Koos Ich apareció en ese instante, al frente de varios de sus guerreros ataviados como águilas que rodearon a su señor. Los mexica lo observaron con detenimiento. Era evidente que habían oído hablar de él y de su hazaña en la piedra gladiatoria.
Lisán también vio llegar a Sac Nicte, junto a un grupo de sacerdotes. Se acercó a ella y le preguntó por los visitantes.
– Son cacalpixque , embajadores mexica -respondió la mujer-. Y pertenecen a la alta nobleza. Fíjate en cómo aspiran el aroma de xochitl , su flor sagrada, algo que está reservado a las clases más altas.
– Son impresionantes -comentó Lisán.
– Sí lo son -admitió la mujer-. Nada en su atuendo ni en sus gestos es casual. No todos pueden lucir esos bordados, son distintivos de rango y sólo pueden ser otorgados por su rey, el tlatoani ; expresan los méritos de quienes los usan o la posición a la que se ha llegado dentro de su jerarquía.
Tras los cacalpixque caminaba un apretado y siniestro grupo de sacerdotes. Tétricos como los de Amanecer, con sus sienes manchadas de rojo, vestidos con túnicas negras y llevando pequeñas calabazas colgando a la espalda, adornadas con borlas y atadas con cintas. Algunos eran mujeres, tal y como Lisán había tenido la oportunidad de ver antes, aunque su aspecto en nada se diferenciaba de los hombres.
– Son los tlamacazqui , «los que ofrecen sacrificios a los dioses» -le explicó Sac Nicte-. Y ellas son teohua , que significa «las que tienen a un dios a su cuidado». Esas manchas en las sienes señalan el estado de sus penitencias. En el interior de las calabazas guardan pastillas de tabaco y calcio molido, que es lo que usan para entrar en trance y comunicarse con sus dioses.
Na Itzá ejecutó el gesto ritual de sumisión cruzando el brazo derecho sobre el pecho y recibió con regalos a los cacalpixque : flores, tiras de carne de guajolote y chocolate frío servido en unas vasijas preciosamente decoradas. Después, dijo algo en la lengua náhuatl que Sac Nicte tradujo para Lisán:
– Señores nuestros, os habéis fatigado, os habéis dado cansancio. Ya a nuestra tierra habéis llegado; ya habéis arribado a nuestra ciudad; a vuestro merecido descanso.
Los mexica no hicieron caso alguno de los regalos y pronunciaron con fría altivez unas breves palabras en su idioma.
– ¿Qué es lo que han dicho? -preguntó Lisán, que no había entendido una palabra.
– Quieren sangre, pero esto es lo único que mi padre no puede ofrecerles ahora.
– ¿Qué va a suceder?
– Los mexica se sentirán ofendidos, a no ser…
La mujer le pidió a Lisán que aguardara allí. Habló con unas mujeres y les ordenó que trajeran tortillas calientes. Luego se acercó en silencio al grupo de dignatarios y a Na Itzá. Al pasar junto a uno de los guerreros-águila tomó una flecha de su carcaj. Cuando llegaron las tortillas, Sac Nicte se atravesó la lengua con la punta del dardo y escupió la sangre sobre ellas.
– Tlaxcalli -dijo, ofreciéndoselas a los visitantes.
Los mexica le dirigieron una reverencia llena de respeto, tomaron las tortillas manchadas de rojo y las comieron con ceremoniosa lentitud.
La cena fue un acontecimiento extraño. Se inició a medianoche, con la llegada de los invitados. La «mesa» del banquete era una enorme manta extendida sobre la hierba, grande como una de las velas de la Taqwa . En un extremo se sentaron Lisán y los turcos, sobre gruesos rollos de carrizos amarrados. Baba no había acudido.
Una hermosa joven, ataviada como una princesa, se encargó de ofrecer agua en jícaras a los mexica , para que éstos se lavaran ceremoniosamente las manos. Lisán advirtió que Piri estaba muy impresionado por la belleza de aquella muchacha. Cuando Koos Ich pasó junto a ellos, el turco lo aferró del brazo y le preguntó por ella.
– Utz Colel es hija de Na Itzá -dijo el guerrero inclinándose-, y éste siempre deseó que ella aprendiera las costumbres y el protocolo de los mexica …
Vestida con una túnica blanca de algodón, que llevaba anudada sobre el hombro derecho, y con el pelo adornado con flores, Utz Colel se desenvolvía con seguridad y ceremoniosa dulzura entre los imperturbables cacalpixque . Aunque a Lisán no le parecía tan hermosa como su hermana Sac Nicte, a la que intentaba evitar mirar. Sabía que pensar en lo que sentía por ella sólo aumentaría su dolor, ya que tras haber pronunciado el juramento dhihar la sacerdotisa estaba realmente fuera de su alcance.
Poco a poco fueron llegando todos los invitados, el resto del consejo de Uucil Abnal y algunos sacerdotes, pero no el Uija-tao. Lisán alzó la vista hacia la Gran Ceiba y vio la silueta del templo enredado entre sus ramas. Se preguntó si el Uija-tao los observaría desde lo alto o permanecería ajeno a todo, confundido por nuevas visiones provocadas por el kuuxum.
El batab , un viejo guerrero que era co-nacom de Koos Ich, se les acercó cojeando. Una de sus piernas estaba atrofiada por alguna herida en un antiguo combate y se apoyaba en su macana.
– Escuchad -dijo huraño a los extranjeros-, permaneced sentados y no hagáis excentricidades de ningún tipo. Los mexica tienen un amplio sentido de lo que puede ser considerado como un insulto.
Reposó su macana en el suelo e inclinó la cabeza hacia su co-nacom para decirle:
– Tú y yo debemos ocupar ahora nuestro sitio.
Koos Ich se apartó de ellos y siguió al anciano para tomar asiento junto a él.
A diferencia del nacom, el cargo de batab era hereditario. Los dos compartirían el mando del ejército durante tres años y todas las decisiones y estrategias tendrían que ser consensuadas entre ambos. Lisán observó la conversación entre los dos hombres y las miradas que dirigían a la cabecera de la «mesa». No podía escucharlos, pero estaba bastante claro que evaluaban las posibilidades de que pronto se produjera la guerra con los mexica .
En ese momento, Na Itzá hizo una señal y los sirvientes empezaron a traer las bandejas con comida. Sobre la gran manta del banquete fueron acumulándose los manjares: maíz, frijoles, fruta del zapote, semillas de amaranto endulzadas con miel, chiles, huevos de mosquitos de las marismas, tomates, de ochenta a cien guajolotes asados, una veintena de perros también asados o hervidos y condimentados con salsas picantes a base de chiles, además de cacao endulzado con miel y aromatizado con vainilla.
Koos Ich y el batab eran servidos por hombres, y Lisán imaginó que su comida también habría sido preparada por ellos. Al otro extremo de la gran manta, Sac Nicte comía junto a un grupo de sacerdotes de Uucil Abnal. Se volvió hacia la cabecera, donde Na Itzá se sentaba a la izquierda de los mexica . Éstos eran atendidos por sus propios sirvientes y el andalusí observó que apenas habían probado bocado de aquellos manjares cocinados en su honor. Los tétricos tlamacazqui , en pie tras ellos, aguardaban en silencio.
– Esos espantajos pueden hacer que se te quite el apetito -dijo Piri.
Dragut y Jabbar también estudiaban a los mexica a través del vapor desprendido por los alimentos. Pero lo sorprendente es que éstos no miraron ni una sola vez hacia los dzul , quienes deberían resultarles mucho más extraños que cualquier otra cosa en el poblado. Lisán se preguntaba si no se habrían vuelto invisibles de repente.
Incapaces de distinguir lo que era halal de lo que no, los musulmanes habían decidido comer aquellos manjares que no resultaran demasiado extraños. Aunque Jabbar preguntaba qué era cada cosa que se llevaba a la boca.
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