Juan Aguilera - El refugio

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2024 d.C.: Un heterodoxo arqueólogo jesuita descubre en Marte los ruinas de una civilización desaparecida.
2029 d.C.: Sobre el lecho seco del mar de Aral, en el centro de la meseta de Ustyurt, aparece una forma de vida vegetal no terrestre.
2034 d.C.: Una inimaginable catástrofe cósmica se abate sobre la Tierra.
2039 d.C.: La humanidad diezmada se esfuerza en salir adelante, mientras una expedición espacial parte en busca de los culpables del Exterminio. En el curso de su viaje descubrirá una amenaza que empezó millones de años atrás.

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– ¿Cómo? -exclamó el sacerdote, asombrado.

– … aproximadamente un octavo de su masa, y llegaremos hasta lo que sea.

– ¿Tan sólo un poco arriesgado? -se mofó Okedo.

– No tenemos otra opción, comandante. No disponemos de nada que nos permita excavar lo bastante aprisa. Nos detendremos a unas decenas de metros por encima de la bolsa de agua, y terminaremos el trabajo con métodos más tradicionales.

El comandante arrugó la frente.

– Podemos estudiar el plan. De momento, doctora, ustedes deben regresar.

¿Tan pronto? -dijo Benazir, frustrada-. Comandante, es el peor momento. Nos preparábamos para introducir una sonda robot por una grieta. Tiene aspecto de ser bastante profunda.

– Las reglas son estrictas. -Okedo sacudió la cabeza-. Turnos de cuatro horas como mucho, una hora de descanso a bordo por cada hora al exterior. Teniente Shimizu, reúnanse y regresen.

16

A diferencia de la nave que los llevó a Marte, la cabina de pilotaje para los delfines podía inundarse de agua, cuando estaban bajo aceleración. Ahora, en la ingravidez, estaba vacía.

Para Semi seguía siendo una novedad nadar en el aire. Sólo podía moverse agarrando con la boca una serie de cables elásticos tendidos a lo ancho, o mediante repetidos coletazos. Pese a todo no le desagradaba; la atmósfera era cálida y saturada de humedad.

Susana flotaba a su lado, sudando por todos los poros de su piel. No llevaba sobre el cuerpo más que un intercom de pulsera y su silbato. Aquello era una sauna tibia.

Para los delfines, la nave era una enorme caracola.

Su lenguaje no tenía lugar para la metáfora; en caso contrario, se habrían comparado a sí mismos con cangrejos ermitaños, en una concha varios números demasiado grande.

La diferencia era que aquella caracola tenía inteligencia; pero no mucha más que los pólipos que se fijan a tales conchas, protegiendo y camuflando al cangrejo, a cambio de aprovechar las migajas de su comida y gozar de una movilidad de la que carecían sus parientes, fijos a la roca.

De modo que Tik-Tik y Semi vivían, trabajaban y holgaban en una feliz simbiosis con la nave.

Eran quienes disponían de más espacio libre para moverse. Cierto, el agua no sabía igual. Al principio del viaje sintieron leves achaques, que se agravaron con el tiempo. Nadie se había molestado en explicarles que procedía de los casquetes polares marcianos, y que se le había añadido una mezcla de sales en proporciones iguales a las del agua marina.

Aunque no era del todo igual. Susana descubrió que le faltaban minúsculas cantidades de ciertos minerales; tan minúsculas que el análisis químico apenas las detectaba, pero imprescindibles para la vida (ni siquiera ella podía traducir «oligoelemento» al delfines).

Remedió el problema añadiéndolos a su comida.

Susana recibió la convocatoria de Okedo a través del intercom. Empezaba a hartarse de esas reuniones. La verdad, ella pintaba poco.

– Me marcho -silbó.

– Tan pronto, amigamí -contestó el delfín-. ¿Qué ocurre en úpequeño-raro mundo? ¿Volveremos a nadar con fuego-peso?

– No lo sé. Volveré pronto.

Susana abandonó la cabina, se secó lo mejor que pudo y se vistió. El puente estaba a poca distancia. De nuevo se había reunido la cumbre: el comandante Okedo, el teniente Shimizu, Benazir, el padre Álvaro, y además la primer oficial Yuriko y el ingeniero Kenji.

– … a ninguno de nuestros intentos de comunicación -decía Okedo-, y nuestro ordenador ha estado enviando mensajes en todas las longitudes de onda desde que llegamos. Si hay alguien ahí, es evidente que quiere permanecer oculto. Quizás esto les haga salir.

– ¿Y le parece que eso es prudente? -decía Shimizu.

Okedo hizo un gesto de contrariedad.

– No, no lo es -admitió-. Pero no podemos hacer otra cosa. Hemos viajado hasta aquí para obtener respuestas; hasta ahora hemos averiguado muy poco.

Susana tomó asiento.

Se pasó la lengua por los labios; necesitaba urgentemente una Iso-Cola para reponer las sales perdidas. Aunque fuese agua con sal.

– Pero el peligro… -decía Yuriko.

– Es muy grande, cierto, pero somos prescindibles. -Shimizu asintió con gravedad.

– Creo que esto es una locura. -Susana había captado el tema de discusión-. Si este cometa es lo que supone Benazir, lo que vamos a hacer no va a gustarles nada a sus dueños.

Okedo y Shimizu le miraron con desagrado, como molestos por su intrusión. Pero estaban obligados a escucharla. O formaba parte del equipo directivo, o no tenía derecho a estar allí.

– Susana -dijo Benazir, conciliadora-, si el Arat es lo que yo creo, podría ser semejante a una sonda robot. Lo más probable es que, a quienes lo enviaron, no les importe ya lo que pase con él. Ya ha cumplido su misión. En cambio, podemos aprender mucho sobre ellos.

– Ya. Comprendo. -Susana se volvió hacia la pantalla.

Tal como lo presentaban, no debía haber riesgos, excepto el puramente físico de volatilizar unas cuantas megatoneladas de hielo. El argumento de Benazir parecía muy racional.

Deseó que realmente lo fuera.

– De acuerdo, vosotros -dijo el teniente, consultando una lista-. Va a bajar un segundo grupo. Iremos yo, la doctora Rajman y Jenny, como antes. Y Katsui, Harris y Johnston.

– ¿Y los demás? -preguntó Jeremy Williams, un rubio corpulento y de cuadrada mandíbula.

– Tranquilo, Jerry, ya te tocará -dijo alguien.

– Sí, en el viaje siguiente -dijo la sargento Ono Katsui. Era un buen plan, bajaban tres con experiencia y tres novatos.

– Esta vez llevaremos un esqueleto -dijo Shimizu-. Enviaremos una sonda robot a la grieta, y veremos qué guarda este sitio en las tripas ¿Está todo claro?

– ¿Quién pilotará el esqueleto, teniente?

– Shikibu. -La aludida alzó una mano. Era la que más contacto tenía con los combatientes, y Kenji había pasado a segundo plano.

– ¿Alguna pregunta más? Bien, a los trajes y luego al hangar.

Lo que llamaban el esqueleto era oficialmente un VOT (Vehículo Orbital de Transferencia.) Era un extravagante artilugio que llevaba un nombre bien puesto; apenas un armazón vagamente alargado impulsado por cohetes. Como en un autobús atestado, los pasajeros iban de pie, sujetos por cables de seguridad al armazón.

Era sencillo y fácil de manejar, y se utilizaba para llevar personas o carga entre dos naves en órbita.

Los seis se acomodaron, mientras Shikibu se ataba ante el puesto de piloto. Pulsó un interruptor y se encendieron las luces del tablero.

– Listo, Yuriko -dijo a la radio-. Abre el portalón.

El esqueleto se alzó bamboleándose y se dirigió hacia la gran compuerta. Hubo una leve sacudida mientras cruzaban el misterioso campo que retenía el aire.

Pese a haberlo visto muchas veces en las pantallas, Shikibu sintió su ánimo sobrecogido ante el cometa. El firmamento presentaba un aspecto fantástico y cambiante, los gases y polvo de la coma reluciendo en azul, amarillo y carmesí.

La navecilla se aproximó gradualmente al núcleo rojo negruzco.

Los dos grupos se dividieron.

– Ono -dijo Shimizu-, ve tú con la doctora.

A la orden.

– Los demás, vamos a la grieta. Shikibu nos llevará.

El esqueleto se elevó y alejó, mientras Ono y Benazir se posaban en la superficie helada del cometa. Benazir estaba absorta con los mapas de densidad que le mostraba un pequeño monitor en el interior de su casco. Ono miraba a un lado y a otro, intrigada por la novedad. Ambas mujeres avanzaron sobre el hielo, apenas rozándolo, impulsadas por sus mochilas.

Recorrieron unos cientos de metros. Benazir se detuvo a cinco metros sobre el hielo.

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