– La envoltura de gases y polvo, cabellera o coma -explicó Benazir a los reunidos-, posee un radio de unos seis mil kilómetros: ¡tan grande como la Tierra misma! En ese volumen de 904.800 kilómetros cúbicos, deberíamos localizar el núcleo de apenas unos kilómetros de radio.
– ¿Le queda mucho tiempo de vida? -preguntó Shimizu.
– Tan sólo meses. La cola corta revela un contenido escaso en volátiles; la superficie debe estar casi toda ella formada de granulos sólidos de silicatos y materia orgánica, mezclados con bolsas de hielos de donde emerge la coma. Los cometas son bolas de nieve sucia. Éste es una bola de suciedad nevada.
– ¿Han averiguado algo más concreto? -preguntó Okedo- ¿Hay algo anormal en ese cometa?
– Nada de momento -dijo el franciscano-. Es perfectamente normal.
– El padre Markus nos advirtió sobre la posibilidad de una Civilización Galáctica asentada en las nubes de Oort -insistió Okedo-. Los cometas serían, entonces, sus medios de comunicación. Markus supone que los halos cometarios de las estrellas se interpenetrarían en sus extremos más alejados; mezclando sus cometas, y sus civilizaciones…
– El padre Markus es un hombre extraordinariamente heterodoxo -sonrió el padre Álvaro-, incluso para ser jesuita.
– ¿Usted no cree que esto sea cierto? -preguntó Okedo.
– No. La nube de Oort no puede extenderse mucho más allá de las cien mil unidades astronómicas. Es fácil demostrar que el agujero negro que ocupa el centro de la galaxia, a treinta mil años luz de nosotros, tiene fuerza suficiente para liberar de la débil atracción del Sol a cualquier cometa situado a distancias cercanas a las 200.000 u.a.
– Eso no es relevante, padre -le cortó Benazir, y se volvió hacia Okedo-. Comandante, ese cometa parece normal, pero me habría sorprendido si esto no fuera así. Es evidente que nuestros enemigos quieren permanecer ocultos, pero no debemos dar nada por sentado, en ningún momento.
– No voy a dar nada por sentado -dijo Okedo-. Déjeme eso a mí, es mi trabajo; sólo quiero saber si, en el caso de que existiera algo fuera de lo común en esa bola de nieve, usted lo detectaría.
– Sí, ésta es mi respuesta. He pasado toda mi vida estudiando los cometas. Notaría al instante que algo anda mal.
Los ojos le brillaban. Tendrían que confiar en ella, nadie se había posado jamás en un cometa.
Entraron en la coma interna. Era como viajar dentro de un enorme tubo de neón que parpadease con lentitud.
El casco registró muy pocos impactos, lo cual les tranquilizó. A Okedo solamente le inquietaban los chorros, que hacían balancearse un poco a la Hoshikaze al rozarlos. Por fortuna, la coma de un cometa no es muy densa; en condiciones normales, ese volumen de gas cabría perfectamente en una habitación.
Benazir creía haber localizado el punto de emergencia de los chorros de gas, que sería el núcleo. No estaba muy segura, ya que los chorros variaban mucho en intensidad y dirección, debido a la rotación del núcleo.
Y al fin lo consiguió. Señaló con ademán triunfal un punto en la pantalla. De él surgían grandes penachos de luz, como una gloriosa corona… y, casi invisible, una manchita oscura en la que ninguno de ellos se habría fijado. El comandante Okedo ordenó igualar velocidades.
– ¿Por favor, Vania, puedes echarme una mano con el traje? -dijo Benazir, complacida por la mirada de atolondramiento que le dedicó el ruso.
Apoyándose en el firme brazo de Lenov, Benazir se introdujo en la parte inferior de su traje con un movimiento felino.
Todos se habían reunido en la sala de juegos, el local más amplio de la Hoshikaze. Shimizu designó a los que iban a bajar con Benazir y él: el sargento Fernández, la cabo Oji Toragawa, Joe Michaelson, Jenny Brown, Masuto Tadeo, Diana Sanders y Shimada Osato. Mientras se metían en sus trajes de vacío, los demás desembalaron y alinearon, sobre una amplia mesa, una asombrosa cantidad de armas blancas y de fuego.
Susana no podía creer lo que veía. Parecía una película oriental de ciberninjas: espadas, katanas, pistolas, bayonetas, cuchillos, revólveres, subfusiles, rifles automáticos, escopetas recortadas, incluso un par de cilindros que reconoció como rifles láser. Una a una las fueron repasando con meticulosa precisión, limpiándolas de grasa, haciendo chasquear sus mecanismos, comprobando sus medidores de munición. Las culatas eran plegables, especiales para su manejo con el traje de vacío.
Durante el viaje, los guardias de la Kobayashi le habían recordado a Susana un alegre grupo de deportistas. Pero ahora se dio cuenta de que eran combatientes listos para la acción. Su llaneza de trato se había extinguido.
– Con exactitud, ¿qué esperáis encontrar ahí abajo? -le preguntó a la cabo Oji.
– No lo sé -dijo ella con despreocupación-. Pero, sea lo que sea, estaremos preparados.
– ¿Tú crees? -El tono de Susana era decididamente burlón-. Si se trata de las mismas criaturas que incineraron la Tierra entera con sólo hacer así -chasqueó los dedos-, y queréis pelear con ellas a tiros y sablazos… No lo puedo creer.
Con un chasquido seco, el sargento Fernández ajustó un cargador en el arma que había elegido, un subfusil HK-07.
– Un cuchillo puede ser tan mortal como un rifle láser. O más, depende de quien lo maneje.
Benazir se acercó al grupo, con un gesto de preocupación apenas visible a través de la placa facial. Estaba a punto de suceder lo que había deseado desde hacía tanto: pisar la superficie de un cometa. Pero, como a Susana, todas aquellas armas la ponían nerviosa. Se preguntaba si serían necesarias en realidad.
– ¿Estáis ya todos? -dijo Shimizu a través de su altavoz exterior-. Levantad la mano los que falten. ¿Nadie? Bien, muchachos, en columna de a uno, y seguidme.
El grupo fue hacia la cámara de descompresión. Ahora la cubierta giraba sobre su eje. Pero Okedo había previsto el giro a un cuarto de gravedad, de modo que los hombres cargados pudieran ascender por los radios sin problemas.
A quinientos metros de la superficie, el núcleo del cometa parecía cubierto de sangre coagulada rojo-negruzca. Benazir no pudo evitar esta macabra metáfora mientras caía hacia el diminuto mundo.
El traje espacial llevaba a su espalda una enorme mochila conteniendo el sistema de soporte vital, el equipo de radio y los propulsores de helio. Dos reposabrazos como los de un sillón de barbero llevaban los mandos de los propulsores; dos estribos que sobresalían por debajo servían para apoyar los pies. Se suponía que el astronauta debía desplazarse con las piernas flexionadas, como si fuese sentado.
Las piernas no les serían de mucha ayuda, la gravedad de aquella bola de nieve no sobrepasaba los 0,00001 g. Un ser humano pesaba allí apenas un gramo, una zancada enérgica le haría saltar del cometa. Debían confiar en los chorros, más que en sus músculos, demasiado gulliverianos en aquel planeta pigmeo.
Benazir manipuló el mando de control de actitud y cabeceó hasta dirigir sus pies hacia el cometa. Cuando estuvo cerca de la superficie, disparó los chorros para reducir velocidad y estiró las piernas. ¡Chof!
No fue un cometizaje suave ni digno. Se había hundido hasta las axilas en aquella cosa rojo-negruzca. La cabo Oji se aproximó a ella.
– ¿Te encuentras bien, Benazir? -Sí… uf… Gracias.
Salió apoyándose en las manos. Por suerte, la corteza del cometa no era más sólida que la ceniza de un cigarrillo.
Oteó a su alrededor para orientarse. El grupo flotaba cerca de la superficie, formando una tosca esfera. En la bóveda celeste podía ver la mole de la Hoshikaze, una insólita luna rematada en la gran copa de la tobera de fusión. La nave estaba brillantemente iluminada por el cada vez más cercano Sol, cuya luz se reflejaba en su panza e iluminaba el paisaje. La temperatura sería pronto insoportable.
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