Juan Aguilera - Rihla

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En el año 890 de la Jégira, Lisán al-Aysar, erudito árabe del reino de Granada, convencido de la existencia de un mundo más allá del océano, se embarca en una gran expedición. En esta rilha le acompañarán aventureros árabes, corsarios turcos, caballeros sarracenos, un hechicero mameluco y un piloto vizcaíno, renegado y borracho. Descubrirán una tierra lujuriosamente fértil y deberán enfrentarse a sus extraños pobladores: hombres-jaguar, guerras floridas y sacrificios humanos. El viaje llevará a Lisán a alcanzar una nueva sabiduría, conocer la magia, recuperar el motor y vivir una gran aventura. Una original novela que nos sumerge en una emocionante y exótica aventura y nos invita a reflexionar sobre las culturas ajenas y la propia, del pasado y del presente.

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– Es posible -admitió Piri-, pero sigue siendo nuestro mundo.

– ¿Crees que también lo sigue siendo de Dragut?

Piri no respondió. Todos estaban cambiando, pero la transformación más inesperada se estaba produciendo en Dragut. A diferencia del resto de los náufragos, que habían escogido las ropas nativas que más se asemejaban a aquellas a las que estaban acostumbrados, Dragut llevaba el taparrabos al que los itzá llamaban ex , perfectamente anudado a la cintura. Se adornaba con plumas y brazaletes de cuero, y había cubierto su piel con aquellas cicatrices coloreadas con las que los guerreros-águila decoraban sus cuerpos.

Cuando Lisán le preguntó por qué hacía todo eso, él respondió simplemente:

– Aquí no hay nada escrito sobre nosotros. Nada.

En ocasiones, Lisán lo envidiaba. El destino les había venido de cara, pero él parecía haberse adaptado perfectamente bien a los cambios. Sin duda, Dragut era un superviviente.

Se apartó de Piri y de los mapas, y se sentó en el suelo, frente a uno de aquellos códices. Estaba decidido a concentrarse en sus propios estudios, pero no podía dejar de pensar en Sac Nicte. Si el proyecto de Piri salía adelante y lograba construir ese improbable navío con que regresar a su mundo… ¿lo seguiría? Le pareció asombroso que se le planteara una duda como ésa, cuando estaba tan cerca el momento en que había deseado despertar en su casa de Granada y que todo aquel viaje hubiera sido una horrible pesadilla. Pero ahora Sac Nicte había aparecido en ese sueño y lo había transformado en algo muy distinto. Aunque no sabía exactamente en qué.

Pero había algo más, ¿no es cierto? Algo que tenía que ver con su descenso al interior del cenote, y con las imágenes que había visto allí. Y con los códices y la sabiduría que se guardaba en ellos. Tenía la sensación de que allí estaba en contacto con el Verdadero Conocimiento, algo que en su mundo apenas era un recuerdo enturbiado y que allí brillaba con una desconcertante pureza.

Consideró que, quizá, Dragut no había sido el único de ellos con capacidad para adaptarse a aquel Otro Mundo.

Esa misma tarde, Lisán se dirigió al templo de los guerreros-águila, adonde Dragut solía acudir de vez en cuando para contemplar sus entrenamientos.

Era un edificio de piedra, profusamente labrada con estrafalarias decoraciones. Con muchas salas y aposentos, donde se recogían y ofrendaban los sahumerios a los dioses. Todos los guerreros-águila estaban casados, tenían sus viviendas y haciendas particulares en Uucil Abnal, pero el templo era como una casa comunal, donde también disponían de aposentos privados y donde eran servidos por un gran número de mancebos que profesaban la vocación de tomar los votos en aquella extraña orden de caballeros.

Mientras durase su período como nacom, sería también la vivienda habitual de Koos Ich. Lisán lo vio al fondo de la sala de entrenamiento, cubierto sólo por un ex y con los músculos brillantes de sudor, mientras se ejercitaba con una pesada macana.

En la cocina, dos de los sacerdotes que servían en el Templo de las Águilas terminaban de preparar un curioso mejunje. A Lisán le llamó la atención de inmediato y les preguntó sobre su elaboración. Los sacerdotes le explicaron que extraían las raíces de una planta, a la que llamaban «yerba xulub », y la colocaban sobre una gran piedra ahuecada, donde la golpeaban con palos durante horas. Lavaban la piedra constantemente y recogían el agua en un caldero de barro que ponían al fuego. Dejaban que hirviera hasta evaporarse y, en el fondo, siempre quedaba una capa muy fina de una grasa amarillento-verdosa. Su olor y textura le recordaron a Lisán la pócima que le habían aplicado en Amanecer en las ingles y los sobacos.

Los sacerdotes salieron de la cocina con un cuenco repleto de aquella grasa y se dirigieron a la sala común. Los guerreros-águila se practicaron pequeños cortes por todo el cuerpo, luego tomaron aquella sustancia con las manos y se la frotaron sobre sus heridas sangrantes. Cuando Lisán preguntó por qué hacían esto, uno de los sacerdotes le explicó que la yerba xulub les daba grandes poderes, los volvía más fuertes y les permitía desplegar sus alas y elevarse hacia los cielos como un águila.

Pero el andalusí no pudo ver que sucediera nada semejante. Después de embadurnarse con aquella grasa, simplemente empezaron a entrenarse en el patio central del templo. Todos formaban un círculo alrededor de dos de ellos que se enfrentaban con sus armas de madera y sílex. Pero sus movimientos no parecían más vigorosos ni les crecían alas en la espalda.

Lisán intentó pasar lo más inadvertido posible y se sentó en una esquina del patio para observar los combates. Koos Ich luchaba contra otro guerrero águila en el centro del círculo. Los dos vestían únicamente el taparrabos ritual y sus cuerpos estaban engrasados por la sustancia mágica. Se lanzaban golpes y fintaban con maestría.

Acosado por Koos Ich, el otro guerrero retrocedió jadeante hasta el límite del círculo. Allí intentó contraatacar, pero el nacom lo desarmó con un seco cintarazo. Entonces, respirando pesadamente por el esfuerzo del combate, Koos Ich se volvió para mirar a Lisán. Sus ojos parecían enturbiados, como los de un hombre que hubiera tomado demasiado hachís. Le sonrió y, con el pie, empujó hacia él la macana rendida de su contrincante. Lisán miró el arma, pero no hizo el menor movimiento para recogerla. Apartó la vista y se volvió hacia los guerreros allí reunidos.

– Si he interrumpido vuestro entrenamiento… -se disculpó-, lo siento.

El andalusí se dirigió hacia la salida del templo, mientras los guerreros-águila reían a su espalda. Koos Ich alzó una mano pidiéndoles silencio.

– Dime, hombre de madera -dijo-. ¿Eras un guerrero en tu mundo?

Lisán se detuvo y se volvió para mirar a los ojos del impresionante nativo.

Ma' -dijo-. No soy un guerrero.

– ¿Pertenecías a una familia noble?

Beey.

– En ese caso… ¿Cómo es que no escogiste el arte de las armas? ¿Tan distinto es tu mundo del nuestro? ¿O eres tú quien es diferente?

– Yo escogí el arte de la ciencia y la búsqueda del conocimiento.

– Pero tampoco eras un sacerdote…

Ma'. Era un faquih , un erudito, y mi único interés era aprender.

– Entonces deberías aprender a luchar. Para defenderte y defender a los que amas.

– Ya sé lo suficiente sobre eso.

– Quizá con las armas de tu mundo, pero no con las nuestras. Recoge la macana, hombre de madera.

A regañadientes, Lisán obedeció la orden del guerrero. Se agachó y la aferró en su mano. Apretó la empuñadura hasta que los nudillos se le pusieron blancos y estudió su extraño aspecto, sin saber qué haría con ella. Era extraordinariamente pesada e incómoda. Se consideraba muy bueno con el alfanje, incluso, durante el viaje, había experimentado un poco con las cimitarras de abordaje, pero comprendió que nada de lo que sabía le serviría para manejar aquel pesado trozo de madera con piedras incrustadas.

Sin embargo, alzó su arma e hizo un gesto desafiante hacia Koos Ich, que sonrió ante el ingenuo descaro del extranjero. Agitó su macana frente a él, mientras decía:

– Todos nosotros hemos jurado morir en defensa de nuestra tierra. Y hemos hecho voto de no huir jamás, aunque estemos desarmados y nos acometan diez o doce enemigos a la vez. El Sol es nuestro dios, nuestro caudillo y nuestro patrón. He visto cómo le rezas, hombre de madera , pero nosotros somos los guerreros-águila, los fieles Señores del Sol. Cuando partamos hacia la guerra te será fácil reconocernos, porque siempre verás nuestra divisa alada avanzar al frente de todas las demás.

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