Lisán notó el incómodo peso en el cuello y consideró que si aquel medallón había pertenecido a un ÿinn bien podría haberles traído la desgracia que ahora padecían. Sintió el fuerte deseo de arrancarse el disco de oro y arrojarlo por la borda, pero se contuvo. Aquello era superstición, y por lo tanto ignorancia. Sólo la voluntad de Allah era decisiva.
– Me has utilizado para llevar adelante tus planes -dijo.
– Tanto como tú a mí. Supe de ti y del fantástico viaje que planeabas hacia el otro lado del mundo. Y decidí ayudarte porque creo que el Talos de tus planchas plúmbeas es ese ÿinn que huyó hacia el otro lado del mar Tenebroso.
– ¿Qué pensabas hacer? ¿Ibas a enfrentarte a él con estos pocos hombres?
Baba lo miró con intensidad antes de continuar.
– Es difícil encontrar gente en la que confiar. Descubrí que los siervos de los ÿinn están en todas partes. Mi propio hermano cayó bajo su poder y se alió con los húngaros contra mí. También están en algunos albergos genoveses. Por eso tuve que huir para salvar mi vida y por eso adopté el disfraz de mameluco. Durante estos años he aprendido mucho, y sabré cómo enfrentarme a ese ÿinn del otro lado del mundo cuando llegue el momento.
Lisán se sentía confuso, le dolía la cabeza como consecuencia del cansancio y lo que aquel hombre le acababa de contar era como niebla en su cerebro.
– ¿Cómo piensas derrotar a un ÿinn ? ¿Hasta dónde llegan tus poderes sobrenaturales?
Quizás iba a responder a su pregunta, pero Baba fue interrumpido cuando sonó la voz de uno de los vigías:
– ¡Tierra!
Se volvió en la dirección que señalaba el vigía y entrecerró sus ojos de halcón.
– Quién sabe, faquih -dijo-, quizás aún tengamos una esperanza.
Luego corrió hacia la borda.
Lisán se quedó solo y contempló durante un instante el medallón. Alzó la vista y sus ojos se encontraron con los del joven Piri. ¿Ha estado escuchando la conversación? , se preguntó. Estaba muy lejos y quizás aquel encuentro de miradas era casual, pero observó al capitán turco intentando descifrar la expresión de su rostro.
Allí donde alcanzaba la vista, las brumas huían hacia el Poniente y se desgarraban contra las palmeras. Aquella nueva costa, azotada por la tormenta, se distinguía con dificultad entre la niebla y las cortinas de lluvia. Era como un espectro de vegetación ondulante y negras formas que apenas se intuían. Sin embargo, cuando la tempestad siguió avanzando, la playa entró en su círculo central de calma y empezó a dibujarse nítida. Desde la distancia a la que estaban, distinguieron un lugar devastado por los vientos que habían arrancando árboles enteros y esparcido sus hojas por la arena.
Baba se dirigió hacia la popa y estudió el avance del muro de nubes.
– No llegaremos -decidió al fin-, el viento es demasiado tenue y no conseguiremos alcanzar la costa.
– ¿Ahora quieres llevar la nave hasta la orilla? -le increpó Yusuf ibn Sarray, que no andaba muy lejos-. ¿Por qué no lo hicimos cuando tuvimos oportunidad? Tu error nos va a costar muy caro a todos.
Baba no le respondió, pero Lisán preguntó a su vez:
– ¿Pretendes que nos dirijamos hacia allí con este oleaje? ¿Ya no temes los arrecifes?
– Ahora son nuestra única oportunidad. Esta nave no aguantará más embates. Si conseguimos embarrancar la Taqwa , tal vez podamos llegar a tierra firme…
– Pero perderemos la nave.
– En estos momentos, es eso o la muerte.
– Tanto sufrimiento para acabar en el punto que dejamos atrás -dijo Yusuf lleno de ira-. Ahora estaríamos a salvo, de no ser por tu obstinación.
Baba dirigió al capitán de los Sarray un gesto despectivo.
– No te preocupes, puede que ya ni siquiera tengamos esa posibilidad. Estamos demasiado lejos, nos movemos demasiado lentos… -de nuevo miró hacia la popa- y esa tormenta avanza hacia nosotros como un caballo enloquecido. Guarda tus fuerzas para salvarte a ti mismo en lugar de enfurecerte conmigo. Lo hecho, hecho está.
Baba le dio la espalda y habló con Piri. Estuvo de acuerdo en dirigirse hacia la playa.
– Al menos lo intentaremos -dijo.
Largaron todas las velas y las enfocaron cuidadosamente hacia el tenue viento, pero al cabo de un instante se hizo evidente lo inútil del esfuerzo. La tormenta seguía ganándoles terreno. Baba dio un golpe en la borda y exclamó:
– ¡Demasiado lentos!
– Algo debemos hacer -dijo Yusuf-. No podemos rendirnos ahora.
– Sólo necesitamos un poco de viento… Unas míseras ráfagas y lo lograríamos -dijo Piri.
– Lo malo -señaló Baba- es que vamos a tener más viento del que podamos desear, pero entonces será demasiado tarde.
Entonces, Lisán tuvo una idea.
– Usemos el batel -propuso-. Podemos arrastrar con él a la Taqwa y ganar así la costa.
Piri dio un puñetazo en la borda y dijo con entusiasmo:
– ¡Bien dicho, faquih !
– ¿Crees que puede funcionar? -le preguntó Baba.
– No tengo ni idea, pero vamos a intentarlo. La esperanza, o va acompañada por la acción, o es una veleidad. ¡Hagámoslo!
Baba organizó inmediatamente a sus turcos y escogió a aquellos que eran más fuertes, Jabbar y Dragut entre ellos. En total doce hombres que bajaron con Baba hasta el batel.
– ¿Qué pretenden hacer? -preguntó Ahmed a su amigo.
– Van a remolcarnos hasta la playa.
– Parece una medida desesperada.
– Lo es.
– ¿Vamos a morir, hermano? -Su voz era temblorosa.
– Ciertamente, ésa es una posibilidad en nuestro futuro inmediato.
Ahmed agitó la cabeza.
– Hermano -gimió-, al menos de ti esperaba unas palabras de aliento.
Lisán sonrió y dijo:
– Está escrito que quien muere por amor a este mundo tendrá que luchar consigo mismo; quien muere con el anhelo del Paraíso es un asceta; pero quien muere enamorado de la Verdad es un sufí. Nunca te he mentido y no lo voy a hacer ahora.
– Vamos a morir.
– Quizá sí; pero también podemos salvarnos si ésa es la voluntad de Allah. Mira, todos van a estar ahora muy ocupados intentando salvar la nave del naufragio y no van a tener tiempo para rezar. Ésa va a ser nuestra misión.
– Sí, hermano -asintió rápidamente Ahmed-. A nosotros nos toca rezar. Voy a empezar ahora mismo…
– Con todas nuestras fuerzas…
– Así lo haré, hermano -dijo Ahmed mientras buscaba su takbir -. Entre todos salvaremos la nave. Allah no nos ha de abandonar en un momento como éste.
Baba se situó en el timón y sus turcos se apretaron de dos en dos frente a los remos.
– Preparaos ahora… suavemente al principio -dijo-, así. Remad.
El batel se fue alejando con parsimonia, mientras los remos batían rítmicamente el agua. Hasta que la cuerda que los unía con la Taqwa se tensó. Los turcos clavaron entonces sus palas con fuerza, para mantener aquella tirantez.
– ¡Atención ahora! -gritó Baba-, con todo vuestro hígado… ¡Remad!
Los hombres bogaron, empujándose contra la superficie líquida. Una y otra vez, con más fuerza en cada ocasión. Baba les marcaba el ritmo y, en apenas un instante, los doce remeros sudaban copiosamente.
– ¡Vamos, vamos!
Desde la Taqwa , el resto de los turcos y los Sarray les gritaban para darles ánimos. Ignacio paseaba entre aquellos hombres mirándolos atónito, incapaz de comprender todo lo que estaba pasando a su alrededor.
– ¡Nos movemos! -gritó Ahmed. Su joven mawla se había colocado junto a él-. Alabado sea Allah, el misericordiosísimo.
Lisán se volvió hacia la popa. El límite de la tormenta estaba más cerca cada vez que miraba y la playa parecía mantenerse a la misma distancia. A proa, al otro extremo del cable, el batel continuaba su carrera desesperada. Los turcos seguían doblando la espalda sobre los remos. Imaginó la tormenta como un gran tonel girando a toda velocidad. Ellos navegaban por su interior, pero una de las paredes se les iba acercando peligrosamente… Y cuando los alcanzara sería el final de aquella carrera.
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