Juan Aguilera - Rihla

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En el año 890 de la Jégira, Lisán al-Aysar, erudito árabe del reino de Granada, convencido de la existencia de un mundo más allá del océano, se embarca en una gran expedición. En esta rilha le acompañarán aventureros árabes, corsarios turcos, caballeros sarracenos, un hechicero mameluco y un piloto vizcaíno, renegado y borracho. Descubrirán una tierra lujuriosamente fértil y deberán enfrentarse a sus extraños pobladores: hombres-jaguar, guerras floridas y sacrificios humanos. El viaje llevará a Lisán a alcanzar una nueva sabiduría, conocer la magia, recuperar el motor y vivir una gran aventura. Una original novela que nos sumerge en una emocionante y exótica aventura y nos invita a reflexionar sobre las culturas ajenas y la propia, del pasado y del presente.

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Obligaron a Lisán a sentarse frente a él. El viejo sacerdote tenía en sus manos el disco de oro que un día le diera Baba y que los hombres-tigre le habían arrebatado. Se inclinó hacia Lisán y colgó nuevamente el disco de su cuello. Sin comprender nada de lo que estaba pasando, el andalusí permaneció sentado sobre la estera, con el torso erguido. El sacerdote tenía junto a él un cesto lleno de flores de corola amarilla. Levantó una de ellas ante el rostro del andalusí y dijo, pronunciando muy lentamente, tal y como alguien le hablaría a un niño sordo:

Lool.

Lisán asintió.

Lool… Entiendo que significa algo así como «flor»… o quizá «amarillo»… ¿Qué es lo que pretendes hacer? ¿Enseñarme tu idioma?

No podía imaginar para qué, si su destino era el sacrificio. Pero tampoco era comprensible por qué sus hermanos habían sido cuidadosamente curados para luego ser cortados en trozos por aquellos mismos sacerdotes.

Lool -repitió el anciano. Y con paciencia fue colocando una a una las flores frente al extraño mientras recitaba-: Hun lool, ka'lool, óox lool, kan lool…

Al colocar la quinta se detuvo. Observó el rostro del extraño para comprobar que éste permanecía atento y usó el extremo del mango de su abanico para trazar una línea recta en la arena, bajo las flores.

Y cinco, comprendió Lisán. Bajó la vista hacia su pecho y comprobó que ésos eran precisamente los símbolos grabados junto a las perforaciones del disco de oro. Un punto significaba «uno» y cada raya horizontal tenía un valor de cinco. Miró al anciano y asintió para indicarle que había entendido. El viejo sacerdote apartó las flores y borró con la mano la línea trazada en la arena. Luego, dibujó cuidadosamente una concha y el faquih dedujo, admirado, que aquel símbolo significaba «cero».

Habían empezado a comunicarse.

Más tarde supo que el nombre del viejo sacerdote era Namux, y que era el chilán , el encargado de oficiar las ceremonias de sacrificio. Aquel que embadurnaba con sangre la cara del dios al que se honraba, aquel que tenía derecho a las manos y los pies del sacrificado. Namux pertenecía a la etnia xiu , por lo que a pesar de su gran sabiduría jamás podría llegar a convertirse en Señor Serpiente, ni ocupar un puesto en el Ah Cuh Caboob , el consejo de ancianos. Sin embargo, había sido maestro del propio Halach Uinich , por lo que era respetado por todos. También, y esto era lo extraño, por Lisán, que poco a poco lo fue considerando como una persona llena de dignidad, como un viejo y sabio qadi , que se esforzaba en hacer bien su trabajo. Con el paso de los días, Namux lo fue instruyendo en aquella milagrosa matemática como primer paso para que aprendiera su lengua.

Lisán se entregó en cuerpo y alma a las lecciones. Sobreviviré, Ahmed. Por un tiempo al menos. Mientras estuvieran ocupados enseñándole no lo sacrificarían.

Empezó a vislumbrar el mundo en el que vivían aquellos hombres, y éste era mucho más complejo de lo que pudiera haber imaginado. ¿Cómo había surgido una cultura tan extraña como aquélla? Temible y sanguinaria y, a la vez, sabia y refinada. La sorpresa continuada de aquel mundo le hacía deducir que se hallaba en una tierra desquiciada, donde convivían hallazgos contrapuestos. No había visto, por ejemplo, más que herramientas de piedra, propias de los salvajes más primitivos. Parecían desconocer los metales, excepto el cobre de los collares con que se decoraban. Tampoco había visto ruedas, ni carruajes, ni animales de tiro: los fardos más pesados eran transportados directamente sobre las espaldas. Como sistema de iluminación usaban antorchas, en vez de velas o candiles de aceite. Al mismo tiempo, eran capaces de levantar aquellas increíbles construcciones que desafiaban los secretos de los arquitectos del antiguo Egipto, y sus matemáticas les permitían resolver operaciones que habrían amedrentado a los más sabios de su país.

Además, estaba el recuerdo de lo sucedido aquella noche, tras el sacrificio de sus hermanos, cuando contempló cómo uno de aquellos guerreros cubiertos con la piel de un tigre se transformaba, ante sus ojos, en una bestia. Lisán dudaba de ese recuerdo, no podía creer que fuera otra cosa que una alucinación producida por el terror y la fiebre. Pero si había sido una pesadilla, era tan horriblemente real que esa imagen había quedado marcada en su mente. Casi podía volver a verla cada vez que cerraba los ojos. Empezaba a considerar que quizá fuese cierto todo lo que le había contado Baba sobre demonios que convivían con los hombres.

Y, cuando hubo aprendido lo suficiente de aquel idioma, pudo al fin descifrar las misteriosas palabras que habían sido pronunciadas ante la vista del disco dorado y que él había guardado en su mente. H-uuch-been uinicoob : «Es de los Hombres Antiguos».

El nombre de la ciudad en la que estaba prisionero era Zama , una palabra que significaba «Amanecer»; no en la lengua que estaba aprendiendo, sino en otra más antigua. «Zama» le recordaba el nombre de una ciudad de al-Andalus, pero los hermosos amaneceres que se podían contemplar desde los acantilados le daban la única alegría que tenía cada día: la salida del sol, que le indicaba dónde estaba su mundo, su casa y sus lugares sagrados. El resto del día, las semanas, los meses, se iban desgranando como elotes en las manos de las mujeres nativas. Perdida la esperanza de regresar a su mundo, se fue hundiendo en la monotonía de la existencia. Su mente desconcertada veía pasar los días con indiferencia y aceptaba las lecciones de aquel viejo sacerdote. A veces pensaba en escapar, aunque no podía imaginar cómo. ¿Qué podría conseguir si lograba robar una canoa de entre las muchas que descansaban en la playa? ¿Volver a estar a merced de las olas, cocerse los sesos al sol y morir a la deriva? ¿O escapar hacia la jungla y perderse solo en aquel sudario verde? El mar a la espalda, la selva delante. De aquí no hay huida posible que me asegure el sobrevivir, hermano.

Koos Ich había entrado en la suave penumbra de la choza del lo'k'in putum y lo observaba con detenimiento. Estaba sentado en un rincón, con la espalda contra una de las paredes de palos, la cabeza inclinada sobre el pecho, donde brillaba el disco con los caracteres mágicos. El guerrero descubrió que era más extraño de lo que hubiera podido imaginar. Tenía, en efecto, el cuerpo pálido y cubierto de pelo como un animal, su cara era afilada y sus cabellos desgreñados, de tonos diversos que iban del marrón al blanco. En sus ojos, también de un color imposible, había un odio y un temor que Koos Ich no supo interpretar. Desprendía un olor desconcertante que impregnaba el interior de la choza.

– ¿Puedes entender mis palabras? -le preguntó el guerrero en la Lengua Sencilla.

Lisán alzó la vista y lo miró.

Tenía ante sí a un hombre de impresionante musculatura, mucho más alto que cualquier nativo que hubiera visto hasta ese momento. Su porte era orgulloso y, en cierta manera, distinguido. Como todos los nativos, llevaba el cabello muy largo y muy negro, con una zona desprovista de pelo en la parte alta de la cabeza y el resto cuidadosamente trenzado y enrollado como una corona de la que colgaba una larga cola por detrás. Su pecho estaba decorado con complejos dibujos de color negro y cicatrices coloreadas con alguna tinta grababa su piel. Las palabras sonaban extrañas en sus labios. Hablaba un dialecto ligeramente distinto del conocido por Lisán.

– Te entiendo… -le respondió, poniendo en práctica lo aprendido-. Si hablas lentamente…

– Yo soy Koos Ich -dijo el gigante llevándose la mano al pecho-. Y he venido para sacarte de aquí.

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