Juan Aguilera - Rihla

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En el año 890 de la Jégira, Lisán al-Aysar, erudito árabe del reino de Granada, convencido de la existencia de un mundo más allá del océano, se embarca en una gran expedición. En esta rilha le acompañarán aventureros árabes, corsarios turcos, caballeros sarracenos, un hechicero mameluco y un piloto vizcaíno, renegado y borracho. Descubrirán una tierra lujuriosamente fértil y deberán enfrentarse a sus extraños pobladores: hombres-jaguar, guerras floridas y sacrificios humanos. El viaje llevará a Lisán a alcanzar una nueva sabiduría, conocer la magia, recuperar el motor y vivir una gran aventura. Una original novela que nos sumerge en una emocionante y exótica aventura y nos invita a reflexionar sobre las culturas ajenas y la propia, del pasado y del presente.

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Al verlo, Lisán saltó hacia atrás como tocado por un resorte.

– No -dijo.

Ella lo miró extrañada.

– ¿Qué es lo que temes?

– No me vais a sacrificar a uno de vuestros dioses paganos. No voy a aceptar mi destino como hicieron mis hermanos. -Se agachó y recogió una piedra del suelo.

La sacerdotisa alzó la vista y vio que los guerreros habían advertido la actitud agresiva de Lisán. Alzó una mano para calmarlos.

– Nadie va a sacrificarte, Lisán al-Aysar -le dijo la sacerdotisa.

Señaló el ídolo e intentó acercarse a Lisán, que retrocedió un paso pero no soltó la piedra.

– Fíjate -siguió diciendo ella-, él es el Dios Que Descendió. De sus órbitas fluyen dos fuentes de lágrimas que caen al suelo y se extienden a derecha e izquierda. En su corriente crecen las plantas y las flores, la vida vegetal, los peces, los animales de la tierra y el hombre. El Creador llora para engendrar la variedad de los seres que habitan el mundo, llora con dolor cósmico porque toda creación es un acto de dolor y de sacrificio. Y nosotros debemos devolver una parte de ese sufrimiento… Pero no ahora, no en este momento.

Lisán dejó caer la piedra y se sentó en el suelo. Sentía que sus piernas se doblaban. Una vez más, el recuerdo de aquel día le produjo arcadas. Se inclinó hacia delante como si fuera a vomitar. Pero no lo hizo.

– ¿Te encuentras bien? -le preguntó la sacerdotisa.

Miró a su alrededor. Sentía que acababa de despertar de un sueño. Ya era de noche y las olas rompían contra la playa. Qué extraño le pareció estar hablando sobre dioses paganos con aquella mujer vestida de blanco.

– Mis amigos fueron sacrificados -musitó.

Con expresión triste, la mujer lo miró a los ojos y le dijo:

– Lo sé. Ahora es importante que descanses.

Lisán despertó en mitad de la noche. Como tantas otras veces, durante un instante, creyó que todo había sido una horrible pesadilla, que estaba en su habitación, en su casa, y que Ahmed pronto vendría a visitarlo. Pero estaba durmiendo a la intemperie, tumbado junto a una canoa en una playa de la Otra Tierra.

La sacerdotisa estaba frente a él, sentada sobre la arena, con los brazos relajados a ambos lados del cuerpo. Sus ojos eran muy negros y él sintió que su mirada lo llenaba de paz.

– ¿Cuál es tu nombre, señora? -le preguntó.

– Sac Nicte -dijo ella, y empezó a canturrear con una voz muy hermosa:

Desprecia lo que temas y duerme tranquilamente,

porque la alegría se ha presentado en medio de la triste noche.

Ya conoces tu lugar en el horizonte del cielo…

– ¿Eres real? -preguntó él antes de volver a cerrar los ojos. Durmió de un tirón el resto de la noche. Al despertar con las primeras luces del día se sintió hambriento. Recordó que no había probado bocado desde la mañana anterior. Koos Ich y los otros guerreros cocinaban unas tortillas de maíz sobre unas piedras calientes. Se le hizo la boca agua, pero antes debía cumplir con la primera oración del día. Durante los últimos tiempos de su cautiverio la había olvidado en ocasiones, tal era el estado de confusión de su mente. Se acercó a los guerreros y les pidió agua pura. Uno de ellos le entregó una calabaza que llevaba al cinto y Lisán se lavó cuidadosamente la boca, las manos y el resto del cuerpo, de acuerdo con las normas del wudú. Todo esto ante la atenta y asombrada mirada de los guerreros. Luego se volvió hacia donde el sol estaba naciendo y rezó.

Al terminar, orinó en el mar. Los guerreros seguían preparando las tortillas y se acercó para observar lo que hacían. Uno de ellos llevaba consigo una bola de pozol envuelta en una gran hoja verde. El pozol era semejante al zacán , la masa de maíz que se empleaba para hacer tortillas, sólo que la dejaban hervir hasta que se endurecía y formaba una pasta espesa a la que le daban forma de bola. Luego, bastaba disolver la pelota de pozol en un cuenco con agua para conseguir una bebida blanca con aspecto de leche. Cuando estuvo todo preparado, un guerrero se levantó y llevó una ración a Sac Nicte, que seguía en el interior del templo.

Mientras comían, Lisán interrogó a Koos Ich acerca de la sacerdotisa.

– Vosotros cocináis mientras ella reza -dijo-. Es extraño. ¿Acaso en tu tierra las mujeres gozan de más privilegios que los hombres?

– Ésa es la costumbre, porque la sangre se transmite por la madre y no por el padre.

Lisán consideró el asunto, mientras masticaba una tortilla.

– Curioso, sin duda -dijo al cabo de un rato-, pero imagino que tan lógico o ilógico como cualquier costumbre que puedan adoptar los hombres del otro extremo del mundo.

Koos Ich terminó su desayuno y se puso en pie.

– Hoy vamos a emprender un largo viaje a través del mar, hombre de madera , hasta la región de los itzá.

Lisán miró a un lado y a otro, y preguntó:

– ¿Cómo? No veo ningún… -No conocía la palabra para referirse a un barco-. ¿Cómo vamos a viajar?

Koos Ich palmeó una de las canoas y dijo:

– Estos hombres son guerreros-comerciantes; conocen bien la costa y son navegantes muy expertos, por lo que no tienes nada que temer.

Lisán asintió, nada convencido por las palabras del guerrero. Vio que la sacerdotisa había salido del templo y caminaba hacia ellos.

De inmediato, Koos Ich se alejó por la playa. Al observar esto, el andalusí especuló que quizás había algún problema entre ellos y estaban molestos el uno con el otro… En cualquier caso, eso no era asunto suyo.

Sac Nicte se sentó sobre la arena, con la espalda apoyada contra la canoa, y le dijo:

– Desde el templo vi que adoptabas diferentes posturas y que pronunciabas repetidamente unas palabras. Supuse que rezabas.

– Rezaba, en efecto. Y las palabras eran: La ilaha illa-Llah , que significan que no hay más Dios que Allah. Y yo lo recuerdo cada vez que pronuncio esta frase, con la contemplación de su significado, con el corazón despierto, purificado y limpio de todo excepto de Él.

– Perdona mi curiosidad, pero… ¿tu dios es el Sol?

Lisán negó con rapidez.

– No. Dios lo es todo, no sólo el Sol. El mundo existe en la medida que existe en Dios, porque Él forma parte de todas las cosas. Pero debemos rezarle con el cuerpo vuelto a un determinado punto de la tierra. Como está situado hacia el Levante, en esa dirección he rezado.

– ¿Por qué, si dices que está en todas partes?

Lisán dudó.

– Bueno, es así como debe hacerse.

– ¿Tienes alguna imagen de tu dios a la que rezarle? ¿Puedes mostrármela?

Ma'. [21] Eso no estaría bien. No existen imágenes de Él.

– ¿Por qué?

– Una figura tallada por el hombre no podría representarlo correctamente -dijo.

La mujer miró pensativa hacia el templo.

– Quizá no tenéis buenos artistas en tu mundo -dijo.

Lisán se negó a seguir por ese camino.

– Quiero saber por qué fueron sacrificados mis hermanos y a mí me dejaron vivir. El guerrero me dijo que tú me aclararías esas cuestiones. Y también por qué acudió a rescatarme.

Sac Nicte recapacitó un instante antes de responder. Comprendía que los conceptos que manejaba podían ser incomprensibles para aquel hombre. Ignoraba demasiadas cosas que para ella eran algo habitual.

– Dices que crees en un dios único. Mi pueblo también; su nombre es Hunab Ku, que significa precisamente eso: «Uno Dios». Pero él no se ocupa personalmente de las cosas de este mundo. El Universo es demasiado grande y él tiene otros asuntos que atender, por lo que ha delegado en seres que son muy poderosos, tanto que algunos los llaman «dioses», aunque todos fueron creados por Hunab Ku, al igual que los hombres.

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