– Es aquí -dijo-. Éste es el punto donde la corteza es más delgada.
– ¿Estás segura? -preguntó Ono.
– Por supuesto.
– OK. Voy a marcar el lugar.
No era tan fácil como parecía. En la Tierra hubiera bastado con una bengala. En el océano, con un colorante. Allí había que operar de otra forma.
Primero, las dos se elevaron un centenar de metros. Ono tomó un cilindro alargado, acabado en punta. Del otro extremo salía un fino cable. Lo alineó visualmente con el punto señalado y dejó el cilindro flotando, con el morro puntiagudo apuntando hacia el punto señalado por Benazir. Con esa gravedad, tardaría mucho en caer.
– Alejémonos unos metros, Benazir.
Retrocedieron mientras Ono desenrollaba el cable. Este acababa en una cajita cuadrada con un botón. Lo apretó.
Una brillante llamarada surgió de la cola del cilindro, que salió disparado hacia el Arat. El cable se soltó de las manos de Ono. Esperaba que el cohete no se desviase. Y que el cronometraje fuera exacto.
Cuando el cohete estuvo a unos cincuenta metros, estalló, esparciendo una gran nube verde fluorescente. Las gotitas de colorante impactaron contra la superficie helada, tiñéndola de un llamativo verde fluorescente.
Benazir habló por la radio:
– Ya está, comandante.
El grupo del teniente se deslizaba sobre el Arat en el esqueleto, pilotado por Shikibu. La joven estaba fascinada. Aquello de poseer el grado más bajo de la tripulación tenía sus ventajas, la mandaban a los sitios más emocionantes.
– Ahora posaré mis pies en un mundo nuevo. ¡Cuando lo cuente en casa…!
El cabo Michael Harris, un rubio delgado que le había dedicado varias miradas apreciativas, le dijo:
– Procura aterrizar sobre ellos, guapa. Con esta gravedad, es fácil posar primero la nariz.
Ed Johnston y Jenny Brown se echaron a reír.
– Un pequeño paso para la Humanidad, pero un gran paso para Shikibu -dijo la última.
El teniente Shimizu se fijaba en un mapa fotográfico.
– La grieta debe aparecer ante nosotros dentro de poco. Afinad la vista, muchachos.
– ¡Allí! -Señaló Mike Harris-. Vira un poco hacia la derecha.
– Hacia estribor, querrás decir -rectificó Shikibu. - Vale, hacia estribor. Es que nunca me acuerdo de cuáles son babor y estribor.
El esqueleto se inclinó un poco. Allí aparecía: un profundo tajo en la costra del pequeño mundo. Resplandecía con un color blanco.
El esqueleto se acercó poco a poco hasta detenerse con suavidad, bajo la experta mano de Shikibu.
– Fin de trayecto -anunció-. Podéis bajar a estirar las piernas.
Los cinco se apearon, flotando sobre la superficie. Se aproximaron a la grieta.
Era una suerte que cayeran tan lentamente. Era muy profunda, de cincuenta o sesenta metros de ancho y, como ya sabían, varios kilómetros de largo. El fondo no se podía distinguir; la luz del Sol no llegaba.
– El Gran Cañón del Arat -dijo Shimizu-. Esto merecería música de Dvorak. Venga, vamos a descargar la sonda. - Teniente… -Dime, Shikibu.
– ¿Puedo bajar al fondo? No podemos caernos. -Nada de eso. - Pero…
– No discuta, oficial. Ahora estamos en tierra y mando yo. - En Tierra, exactamente… -Bueno, ya sabes lo que quiero decir. - Ooooohhhhh.
Shimizu examinó la grieta. Quizá se estaba pasando de precavido.
Pero había algo que no le gustaba en aquel lugar. Algo que no sabía decir qué era.
Se encogió de hombros. Para eso estaba la sonda.
En el puente, el comandante asintió pensativo.
– Muy bien -dijo-. Alejaos de ahí, Benazir.
Okedo se volvió hacia el intercomunicador, y ordenó al delfín que situara la Hoshikaze en la perpendicular de aquel punto. En momentos así, no le gustaba recordar que no tenía ningún control directo sobre la nave. Pero, después de todo, no era distinto a depender de un ordenador.
Lenov se acercó a Okedo y dijo por su micrófono.
– Benazir, alejaos de ahí, rápido.
Okedo le miró un tanto rígido. Tampoco acababa de gustarle que toda aquella gente deambulara por su puente. Todo aquello era tan poco militar…
– No te preocupes, Vania, ya me han oído. Y además, no empezaremos a disparar hasta que la sargento me confirme que están en un lugar seguro.
– ¿No podríamos subirla a bordo antes de disparar el máser?
Okedo bufó.
– Eso sería lo mejor, desde luego. Pero necesitamos alguien ahí abajo que controle el progreso de la perforación. Debemos andar con cuidado, si nos excedemos podemos atravesar el cometa. No tenemos experiencia con un tipo de trabajo así, por una razón muy sencilla.
– Nadie lo ha hecho antes.
– Sí. Claro que… Benazir ya no es necesaria ahí abajo -llamó-. Benazir.
– ¿Sí, comandante?
– ¿Quieres subir a bordo?
– ¿Es una broma, comandante?
– No es una broma, es una tontería que os arriesguéis las dos.
– Yo he diseñado esta misión, comandante. Haga subir a Ono, si así se siente más tranquilo.
– ¡Ni hablar! -dijo la aludida. Rápidamete rectificó-. Eh… lo siento, comandante. A sus órdenes.
– Bien, Ono, puedes seguir ahí abajo si lo deseas.
Definitivamente, todos aquellos civiles, no estaban resultando una buena influencia para sus hombres.
Tik-Tik empezó a mover la nave hacia el punto indicado. Para él no era muy distinto de nadar. Aquella máquina le proporcionaba un entorno perfectamente ajustado a sus instintos.
Ahora se sentía como si nadara por aguas turbias; el cometa era como un gran risco bajo el mar. Lo bordeaba con facilidad, sin sentir ninguna corriente que lo empujara hacia él.
La Hoshikaze estaba a varios cientos de metros sobre la zona marcada de verde chillón. Kenji desconectó la alineación automática del máser, que lo mantenía permanentemente orientado hacia Marte, e inclinó el reflector hacia el suelo con los mandos manuales. O lo intentó, ya que el montaje no podía inclinarse en ángulos tan extremos.
– Por favor, comandante, setenta grados de cabeceo sobre el meridiano treinta.
– Bien. -Okedo dio las órdenes oportunas al ordenador, que las traduciría y transmitiría al delfín.
– Correcto -anunció Kenji al cabo de unos minutos-. Tenemos la zona en el monitor.
– Ono, ¿estáis en lugar seguro?
– Sí, comandante.
Okedo se volvió hacia Kenji alzando en pulgar.
– Muy bien, dispara.
El ingeniero inspiró y giró un interruptor. Nada visible surgió del espejo, claro está. Pero, bajo ellos, empezó a burbujear una región elíptica de la superficie.
– Benazir, Ono, ¿todo bien?
– Sí, comandante.
– Recordad, no os acerquéis a la zona marcada.
– Descuide, comandante, no lo haremos.
Esperaba que fuera así. Okedo recordaba cómo queda la carne al microondas.
Kenji estaba mucho más tranquilo. Mantuvo un dedo sobre el interruptor principal, listo para apagarlo al menor problema.
Shimizu seguía con aburrimiento los progresos de la sonda. Bostezó. Miró el reloj. Volvió a bostezar. Quien invente una manera práctica de comer un sándwich con traje espacial se hará rico. Mierda, si pudiera almorzar… Pero no se podían ingerir más que alimentos líquidos o en papilla. Le hacían sentirse como un bebé comiendo potitos.
La pantalla no mostraba nada especial, salvo las paredes de hielo. Harris estaba al control y Johnston vigilaba los monitores. Pero también ellos sentían cierto muermo. La sonda seguía su ruta programada, arriba, abajo, desplazamiento a lo largo, arriba, abajo, desplazamiento…
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