Juan Aguilera - El refugio

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2024 d.C.: Un heterodoxo arqueólogo jesuita descubre en Marte los ruinas de una civilización desaparecida.
2029 d.C.: Sobre el lecho seco del mar de Aral, en el centro de la meseta de Ustyurt, aparece una forma de vida vegetal no terrestre.
2034 d.C.: Una inimaginable catástrofe cósmica se abate sobre la Tierra.
2039 d.C.: La humanidad diezmada se esfuerza en salir adelante, mientras una expedición espacial parte en busca de los culpables del Exterminio. En el curso de su viaje descubrirá una amenaza que empezó millones de años atrás.

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Otra fuente de luz iluminaba el paisaje, un penacho que brotaba justo debajo del horizonte. El impresionante chorro ascendía hasta salir del cono de sombra del núcleo, reflejando la luz del Sol.

El terreno era muy irregular, formado por aquella materia oscura, hielo pardo rojizo o blanco en algunos puntos. Recordaba poderosamente la lengua de un glaciar; la costra rojo-negruzca recubría el hielo como una morrena.

En algunos lugares, trozos de costra habían protegido al hielo subyacente contra la luz solar, en tanto que el circundante se había vaporizado. El resultado era una especie de mesas en forma de hongo, similares a las que pueden verse en los glaciares o a las chimeneas de hadas que se forman por acción de la lluvia. Había docenas de ellas; Benazir se inclinó para observar debajo de una, admirando la perfección geométrica de los cristales de hielo.

– Deberíamos tomar muestras directamente del penacho -dijo Benazir.

Walt -preguntó la cabo Oji-, ¿a qué distancia estamos de eso?

Pues… el horizonte estará a unos sesenta metros. No más allá de cien.

– ¿Tan cerca? Bien, vamos.

Propulsados por sus mochilas recorrieron la superficie, a muy baja velocidad.

Era todo un problema. Como bastaba un leve impulso para escapar de la gravedad del cometa, se veían obligados a inclinarse hacia delante, paralelos al suelo, y efectuar un breve disparo de los chorros para evitar salir disparados y volar más o menos a una distancia constante del terreno.

Conforme Benazir y Oji se acercaban al penacho, el cielo se volvía azul. La astrónoma estaba fascinada; los gases y polvos desprendidos del Arat por el calor solar formaban una turbulenta y efímera atmósfera que, al no ser retenida por la débil gravedad, se elevaba y formaba la coma.

Allá arriba era el turno de las partículas cargadas procedentes del Sol, el campo magnético solar y la débil presión de la luz las que se encargaban, por un proceso muy complejo, de dar forma a las colas. Éstas emitían luz por dos procesos distintos: la cola de gas presentaba una hermosa fluorescencia al ser bombardeada por la luz azul-violeta. La cola de polvo, formada por partículas más grandes, dispersaba el espectro solar, dando un color amarillo.

Benazir se acercó al borde del penacho…

– ¡Ooohhh! ¡Venid a ver esto! -exclamó atónita.

La base del surtidor de gases era una especie de circo de varios cientos de metros, una depresión ancha y poco profunda cuyo fondo estaba formado de hielos blancos. En él se alzaban una especie de mesas como las que ya había observado, como hongos de sombrerillo negro y tallo blanco.

Pero lo más sorprendente era la nieve. A medida que el hielo se calentaba y se convertía en vapor, arrastraba en su ascenso fragmentos sólidos que se iban evaporando en la subida. El resultado era que nevaba… hacia arriba. Copos grandes y pequeños subían majestuosos, desintegrándose en el proceso.

¿Qué hacemos, Benazir?

– Tomar una muestra de gases -dijo ella-. Debemos saber qué se cuece en esta caldera.

Bien. ¿Cómo lo haremos?

– Muy fácil. Esperad aquí.

¿Qué?

Benazir accionó su chorro y se lanzó a atravesar la base del surtidor.

– ¿Pero qué…?

– ¡ Benazir, mate! ¡Espera! -gritó Oji.

¿Nan? -sonó la voz alarmada del comandante Okedo, hablando desde el puente de la Hoshikaze.

– No pasa nada, comandante -dijo Benazir-, voy a recoger unas muestras de gas… el chorro es tan tenue que no se siente nada… excepto que el cielo se vuelve más y más azul. ¡Es maravilloso!

Con una mano, abrió los recipientes sellados al vacío que llevaba al costado.

– ¡Tendríais que probarlo, es estupendo! -exclamó Benazir, riendo como una muchacha. Fernández y Oji la siguieron.

Benazir tenía razón, era maravilloso. Podrían estar volando en ala delta sobre los Alpes.

Un gran trozo de sustancia oscura se elevó mayestáticamente, como una nube sólida de hollín. Benazir lo vio a tiempo, y se desvió con prudencia. De todos modos dudaba que un choque con aquella materia pudiese causarle daños a ella o su traje.

Los tres llegaron sin novedad hasta el otro extremo del circo.

Benazir, no deberías correr esos riesgos -le recriminó Shimizu-. Estamos aquí para algo. La próxima vez déjales ira ellos en primer lugar. Jenny, no te separes de ella.

A la orden.

Lo siento -se disculpó Benazir.

Su tono de voz era tan sincero que Shimizu no pudo menos que soltar una risita.

Iremos en tres grupos de tres -ordenó-. Joe, Shimada y yo seremos el grupo A. Oji, Masuto y Diana, el B. Benazir, Jenny y Walter serán el C. Desplegaos, manteniendo contacto visual. ¡En marcha!

Dar la vuelta al hemisferio no les llevó más de una hora. Tomaron muestras de cada tipo de superficie: hielos blancos o rojos, costras negras, en lugares escogidos al azar, a fin de garantizar su homogeneidad. En cada equipo había un cámara que filmaba en vídeo.

Benazir, ayudada por Fernández, hizo detonar una pequeña carga explosiva hundida en el hielo. La cabo Oji instaló el radiofaro. Era una precaución esencial; el núcleo era un cuerpo pequeño, su superficie era de dos kilómetros cuadrados, y podían tardar mucho en localizar la nave.

Mientras tanto, la Hoshikaze se acercó hasta casi rozar la superficie. El padre Álvaro y los cuatro tripulantes se hallaban reunidos en el puente, en torno a los vasitos de té, contemplando las imágenes transmitidas desde el Arat.

Benazir les hablaba desde una pantalla. Su rostro apenas se distinguía bajo el casco.

Tenemos una novedad. El sondeo sísmico indica que hay agua líquida a unos cuatrocientos metros de profundidad -informó.

– La mitad del radio del cometa -dijo Okedo.

– ¿Es eso normal? -preguntó Shikibu.

– En absoluto -contestó el sacerdote mientras comprobaba los datos transmitidos por Benazir-. Ese cometa es demasiado pequeño para contener un núcleo líquido de ese tamaño. Aquí parece regir un nuevo principio.

– ¿No puede haber algún error? -A Shikibu le parecía muy extraño.

– No. Las ondas S desaparecen a los 456 metros de profundidad, creando una zona de sombra donde únicamente llegan ondas P rezagadas…

– Un momento. ¿Qué son las ondas P y S ?

– Ondas sísmicas -explicó el padre Álvaro, con un punto de impaciencia-. Las ondas S no se propagan en medio líquido. Son como vibraciones de la cuerda de un instrumento musical, ¿comprenden? El líquido no ofrece resistencia a doblarse. Las ondas P son distintas, de compresión. Como el sonido. El líquido les hace perder velocidad. Provocando un pequeño terremoto con explosivos, se registran las ondas en diferentes puntos… y, bueno, el resultado está claro. El núcleo produce una sombra de ondas S. Por el tamaño de la sombra podemos deducir el del núcleo líquido.

– Benazir -dijo Okedo hablando por la radio-, ¿tienes alguna explicación para eso?

La voz de Benazir titubeó.

Parece que hay algo de material radiactivo interior. Eso lo calienta algo… por otro lado, el hielo es un buen aislante, de modo que el núcleo pierde calor muy despacio… Pero este cometa no tiene bastante masa como para mantener una bolsa de agua de ese tamaño en su interior. Creo que deberíamos hacer llegar una sonda hasta allí.

– ¿Cómo vamos a hacerlo? -Okedo arqueó las cejas-. Hay mucho hielo que retirar.

– He pensado algo -dijo Kenji, el ingeniero, un hombre muy joven y con aspecto de universitario-. Es un poco arriesgado, pero podría funcionar. Tenemos un máser de comunicaciones muy potente; pues bien, vaporizaremos unos cuantos miles de toneladas de hielo…

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