumas y pelo.

»Seres sin mente, nada que mereciera el interés de los Primigenios… Hasta que nosotros llamamos su atención.

– Provocando un nuevo y terrible ataque -completó Lenov.

– Ahí abajo habitan criaturas que son tal y como fue el Taawatu original. Han permanecido ahí silenciosos durante millones de años, ocultos en las nubes de Júpiter…

«Esperando nuestra llegada… esperando para reunirse con nosotros, para fundirse, para volver a ser la enorme criatura que una vez fue…

»Creo que eso es lo que intentaron hacer conmigo, pero fracasaron.

«Nosotros no recordamos ser Taawatu.

»La enorme criatura está amnésica y a merced de sus enemigos…

2038 d.C.

Mientras despachaba con su secretario, Enrique Kramer recibió la noticia de que se había detectado una docena de naves gigantescas, en órbita en torno a la Tierra. Si se estaba preparando una nueva irrupción, aquello representaría el principio del fin.

Unas horas después recibió la confortadora noticia de que eran marcianas. Bien, es posible que lo fueran, pero no estaba de más ser prudentes.

Cuando un pequeño transbordador se desprendió de una de las naves y penetró en la atmósfera, Kramer ordenó que se preparan las Fuerzas de Defensa.

La Tierra giraba perezosa bajo Santiago Casanova.

Realmente era terrible. Incluso desde la órbita se podía apreciar la magnitud del desastre. La Tierra era ahora un planeta diferente al que había conocido en su juventud.

En su lado oscuro apenas brillaban unas pocas y débiles lucecitas. En su lado luminoso, la zonas terrestres tenían un color amarillento enfermizo. La desertización se había apoderado del noventa por ciento del planeta.

Tras dar dos o tres vueltas al globo, entraron en la atmósfera. Una voz ladró por radio, indicándoles que se dirigieran a Europa Septentrional, hacia Lublin, sin desviarse en lo más mínimo, amenazando con derribarles si lo hacían. Como comité de recepción de la Madre Tierra a sus erráticos hijos, no estaba mal.

Siguiendo instrucciones de la torre, tomaron tierra en la ruinosa pista principal del astropuerto.

El aparato rebotó y vibró antes de detenerse. El piloto profirió un chaparrón de palabras en su idioma; Casanova reconoció obutsu (inmundicia), gaichú (insecto maligno) y sai-chijin (estúpido en grado superlativo), obviamente dirigido al controlador de vuelo.

En japonés no existen las palabrotas, pero el piloto parecía dispuesto a remediar esta carencia.

Por el asfalto, agrietado y hundido en parte, surgían manojos de hierba formando intrincados dibujos. Sería ridículo, consideró Casanova secándose el sudor, que tras recorrer tan largo camino fuéramos a rompernos las narices en este lugar.

Cuando el piloto calculó que el escudo ablativo se había enfriado lo suficiente, abrió la portezuela y Casanova respiró el aire libre de la Tierra.

El comité de recepción le estaba aguardando.

En un amplio semicírculo en torno al transbordador se habían ido situando varios carros blindados, piezas de artillería de campaña, camiones, transportes oruga; por todas partes habían hombres camuflados, parapetados o simplemente tendidos en el suelo. Sus no muy lucidas ropas eran tan diversas que, más que uniformados, estaban multiformados. Sus armas comprendían ametralladoras, subfusiles, fusiles de asalto, morteros, rifles con teleobjetivo, bazokas, lanzagranadas, pistolas, revólveres, escopetas… Sus razas eran tan dispares como su armamento y sus ropas; había caucasianos, asiáticos y árabes.

Un tanque cercano apuntaba justo al estómago de Casanova. Levantó las manos y dijo la frase de rigor:

– Llevadme ante vuestro jefe.

No le hicieron mucho caso. Dos tipos de aspecto hirsuto se acercaron y dijeron: levantad las manos, sin fijarse en que, tanto Casanova como el piloto, ya las tenían levantadas, y: bajad de la nave.

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