Juan Aguilera - Rihla

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En el año 890 de la Jégira, Lisán al-Aysar, erudito árabe del reino de Granada, convencido de la existencia de un mundo más allá del océano, se embarca en una gran expedición. En esta rilha le acompañarán aventureros árabes, corsarios turcos, caballeros sarracenos, un hechicero mameluco y un piloto vizcaíno, renegado y borracho. Descubrirán una tierra lujuriosamente fértil y deberán enfrentarse a sus extraños pobladores: hombres-jaguar, guerras floridas y sacrificios humanos. El viaje llevará a Lisán a alcanzar una nueva sabiduría, conocer la magia, recuperar el motor y vivir una gran aventura. Una original novela que nos sumerge en una emocionante y exótica aventura y nos invita a reflexionar sobre las culturas ajenas y la propia, del pasado y del presente.

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– Estoy aquí -le dijo-. ¿Puedes oírme? ¿Puedes hablarme?

Entonces le llegó la respuesta. Pero no fueron palabras inteligibles, como las que pronunciaría una criatura dotada de razón, fue un bramido agónico, desesperado, una mezcla del llanto de un anciano desdentado y el rugido de una bestia sin mente. A su alrededor el templo tembló. Las paredes se agrietaron y el polvo acumulado durante milenios se desprendió como chorros de lágrimas.

«Baal» era el primer nombre que le habían dado los humanos y el que Mujer Serpiente prefería. Según las antiguas leyendas de los tirios, Baal fue destrozado por gigantescos monstruos y sus restos fueron recogidos del desierto por la diosa Anat , quien, a pesar de la tristeza que la embargaba, fue capaz de cavar con diligencia una tumba para sepultarlo. Y, desde entonces, el lugar en el que yacen los restos de Baal dejó de ser arena baldía y tierra yerma, para transformarse en un fértil vergel.

Pero el cuerpo durmiente de Baal necesitaba ser alimentado.

Ordenó a los sacerdotes que esperaban en el exterior que le trajeran inmediatamente al prisionero. Conduciendo al guerrero maniatado, penetraron en el templo. Sujetaron al cautivo por los brazos, mientras el Mujer Serpiente lo miraba directamente a los ojos.

– Eres afortunado -le dijo al tutul xiu -; tu mundo se muere, pero tú no vas a contemplar tanta desdicha…

Extrajo su cuchillo ritual de obsidiana y con un movimiento rápido cercenó la yugular del prisionero. La sangre brotó como de una fuente y el Mujer Serpiente bebió directamente de la herida.

La vida perdura sólo devorando a la vida. Únicamente destruyendo y asimilando a otros seres vivientes es como las criaturas pueden existir.

Ésa era la terrible verdad que encerraba aquel universo.

Cuando se sintió saciado, se apresuró a recoger la sangre que seguía manando y empapó unos trapos de algodón. Acto seguido, salpicó con ella las paredes del templo.

– ¡Salgamos de aquí! -ordenó luego a los sacerdotes.

Éstos dejaron el cadáver en el suelo y obedecieron.

De regreso al campamento, el Mujer Serpiente convocó a su presencia a los embajadores que habían visitado la ciudad de los itzá.

– ¿Los habéis visto? -les preguntó.

– Si, tehuatzin [28]-dijo el jefe de la expedición-, vimos a los dzul. Nuestros ojos tenían que luchar para no observarlos constantemente, pues en verdad son extraños. Pero lo importante es que él está con ellos.

– ¿Estás seguro?

El mexica alzó un disco de jade en cuyo centro había sido incrustada una esmeralda.

– Tú me entregaste esto para que mirara a su través.

– ¿Y lo hiciste?

– Sí, tehuatzin. Apenas durante un instante, pero él estaba allí. Oculto.

– ¿Qué fue lo que viste?

– Su aspecto era el de un hombre extraño, como el resto de los dzul , pero al mirarlo a través del amuleto vi… una gran llama deslumbrante en el interior de su cuerpo.

– Entonces es él -musitó el Mujer Serpiente-. Está aquí.

Tehuatzin -siguió diciendo el cacalpixque -, también vi el disco del que nos hablaste. Uno de los dzul lo llevaba colgado del cuello, disimulado bajo sus ropas, pero pude verlo.

El Mujer Serpiente asintió gravemente.

Hizo venir al señor de la ciudad de Amanecer y a su viejo Ahuacán.

– No era ninguno de los hombres que capturamos en la playa -se defendió el Halach Uinich -. Mis sacerdotes lo hubieran descubierto.

– ¡Estúpido! No podrían haberlo descubierto de ninguna forma. La magia que lo oculta es muy poderosa.

El señor de Amanecer tendió sus manos abiertas.

– En ese caso, tehuatzin , ¿qué podríamos haber hecho nosotros?

El Mujer Serpiente se agachó y dibujó algo en la arena con un palito: un disco rodeado por un anillo de símbolos.

– ¿Visteis si alguno de ellos llevaba un adorno como éste?

– Sí -dijo de inmediato el Halach Uinich -. Colgaba como un medallón del cuello de uno de los dzul. Reconocimos la escritura de los dioses y respetamos la vida de su dueño.

– Yo soy el dueño de ese objeto. -Se incorporó y se enfrentó al gordo jefe cocom -. Me pertenece.

– Lo siento, tehuatzin. No lo sabíamos.

El Ahuacán permanecía en silencio y con los ojos clavados en el suelo. El Mujer Serpiente le dijo:

– Tú sí deberías haberlo reconocido como un objeto de los teules.

– Pensé que su portador era un enviado de los dioses, que ellos se comunicarían con nosotros a través de él. Cuando el guerrero itzá venció en la piedra del gladiador, interpreté esto como una respuesta.

El Mujer Serpiente apretó los puños y sintió deseos de arrancar la cabeza del anciano Ahuacán de su frágil cuello. Pero se contuvo. La culpa había sido suya, ésa era la verdad. ¿Cómo es posible que un humano como el Uija-tao se hubiera adelantado a sus pasos de ese modo? Si él hubiera advertido a sus aliados de Amanecer sobre la llegada de los extranjeros las cosas serían distintas. Pero en aquel momento miraba hacia otro lado, ¿no? La amenaza dibujada en el cielo estaba demasiado próxima y era demasiado impresionante.

– De alguna forma -dijo- ha conseguido eludirnos, y ahora lo tenemos enfrente.

– Entonces, todo va a ser más difícil -se lamentó el Halach Uinich.

El Mujer Serpiente se volvió hacia él y le dijo:

– Todo va a suceder tal y como estaba previsto.

– ¡Es un teule ! -exclamó.

– Los nahual de Tezcatlipoca combatirán a vuestro lado. ¿Qué puedes temer?

El Halach Uinich bajó los ojos, avergonzado. El Mujer Serpiente siguió hablando:

– Es importante que concentremos todo el poder en este lugar sagrado. Hace un momento, Tezcatlipoca me habló en el templo. Me dijo que la victoria será nuestra y que él estará con vosotros a través de mí. Éste será el campo de combate; ordena a tus hombres que limpien la zona y talen los árboles para prepararlo.

– Así se hará, tehuatzin -dijo el cocom cruzando su brazo sobre el pecho.

El Mujer Serpiente se volvió hacia el Ahuacán y el Halach Uinic y añadió:

– El propio tlatoani viene hacia aquí para dirigir en persona a las tropas. Llamad a todos vuestros sacerdotes y que preparen los sacrificios para recibirlo.

Con una profunda reverencia, los dos hombres se retiraron para cumplir sus órdenes.

Él alzó la vista hacia el cielo y experimentó en su vieja alma el intenso dolor de aquel instante en el tiempo. Tenía que seguir caminando, siempre hacia delante, tal y como había hecho mientras el mundo se hacía viejo a su alrededor. Siempre hacia delante, aunque presintiera que en su futuro ya no había otra cosa que un muro en llamas.

2

El Ah Cuh Caboob , el Consejo de Uucil Abnal, se congregó alrededor de la Gran Ceiba Sagrada. Un tupil [29]golpeó repetidamente un pequeño tambor ritual, para señalar que la sesión había comenzado.

Tras una declaración de guerra la tradición establecía que el Ahau Canek debía transferir su gobierno a los nacom. Na Itzá entregó las insignias del mando a los dos nuevos jefes de la ciudad: el Cetro del Maniquí, un bastón de obsidiana con forma antropomorfa, al batab ; la lanza ceremonial, adornada con plumas de quetzal y correas rojas, a Koos Ich. Luego fue a sentarse junto a los otros consejeros, ya como uno más de ellos.

A pesar de lo impenetrable que resultaba el rostro de aquellos nativos para Lisán, podía percibir con claridad la tristeza que esa entrega representaba para el padre de Sac Nicte. Observó a los dos nacom. El anciano batab , llamado Hun Uitzil Chaac, que significaba «la única montaña de Chaac», era un hombre delgado e impasible, un probado guerrero de noble estirpe, sabio y diplomático. Koos Ich, en cambio, era joven, poderoso, entusiasta y feroz. Juntos dirigirían la guerra y de ellos se esperaba que uno actuara con sagacidad y el otro con la energía propia de su juventud.

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