Yuriko se encerró en su camarote a meditar. Sabía que, al final del viaje, habría un comité de investigación. Se habían perdido vidas, y ella había ascendido en circunstancias poco regulares. La investigación era preceptiva en casos como el presente. Y no deseaba agravar las cosas abandonando a Lenov, ni agravarlas arriesgando las vidas a su custodia.
Contempló el altar de sus antepasados, y deseó que pudieran darle una respuesta. Pero ninguno de ellos mandó nunca un barco. Su decisión final fue dar luz verde.
Susana respiró hondo mientras Walter Fernández se afanaba con las conexiones neurológicas.
Con una máscara respiratoria en el rostro, flotaba desnuda boca abajo, los ojos cerrados, sus tubos de aire en nariz y boca, sujeta por fibras tensoras que se hundían hondamente en su carne y se adherían a sus huesos. Estaba en el interior del tanque destinado para un delfín, en el corazón del Cousteau.
Múltiples fibrillas grises flotaban como un manojo de algas. Fernández las recogió formando un ramillete. Tenían un poco agradable aspecto de tentáculos de anémona. Sus extremos remataban en unos ensanchamientos, ligeramente adherentes.
Palpó la cabeza de la etóloga, buscando los puntos donde previamente le había afeitado el cabello, y fue pegando las fibras, una por una.
– Bueno, Susana -dijo Fernández al cabo de un rato-, llegó el momento de la verdad.
El Cousteau era un dirigible gemelo al Piccard. Naves como aquellas habían sido probadas con éxito, una y otra vez, en recintos especialmente diseñados en Marte. Siempre por delfines. El sargento abandonó el estrecho habitáculo y cerró todas las compuertas tras él. Susana se encontró envuelta por la más absoluta oscuridad.
Por segunda vez, la Hoshikaze comenzaba la caída hacia Júpiter. La cerrazón color crema se aproximaba de nuevo. Yuriko dijo:
– Seiscientos kilómetros, Susana. Vamos a soltarte como a Vania. A los trescientos.
– Bien, Yuriko. -La voz de la etóloga era apacible y relajada.
– Quinientos kilómetros, comandante -anunció Shikibu, con voz tensa y exacta. Se sentaba muy derecha, con el firme propósito de poner todos sus sentidos en lo que estaba haciendo.
El enorme volumen de la Hoshikaze empezó a ser sacudido por las turbulencias atmosféricas.
– Trescientos kilómetros -dijo Yuriko-. Prepárate, Susana.
En la oscuridad, envuelta en agua como un feto en el claustro materno, Susana aguardó la sacudida. La explosión del desacoplamiento apenas fue audible, dentro de su cobertura líquida.
Como si hubiese caído en plancha desde un trampolín, sintió una formidable sacudida que cesó inmediatamente. El Cousteau caía hacia Júpiter como una piedra, al igual que lo había hecho su gemela.
– La entrada ha sido perfecta -informó Susana.
– ¿Todo bien, Susana?
– El escudo resiste -respondió ella-. Su parte interna aún está templada.
– Magnífico. Estás repitiendo el plan de vuelo del Piccard. Atención, ahí fue cuando abrió el paracaídas.
– Allá vamos. -Susana apretó una palanca, y el Cousteau se estrelló contra el muro de aire supersónico.
El padre Álvaro se introdujo en la cámara axial, cerrando y asegurando las compuertas de acceso tras él.
– «Vive Dios, que me rehusa justicia -recitó casi para sí-, y el Omnipotente que me ha colmado de amargura…»
Se detuvo, intentando calmar su corazón. Sus latidos eran coces en su pecho. ¿Tenía miedo por lo que iba a hacer? Demasiados condicionantes le gritaban, le suplicaban, que se detuviera. A su alrededor, los trajes espaciales vacíos, colgando de sus perchas, le miraban con mudo reproche. Álvaro cogió una de las pequeñas unidades impulsoras suspendidas junto a los trajes, y pasó las cinchas en torno a su cintura y hombros. La unidad quedó firmemente sujeta a su espalda.
Empezó a abrir la escotilla que daba acceso al hangar. Un cartel sobre ella le advertía:
ATENCIÓN, ¡NO ENTRE EN EL HANGAR SIN TRAJE DE VACÍO!
La escotilla se abrió suavemente y el franciscano se impulsó, flotando a través del orificio.
Estaba en el fondo del hangar, rodeado por luces giratorias naranja, que lanzaban rítmicos destellos contra las paredes cilindricas. Miró hacia arriba. Era impresionante, un pozo (o un túnel, ahora que estaba en ingravidez) de cien metros de longitud por veinte de diámetro. De sus paredes colgaban las navecillas auxiliares, como insectos pegados en el interior de una botella.
– «¡Que en el día del infortunio -gritó- es preservado el malvado y es sustraído en el día de la ira! ¿Quién le echa en cara su conducta? ¿Quién le da su merecido por sus obras?»
Su voz resonó por todo el hangar, creando una confusión de ecos en tonos metálicos.
– «Y cuando es llevado al cementerio -siguió recitando-, vela sobre su túmulo; dulces le son los terrones del torrente, y todo el mundo marcha tras él, yendo delante gente sin número.»
»¿A qué pues me dais tan vanos consuelos, si de vuestras respuestas no queda más que falacia?»
Falacia… qué fácil le resultaba pensar en esos términos ahora, y que difícil le había sido hacerlo unos meses antes.
Se había embarcado en aquella misión impulsado por las opiniones del padre Markus. Estas habían sido casi una ofensa para él; Markus había renegado completamente de Dios, es decir, había encontrado un dios nuevo, un dios que había engendrado no sólo al Hombre, sino a varias civilizaciones anteriores a éste. Un dios de crueldad y venganza, completamente ajeno al alma humana. Álvaro no podía admitir un Universo sin sentido, sin dirección. No podía volver a mirar por el telescopio y pensar que todos aquellos astros le devolvían una mirada de indiferencia, quizá de desinteresada crueldad, que aquellos caminos de luz que tantas veces había recorrido con placer infinito, eran realmente senderos de estiércol.
Dios había sido para él el Gran Arquitecto que había creado la maravillosa obra de arte y precisión matemática que era el Universo. ¿No era éste un reflejo de las corrientes y flujos presentes en la mente de Dios? Él soñaba con transponer su imperfección como humano, y llegar a rozar esa maravillosa presencia cósmica…
Pero ¿y si todo era mentira?
El Universo no tendría sentido, la vida no significaría nada. Susana lo había dicho, el Universo es inconmensurablemente grande comparado con la minúscula partícula que era el Hombre, ¿por qué algo tan grande tenía que tener sentido para satisfacer a algo tan pequeño? Y si ese minúsculo ser considerara que no vale la pena vivir en un Universo así, ¿qué le importaría realmente a ese silencio cósmico…?
Susana era una científica, necesitaba pruebas y más pruebas, antes de admitir la más mínima parcela de realidad. Pero Markus y él no lo eran. Confiaban únicamente en sus mentes para llegar a comprender el mundo.
Y la mente del padre Álvaro ya no dudaba…
– Estamos ganando altura, Vania -anunció Semi.
– ¿Estás seguro?
– Nos empujan hacia arriba.
Sí, no había duda, ascendían. El Piccard crujía como si fuera a ser aplastado como un huevo en cualquier momento. Al principio, pensó que era lo que pretendían los monstruos. Pero no, les estaban llevando con delicadeza hacia capas más altas. Aquello abría una posibilidad, tan débil y remota que pensar en ella era una locura. Pero un humano jamás acepta su propia destrucción. Al ascender recobrarían el contacto con la Hoshikaze.
Eso ya era algo.
Ahora que las veía de cerca, se daba cuenta de que no eran exactamente ballenas. La reconstrucción de Susana no incluía aquellas enormes placas de su piel, ni aquellos orificios a ambos lados de la cabeza, que latían abriéndose y cerrándose. Ni tampoco aquella boca circular, sin rastro de dientes o barbas. Ni aquellas filas de pequeñas aletas triangulares que recorrían sus lomos. Decididamente, no eran ballenas.
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