Y más abajo, a presiones aún más altas y temperaturas sobre los cien grados, la atmósfera se iría convirtiendo en el océano gigante de hidrógeno que formaba la mayor parte del planeta, en el que la Tierra entera podría caer como una piedra en un estanque, con un ligero chapoteo…
Maldijo sonoramente a Júpiter. Estaba harto de nubes.
Pero, por el momento, el Piccard seguía hundiéndose en las abullonadas nubes marrones. Pronto la luz quedó bloqueada, como bajo una negra nube de tormenta de la Tierra. El barómetro se había estabilizado.
Leyó los instrumentos. Estaban a unos noventa y cinco kilómetros sobre la superficie, sea lo que fuera ésta… la presión había subido a una atmósfera y media: no demasiado para el aparato. La temperatura exterior era de ochenta grados bajo cero. Para lo que era Júpiter, primaveral.
Semi se sumergía en el mar gaseoso. Sentía sobre su piel el liviano peso de la columna de aire, su sonar recibía señales electrónicas convertidas en sonido, sus otolitos sentían los casi imperceptibles movimientos de su nave-cuerpo. Una débil corriente arriba-abajo, el flujo laminar este-oeste, un leve retorcimiento que era la débil mano de la tormenta.
Podía hundirse más, pero todos sus nervios gritaban en contra. No luches contra el agua, es más fuerte que tus débiles músculos, le decía su instinto. Aprovecha su fuerza. Juega al judo con las corrientes. Cabalga las olas.
Para salvarse de las profundidades, debía entrar en la tormenta.
– ¿Que va a hacer qué? -exclamó una atónita Yuriko. -Es la única solución. - Pero… es una locura. ¡Lo prohibo!
– Yuriko, tú no estás aquí abajo -dijo Lenov, educado pero firme-. Si nos quedamos más en este nivel, iremos descendiendo poco a poco. Las celdillas no pueden contener más gas caliente. Y allá abajo… bueno, no habrá forma de ascender de nuevo.
– Lo que proponéis es un suicidio rápido.
– Creemos que no. Semi y yo estamos de acuerdo. Será más seguro en el ojo de la tormenta que fuera.
– Sigo pensando que es una locura.
Lenov suspiró. ¿Por qué no estaría ahora pescando anchoas en la costa de Perú? Le repitió su plan. Por fin, Yuriko dio su aprobación reluctante.
Semi abrió las válvulas y el Piccard prosiguió su descenso a niveles más bajos de la atmósfera. El plan era introducirse en la, tormenta por abajo.
Para ello, descendieron hasta los sesenta kilómetros. La presión alcanzaba allí las cuatro atmósferas y la temperatura solamente era de dieciocho grados bajo cero.
Poco a poco, el firmamento se fue cubriendo de opacas nubes rojo sangre.
Lenov estuvo muy ocupado en esas horas.
Mientras, el Piccard chapoteaba entre las nubes rojas. Las corrientes lo hacían girar sobre un eje vertical, pese a que habían soltado a proa un ancla flotante aérea, una especie de cola de cometa que los mantendría proa al viento y ofreciendo una resistencia mínima.
La presión disminuyó con rapidez y Semi soltaba más gas. Pero las bajas presiones producían también una fuerte corriente ascendente, como esperaban.
El Piccard había comenzado a ascender, cuando se produjo la catástrofe.
De repente fue sacudido por una fuerte racha de viento. El Piccard comenzó una frenética serie de giros que casi enloquecieron a Lenov. Semi gritó. Su chillido parecía el desesperado aullar de una sirena.
Soltó el ancla aérea. El Piccard siguió girando, como un patito de goma en el torbellino de una bañera que se vacía. Sus giros eran ahora sobre su centro de gravedad, más cortos, más rápidos. Una centella saltó entre las nubes. Lenov, aturdido, contó uno, dos, tres… antes de recordar que aquello no le serviría de mucho. ¿Cuál era la velocidad del sonido en la atmósfera de Júpiter?
La voz de la Hoshikaze se llenó de estática.
– ¡Piccard, resp… bzzz…
– ¡No os recibo bien, Hoshikaze !
Llegó el trueno; un trueno mucho menos bronco que el de una tormenta terrestre, si no más bien agudo, como un grito de dolor. Lenov recordó sus inmersiones en atmósfera de oxi-helio, en las que la voz humana se vuelve chillona. Aquello les divertía…
– Vientos de… bzzz… sssss… no recibí…
– ¡Yo tampoco os oigo!
– Rrrr… ¡contesta, Pie… rrrr…
– ¡ Hoshikaze! ¡ Hoshikaze, no os oigo!
– Oím… bzzz…
Era inútil. La atmósfera se había vuelto loca y el Piccard flotaba desvalido, como una pluma arrastrada por un vendaval. El peor enemigo de un dirigible es el viento. Lenov casi gritó ¡tenemos que salir de aquí! Aunque era indudable que el delfín no necesitaba tales consejos.
Otro relámpago centelleó. De nuevo el trueno chillón… más cerca. Hubo un crujido metálico. Lenov, al oírlo, sintió un estremecimiento. De nuevo un crujido. El altímetro indicaba que el Piccard perdía altura; indudablemente, había pérdida de gas… Un nuevo crujido… y el Piccard se partió en dos. La mitad posterior, conteniendo el módulo de regreso y el impulsor principal, se hundió como una piedra. La mitad anterior, con la góndola de mando, se elevó. Las luces de la cabina se apagaron y luego se encendieron de nuevo, al entrar en acción las baterías de emergencia. Lo que quedaba del Piccard giraba en el infierno de nubes escarlata, y su rotación disminuía con celeridad.
Como un corcho saltando del cuello de una botella, el Piccard emergió al aire claro, en el ojo del huracán. Flotaba en el centro de un grandioso embudo de nubes rojas, como si estuvieran en la arena de una plaza de toros. Las murallas nubosas se alzaban a su alrededor, mientras arriba relucía el sol en el cielo índigo. La navecilla se alzaba y se alzaba, en dirección al aire límpido de las alturas. Una válvula automática soltó gas para impedir que estallase. No es porque importe mucho, pensó Lenov con melancolía. Inclinándose como pudo, logró divisar cómo la mitad de popa se hundía hasta perderse de vista en el fondo del embudo.
– ¿Nos… zzz, Pie… rrr… Contest… zzz…
Lenov contestó la llamada; y en la forma más neutral posible, explicó su estado.
¡Muy alto, muy alto, maldición!, pensó Al-Hassad.
Una deslumbrante bola de fuego había estallado a un cuarto de la altura de la torre, cortándola limpiamente. Los marinos de la flota no pudieron verlo a través de las nubes, pero el resplandor fue claramente perceptible.
El almirante ordenó despejar el flanco Este de la torre. El gigantesco cilindro empezaba a derrumbarse hacia tierra.
Lentamente.
Y conforme caía, explotaron más bombas.
Aquel era el plan B: un intento desesperado de fragmentar la torre lo más posible, a fin de evitar el máximo de daño. Mientras descendían, los muchachos habían colocado varias cargas dispersas, antes de instalar la principal.
La torre quedó dividida en varias docenas de trozos, reducido el extremo más cercano a tierra a una fracción de la longitud total.
Los trozos de torre empezaron a arder por la fricción…
Para Lucas, todo aquello no fue sino una inmensa confusión. De repente, sintió una prisa frenética por salir de allí. De un zarpazo desgarró la tela.
La celda en la que lo habían encerrado colgaba entre las vigas, como un nido de procesionarias entre las ramas de un pino.
No había nadie a la vista.
La torre crujió. Lucas se sujetó con fuerza. ¡Estaba cayendo! Se sentía como en un ascensor rápido. Pronto, debía salir de allí. Tenía que salir de allí.
Se arrastró sobre una viga transversal, con su único brazo, en dirección a la pared. Arrastrarse… arrastrarse… un empujón… otro… el ascensor seguía bajando más y más rápido…
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