Juan Aguilera - Rihla

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En el año 890 de la Jégira, Lisán al-Aysar, erudito árabe del reino de Granada, convencido de la existencia de un mundo más allá del océano, se embarca en una gran expedición. En esta rilha le acompañarán aventureros árabes, corsarios turcos, caballeros sarracenos, un hechicero mameluco y un piloto vizcaíno, renegado y borracho. Descubrirán una tierra lujuriosamente fértil y deberán enfrentarse a sus extraños pobladores: hombres-jaguar, guerras floridas y sacrificios humanos. El viaje llevará a Lisán a alcanzar una nueva sabiduría, conocer la magia, recuperar el motor y vivir una gran aventura. Una original novela que nos sumerge en una emocionante y exótica aventura y nos invita a reflexionar sobre las culturas ajenas y la propia, del pasado y del presente.

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Dos horas antes del mediodía, los cocom se presentaron ante la choza de Koos Ich y sacaron de ella al guerrero. Lo sentaron en una silla con andas y lo llevaron en procesión, rodeado por el estruendo de los tambores y el humo del copal.

En la explanada situada frente a la pirámide, los sacerdotes habían colocado una gran piedra de unos diez codos de anchura. Tenía forma de rosquilla y en su gran agujero central encajaba un tronco petrificado, tallado y adornado con plumas, como un pájaro gigante que vigilara los danzantes movimientos de los hombres situados a su alrededor. No eran muchos pues, dado lo apresurado de la ceremonia, apenas se habían reunido allí algunas decenas de guerreros y unos cuantos sacerdotes.

El fuerte ritmo del Holkan Okot marcaba el paso de los cocom , retumbaba continuamente en la tierra y contagiaba el frenesí del baile. Los sacerdotes arrojaban al fuego de un brasero corazones hechos de sangre humana amasada con maíz y resinas aromáticas, mientras invocaban por sus nombres a los dioses del inframundo y el supramundo. Varios nahual contemplaban la ceremonia desde cierta distancia. Koos Ich observó que el lo'k'in putum estaba en medio de ellos. Dos sacerdotes se acercaron al guerrero itzá y pintaron su cuerpo con una espesa tintura azul. Esparcieron flores de balché sobre su pelo, mientras cantaban:

Ah'papal h'muukan uinic ppizan chimalil'

c-yooc loob t-chumuc c'ki uic ut-tial u-h'

ppizu u muukoob-t X-Kolom-ché Okoot.

Tu chumuc c'ki uic yam un-ppel xiib

kaxan tu chum ocom tuniich cici bonan

yetel x-ciihchpam h'ch'oo. [19]

Luego lo condujeron hasta la piedra del sacrificio, ante la que danzaban dos nativos ataviados con una camisa y un calzón cubiertos de plumas de hermosos colores. Eran los gladiadores elegidos por el Ahuacán. Uno lucía sobre la cabeza un tocado que representaba el pico y la cola de un pájaro quetzal de color verde, el otro el de un pájaro azul. Iban armados con macanas y se protegían con rodelas tan pequeñas que apenas cubrían la mano y la muñeca.

Los sacerdotes ataron a la cintura de Koos Ich una larga soga, que estaba sujeta al tronco decorado como un pájaro y le entregaron la macana ritual, en la que los filos de sílex habían sido sustituidos por inofensivas plumas blancas. El itzá pasó un dedo sobre éstas y se permitió una mueca irónica. El combate no iba a ser muy equilibrado; la cuerda limitaba sus movimientos y su arma era prácticamente inofensiva. Por el contrario, los dos gladiadores estaban libres y era de suponer que eran los mejores guerreros de Amanecer. Todo aquello podía tener la apariencia de un duelo, pero no era otra cosa que una forma más de sacrificio.

Hacía calor. El guerrero itzá hincó una rodilla al borde de la piedra en forma de disco y dejó pasar unos instantes para sentir el sol en la cara, abrir los brazos e invocar a sus propios dioses. Sintió que su alma estaba bien amarrada a aquella realidad. Si moría en el combate, regresaría tarde o temprano, eso no le preocupaba; pero sí la posibilidad de fracasar en su misión y que el extraño se perdiera. Los dos cocom disfrazados de pájaros se movían lentamente a su alrededor, expectantes como fieras ansiosas de sangre. Koos Ich los observó con calma y pensó que todo era una ilusión. En realidad estaban tan atados como él, e imaginó los largos y flexibles tendones del chu'lel surgiendo del suelo y extendiéndose hasta el punto de anclaje de cada uno de los gladiadores. Por supuesto, esto era invisible en el plano que percibían los sentidos comunes y un guerrero jamás cometería la locura de tomar el kuuxum antes de un enfrentamiento. Pero estaban allí. Tuvo esa imagen a la vez que comprendía que había llegado el momento. Medita, calcula, reza… y, al final, lánzate hacia la muerte sin que te importe nada, excepto vencer. Se puso en pie, asió con fuerza la empuñadura de la macana, echó la cabeza hacia atrás e hizo una señal para indicar que ya estaba listo para combatir.

El Ahuacán sacrificó a un perro y arrojó su corazón a las llamas. El sonido de una caracola fue la señal de que ya podía comenzar la lucha.

Los gladiadores atacaron a la vez, silenciosos, desde dos direcciones distintas. Koos Ich oyó el susurro de sus plumas mientras se movían y el roce de sus pies contra la arena. Sintió su corazón latiéndole en las sienes. Tenía cierta ventaja por su posición elevada sobre el disco del sacrificio, pero no le iba a resultar fácil mantenerla.

El primer golpe del gladiador azul arrancó astillas del arma ritual de Koos Ich, pero consiguió pararlo. Por el rabillo del ojo vio al verde blandiendo con las dos manos su macana y le lanzó una patada que a punto estuvo de alcanzarlo en pleno rostro. Lo que sin duda lo hubiera puesto fuera de combate.

Así acabó el primer contacto. Los dos cocom retrocedieron unos pasos, agazapados como dos leones hambrientos frente a una presa que parecía peligrosa, a la que era necesario estudiar con más calma para descubrir su flanco más desprotegido antes de volver a atacar.

Pero Koos Ich los sorprendió.

Brincó fuera de la piedra del sacrificio, por encima de sus cabezas, un salto impresionante que lo llevó a aterrizar sobre la arena de la plaza, justo detrás de ellos. Sin detenerse, se lanzó hacia delante hasta que el salvaje tirón de la cuerda al tensarse lo retuvo.

El gladiador del tocado de quetzal fue el primero en reaccionar. Giró sobre sus talones y cargó contra Koos Ich. Una borrosa figura de rutilantes plumas verdes que descargó un feroz mazazo en cuanto lo tuvo a su alcance. El itzá intentó desesperadamente pararlo, interponiendo su macana de madera y plumas, pero el golpe fue tan violento que el arma rebotó contra ella y únicamente consiguió desviar un poco su trayectoria. Los filos de sílex lo alcanzaron y le abrieron varios tajos paralelos, muy profundos, en el pecho.

La primera sangre salpicó y se oyó un alarido de júbilo surgir de los presentes al ver al extranjero herido. Sin embargo, Koos Ich había conseguido lo que buscaba a cambio de esa sangre. Ahora estaba en la posición correcta para realizar la maniobra que había planeado. Esquivó sin dificultad un nuevo golpe lanzado por su atacante verde y, sin molestarse en responderle, giró a su alrededor, lo enredó con la cuerda y lo derribó.

El júbilo de los espectadores se transformó en un murmullo de sorpresa. El otro gladiador tardó un instante en reaccionar. Perdió un tiempo valiosísimo intentando advertir a su compañero cuando comprendió lo que el itzá se proponía. Más que suficiente para que Koos Ich rodeara el cuello del guerrero verde con la soga y lo obligara a ponerse en pie. Se apretó contra su espalda e interpuso su cuerpo como escudo frente al azul.

El cocom que se había transformado tan inesperadamente en prisionero del hombre que pretendía sacrificar parecía desesperado. Soltó la rodela y la macana y se llevó las manos a la garganta intentando introducir los dedos entre cuerda y piel para aflojar el lazo y respirar.

– Relájate -le susurró Koos Ich al oído-. Esto va a acabar pronto.

La tranquilidad de sus palabras aun enfureció más al gladiador, que se debatió con todas sus fuerzas y lanzó patadas hacia atrás intentando alcanzar las espinillas de Koos Ich.

El gladiador azul miraba a los dos hombres, pegados uno contra otro en una extraña danza que parecía casi obscena. No sabía qué hacer. Cómo enfrentarse a aquella situación tan inesperada. Lanzaba titubeantes golpes con su arma, pero Koos Ich interponía con destreza el cuerpo del gladiador verde. A la vez, retrocedía lentamente y obligaba a su presa a seguirlo alrededor del disco de piedra, al que seguía unido por la soga. Los dos gladiadores cocom sentían la mirada de todos los presentes, y la vergüenza y la rabia de haber sido puestos en esa situación.

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