Juan Aguilera - Rihla

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En el año 890 de la Jégira, Lisán al-Aysar, erudito árabe del reino de Granada, convencido de la existencia de un mundo más allá del océano, se embarca en una gran expedición. En esta rilha le acompañarán aventureros árabes, corsarios turcos, caballeros sarracenos, un hechicero mameluco y un piloto vizcaíno, renegado y borracho. Descubrirán una tierra lujuriosamente fértil y deberán enfrentarse a sus extraños pobladores: hombres-jaguar, guerras floridas y sacrificios humanos. El viaje llevará a Lisán a alcanzar una nueva sabiduría, conocer la magia, recuperar el motor y vivir una gran aventura. Una original novela que nos sumerge en una emocionante y exótica aventura y nos invita a reflexionar sobre las culturas ajenas y la propia, del pasado y del presente.

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En el batel, Dragut y el resto de los remeros estaban cubiertos de sudor. El aire era denso y caliente, quemaba los pulmones cuando entraba por sus bocas. Pronto sus respiraciones empezaron a sonar como jadeos. Pero el ritmo no bajó mientras arrastraban a la Taqwa hacia aquella playa desconocida.

– ¡Vamos! ¡Vamos! ¡Vamos! -seguía gritando Baba a sus hombres.

Entonces sintió un violento tirón del cabo con el que arrastraban a la carraca. La gruesa cuerda, densamente tejida de cáñamo, zumbó como si estuviera llena de avispas. Se volvió para mirar sobre su hombro, hacia la nave…

La tormenta los había alcanzado al fin. Estaba sobre la Taqwa y la sacudía como un mastín zarandearía a una rata que acabara de atrapar entre sus fauces.

Baba apretó los dientes, comprendiendo que todo había terminado, que ya no tenían salvación posible. Pero se volvió hacia sus hombres y les gritó:

– ¡Seguid!

5

La carraca se estremeció y exhaló un crujido interminable, que surgía desde cada uno de los palos hasta la última de sus cuadernas. Cada parte de la nave gritaba al unísono, como el lamento de una manada de bestias heridas de muerte.

Aterrorizado por aquel sonido espantoso, Ahmed abrazó con fuerza a Jamîl y se encomendó a la misericordia de Allah.

Lisán estaba junto a ellos, más desconcertado que asustado. El tiempo parecía fluir lentamente ante sus ojos. Se sentía como un espectador ajeno a los terribles acontecimientos que se iban produciendo a su alrededor.

Un golpe de viento arrancó de cuajo una de las improvisadas velas gavia y rasgó por la mitad a la otra. Eso mismo les dio un impulso lateral y, por un instante, sintieron que volaban horizontalmente sobre las aguas. La amarra que los unía al batel se sacudió con un violento tirón que lanzó a la pequeña nave de un lado a otro. Lisán vio saltar uno de los remos mientras los hombres que iban a bordo gritaban y dos de ellos caían al agua.

Estaba en medio del caos. El palo que sujetaba la vela gavia se desplomó contra la cubierta, aplastando hombres, barriles y aparejos, en una confusión de cuerdas, astillas de madera y aullidos de dolor; enredando a unos y atrapando a otros en su maraña de cabos. La lluvia, los relámpagos, el viento… Todo se sucedía a la vez a su alrededor, pero sentía una extraña claridad en su mente, como si fuera capaz de separar cada acontecimiento.

Estaban envueltos por las nubes y la niebla. La playa había desaparecido y apenas se veía ya al batel y a sus tripulantes, que eran sacudidos salvajemente al extremo de la soga. El mástil caído se fue al agua, arrastrando con él a los desdichados atrapados entre sus cuerdas.

Lisán notó que sus piernas se doblaban. La nave se escoraba en un ángulo brusco hacia la proa. Se volvió y no vio a Ahmed, que había desaparecido junto con el muchacho. Los hombres rodaban por la cubierta. Él se dejó caer de espaldas. Separó los brazos y clavó sus uñas en las grietas del tablazón. Sintió el vértigo en sus entrañas y la desconcertante sensación de que la nave era impulsada a gran velocidad hacia delante.

En el batel, Baba intentaba cortar el cable que aún los mantenía sujetos a la Taqwa. Le dolían todos los huesos del cuerpo y la cabeza le daba vueltas. Apenas veía su mano sujetando el cuchillo. Las olas los golpeaban con encono. Los hombres que estaban junto a él se agarraban desesperados a la borda de la embarcación, que era sacudida de un lado a otro como un medallón colgando del cuello de un gigante. Gritaban llenos de terror. Baba escupió el agua que había entrado en su boca y los maldijo mientras seguía cortando.

Una ola alzó el batel, lo columpió un instante en el aire y lo hizo deslizarse como un juguete incapaz de ofrecer resistencia a su poder. Dos hombres más cayeron por la borda y Baba no hizo ademán alguno de auxiliarlos. En sus tripas la sensación de caída no acababa. Sentía que se precipitaba en un agujero sin fondo y supuso que el batel se hundía en el profundo valle de una gran ola.

Alzó la vista y la vio. Enorme, diez o doce veces más alta que el antiguo palo mayor de la Taqwa. Y, subiendo lentamente hacia la cresta de ella, distinguió a la vieja carraca, deshaciéndose en decenas de fragmentos y goteando hombres. Dejó caer su cuchillo. Ni siquiera tuvo tiempo de abrir los labios para advertir a los otros sobre lo que iba a pasar. El inmediato tirón de la soga arrancó la quilla del batel y partió en dos la pequeña nave.

Se había sujetado con correas al bastidor de madera, seda y plumas. Ahmed lo había alzado sobre su cabeza y él había gateado hasta ocupar la posición adecuada. Después, ayudado por su amigo, había atado las correas una tras otra, con un minucioso cuidado que había hecho impacientarse a todo el público que se había reunido a su alrededor. No importaba, aquel Lisán adolescente estaba disfrutando de la atención, y no iba a pasar nada porque alargara un poco más ese momento.

Finalmente, la última correa estuvo atada. El joven inventor se incorporó y sujetó el armazón sobre sus hombros. Era pesado, más de lo que había imaginado y una ráfaga de viento lo hizo tambalearse. Se escucharon las primeras risitas por parte del público.

– Lisán -le dijo Ahmed con un susurro-, no sé yo…

– Vamos. Cuanto antes mejor.

Lisán había sentido el deseo de volver a desatar las correas y desistir de su empeño. Pero esas risitas… el miedo al ridículo era entonces más que suficiente para hacerlo seguir adelante. Sujetó el armazón con sus manos y lo separó del suelo. Ahmed seguía a su lado, intentando ayudarlo a mantener el equilibrio, pero él le pidió que lo soltara.

Empezó a correr colina abajo. Notó el viento en la cara y la arena y los guijarros resbalando bajo sus pies. El armazón crujía rítmicamente. Él jadeaba mientras corría y sujetaba aquella pesada vela cubierta de plumas. A lo lejos, en el valle, se desparramaban los tejados rojos de Granada como una mancha de sangre seca. En el límite inferior de su visión, sus pies aparecían y desaparecían rítmicamente. Se acercaba al borde del barranco y trotaba cada vez más deprisa. Esto es estúpido , pensó de repente con una claridad estremecedora. Pero ya era demasiado tarde. Estaba en el mismo borde del barranco. Saltó con todas sus fuerzas y se sujetó firmemente al armazón. Éste crujió de nuevo pero con mucha más intensidad, como si fuera a partirse en ese preciso momento… Y de repente no había suelo bajo sus pies. ¡Estaba volando!

Fue un vuelo muy corto y siempre en la misma dirección descendente. Vio cómo el suelo se venía contra él a toda velocidad y encogió su cuerpo ante el impacto inevitable.

Me voy a matar , pensó con una extraña tranquilidad.

Una pared de agua negra se estrelló con fuerza contra su cuerpo. Aturdido por el golpe, no pudo evitar que una amarga bocanada de líquido se le metiera a presión por la boca y le llegara a los pulmones. Intentó toser y tragó más agua.

Es el fin , pensó.

Había sentido en sus propias tripas cómo la nave se desintegraba a su alrededor. La Taqwa alcanzó la cresta de una ola gigantesca y desde allí se descolgó para estrellarse contra la superficie del océano. El golpe de plancha contra el agua le desgarró el casco debilitado y reventó sus cuadernas como una maza aplastando un viejo costillar carcomido.

Lisán no sabía si su cabeza estaba hacia arriba o hacia abajo. Giraba en medio de un torbellino de burbujas mientras las astillas y los trozos de aparejos destrozados golpeaban con saña sus costados y se enredaban con sus piernas, como los tentáculos de un monstruo que pretendiera devorarlo y tragarlo hacia la oscura profundidad del mar. Un velo rojo danzaba frente a sus pupilas, sus pulmones se expandían reclamando aire, golpeando ansiosos contra sus costillas… ¡Dame aire! Él apretaba con fuerza la boca y se negaba a ceder al impulso irracional de intentar aspirar una bocanada de agua. ¡Aire… ahora!

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